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Tapie

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Me puse a ver “Tapie” porque había leído en algún sitio que Bernard Tapie, el susodicho, fue un empresario de izquierdas muy rara avis. Casi un Robespierre enfrentado a los liberales tradicionales del facherío. Un empresario “bondadoso”, de rostro humano, cuando yo le tenía en el recuerdo por un defraudador más bien afiliado al laissez faire. 

Me acordé, al leer sobre “Tapie”, de una reflexión que hacía Pepe Carvalho en “Los mares del sur”, cuando decía que los empresarios con remordimientos de conciencia estaban a punto de extinguirse. En la novela corría el año 1979 y don Pepe tenía más razón que un santo: diez años después cayó el Muro de Berlín y los empresarios, ya sin miedo a ninguna revolución socialista que les colgara de un gancho, perdieron el miedo a explotarnos y la vergüenza de confesarlo. 

También quería ver la serie porque Bernard Tapie fue el presidente el Olympique de Marsella en sus tiempos gloriosos. El único club francés ganador de la Copa de Europa, con gol de Boli, de cabeza, contra el Milán de Berlusconi, en el año 93, en el Olímpico de Múnich, como si los ángeles del empresario bueno derrotaran a los ejércitos rossoneros del empresario malvado. (Curiosamente, el mismo año que el Olympique reinó en Europa fue descendido a la segunda división francesa por amañar un partido contra el Valenciennes. Fue un escándalo de la hostia que todavía se recuerda en las tertulias de la futbolería). 

En fin, que me picaba la curiosidad, y también un poco el perineo, la verdad, porque tenían que ser muy guapas las mujeres que rodearan a Bernard Tapie atraídas por su belleza interior. Pero después de 150 minutos de serie (dos capítulos y medio de siete totales) aquí ni había Robin Hood empresarial ni equipo de fútbol en lontananza. Y una única mujer de ensueño, que además, en los títulos de crédito, ya avisan que es un personaje ficticio, creado para el drama. Un puro aburrimiento, vamos. Otro chicle Netflix de eterno masticar. 

El Tapie de los comienzos no es más que un robaperas, un jeta, un listillo. Una absoluta decepción. Otro emprendedor neoliberal. Otro peligro social. Para nada un personaje recomendable, ni en la realidad que lo encarceló ni en la ficción que nos aburre.



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El árbol, el alcalde y la mediateca

🌟🌟


Pensé que jamás lo diría, pero me he aburrido mucho con una película de Eric Rohmer. Estaba malcostumbrado a que sus películas siempre oscilaran entre lo interesante y lo muy interesante, según la enjundia de los diálogos y la belleza de las actrices. Rohmer, además de ser muy inteligente, era otro tunante como Bergman o como Polanski que jamás ponía una mujer fea delante de la cámara.

Es cierto que en alguna de sus películas veías crecer la hierba como dijo una vez el malvado de Gene Hackman. Pero nosotros, los adeptos del maestro, sabíamos que estos interludios vegetales tenían su función: repensar el último diálogo y tomar aire para afrontar el siguiente, con la mente despejada y la postura retomada. Y quizá, también, con un piscolabis en el regazo, para que el cerebro se reaprovisionara de fósforo y no se perdiera ni una sola de las agudezas verbales. En las películas de Rohmer no hay duelos de espada láser ni persecuciones de la policía, pero a veces se desencadenan batallas de raperos que escupen filosofías de apuntar incluso en el cuaderno, de lo listos que son ellos, y de lo agudas que son ellas, siempre gente leída, o cultivada, o con un sexto sentido para desenmascarar los disfraces del amor y del orgullo.

En esta película, sin embargo, Rohmer se va por los cerros de la política para dejar claro que él es apolítico pero de derechas, como decía Jaume Canivell en “La escopeta nacional”. Pues bueno... Algún defecto tenía que tener. Su alter ego en la película es el maestro del pueblo: un tipo feo, medio loco, que defiende los valores de la vida rural -el paisaje y la tranquilidad- y que se enfrenta al alcalde socialista que quiere construir una mediateca en mitad de un prado de vacas. Poca cosa para hacer altas ideologías, la verdad. Y menos ahora, treinta años después, cuando la vida rural  y la vida urbana ya son prácticamente la misma. Los todoterrenos, las motos, las furgos, los quads, los bugas... Todos los cacharros atronadores han tomado posesión de los senderos y los bosques. Ya no existe el silencio en ningún lugar gracias al Mitsubishi Montero que llegó a Majaelrayo para visitar al abuelo y joderlo todo.





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Las noches de la luna llena

🌟🌟🌟🌟


“Quien tiene dos mujeres pierde el alma; quien tiene dos casas pierde la razón”.

Este es el proverbio -seguramente inventado por el propio Rohmer- que sale sobreimpresionado al inicio de la película. Y que explica, y hasta cierto punto anticipa, lo que vamos a ver a continuación. Porque es cierto que hay un hombre que juega con dos mujeres, y una mujer que juega con dos hombres, pero luego nadie pierde el alma en realidad. Estamos hablando del amor entre gente muy exclusiva de París, y aquí nadie sale mortalmente herido de los lances. Nadie, en verdad, salió nunca moribundo de una película de Eric Rohmer. Las suyas siempre son penas de amor que se comen con pan de baguette recién horneado, y por eso duelen mucho menos en los corazones.

Además, en “Las noches de la luna llena”, los amantes todavía son jóvenes y dicharacheros, y la pérdida del amor solo es un contratiempo asumible, un traspiés en la larga carrera de los corazones. Todo se acepta con resignación y deportividad, estrechándole la mano al ex amante, aunque muchos pensemos que quien tiene dos mujeres -simultáneas-, como quien tiene dos hombres -simultáneos-, no es que pierda el alma, sino que pierde la honorabilidad. Y hasta la decencia.

La segunda parte del proverbio dice que quien tiene dos casas pierde la razón. Sobre todo si una es para vivir con el amante y la otra es para descansar de su presencia, como hace Louise en la película. No por trabajo, ni por obligación, sino porque sí, porque la cosa no está clara, y porque la soledad le es igual de apetecible. En esa tesitura hay que escindir en dos el vestuario, la ropa de aseo, la montonera de libros... Hasta el menaje de cocina. Hay que dividir el tiempo y las atenciones. Un día te levantas en una habitación y mañana te levantas en otra. Dos rutinas. Una mente que se escinde. “Quien tiene dos casas pierde la razón...”. Aunque luego, en la película, tampoco suceda realmente así. Son las cosas de Eric Rohmer.






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El juez

🌟🌟🌟

La fascinación del hombre que convalece por la enfermera que lo cuida es un sentimiento universal que trasciende épocas y culturas. Yo he leído teorías para todos los gustos, sobre este impulso irrefrenable. La primera, que son sus uniformes, tan livianos cuando son blancos, y tan amables cuando llegan en tonos pastel, los que entre las luces extrañas de los hospitales, y el aturdimiento inevitable de la enfermedad, hacen que uno, en el ensueño, llegue a pensar que ellas son ángeles del cielo pululando alrededor de la cama. Pero ángeles con sexo, no bíblicos, de carne tibia y atributos inequívocos. 

La segunda, que allí expuestos, en el lecho, semidesnudicos y frágiles, sufrimos una regresión infantil que nos hace tomar a las enfermeras por nuestra madre solícita, y que no es, en puridad, un deseo sexual lo que sentimos por ellas, sino un complejo de Edipo que regresa tardío y baqueteado por la vida. 

    En El juez, Michel Racine es un ídem de gesto adusto y rituales mecánicos que dicta sentencias muy severas a sus condenados. A Michel, como a uno muy cercano que yo conozco, se le está pasando el arroz de la edad, el sueño del gran amor, y vaga por los tribunales con la esperanza decreciente de recibir un último regalo. No es sólo el pito, que le reclama, ni el orgullo, que lo zahiere. Es que, además, él imparte justicia en crímenes muy horrendos, que dicen muy poco del ser humano, y que lo arrastran a una misantropía que lo tiñe todo en tonos grises. Para pintar el mundo de colores, como en la canción de la acuarela, necesita una mujer luminosa que lo haga sonreír y confiar.

    Cuando quizá ya desesperaba, y aceptaba resignado su aciago destino, el juez Racine reencontrará, entre los miembros del jurado recién nombrado, a la señorita Ditte Lorensen, una cuarentona de muy buen ver con los ojos tan azules como los mares de Dinamarca. Ditte, en un pasado algo lejano, fue su doctora de guardia en una complicada operación, y aunque ella apenas lo recuerda, porque las enfermeras y doctoras reparten sus gracias entre centenares de pacientes, él, Racine, lleva su imagen en el corazón, grabada a fuego. A partir de ahí, la película dejará de ser un thriller judicial, y un documental encubierto sobre los tribunales franceses, para convertirse en la universal historia del hombre al que ya le importa todo un comino, y sólo piensa en su amada, a la que llama, y solicita, y requiebra, y dedica versos encendidos, como un adolescente enamorado. Cosa que no es para menos, con esta actriz llamada Sidse Babett Knudsen, la que un día fuera presidenta de Dinamarca y luego amante de Tom Hanks en el desierto. Y que hace de lesbiana feroz y voraz en una película que todavía no he visto, pero que ya ardo en deseos de tal. 


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En la casa

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Por la tarde, en el sofá, postrado por un virus que me incapacita para continuar la vida civil, veo En la casa, aclamada obra del director François Ozon. 

En la casa es como una película de Woody Allen pero sin chistes ni apartamentos de Manhattan. Monsieur Germain es un profesor de instituto que se parece mucho al director neoyorquino en lo físico, y en los tics del personaje. El profesor Germain imparte literatura en un instituto de chavales sin futuro, y vive desesperado de su incultura hasta que descubre, en una redacción sobre las vivencias del fin de semana, a un alumno de vena literaria, ocurrente y fluido, inquietante en la escritura, seductor en la cercanía del trato. Como en las películas de Woody Allen, el profesor se encapricha de su alumno y se postula como tutor particular, como mentor literario y guía espiritual. Una película de maestro griego y alumno efébico, pero sin túnicas ni homosexo. 

Para profundizar en la educación de su alumno y enseñarle los modelos de la gran escritura, Germain le proporcionará varios libros de su propia biblioteca, entre ellos Crimen y castigo, de Dostoievski, que el alumno recibirá con cara de disgusto. Una cosa es escribir para pasar el rato y dejar patidifusas a las chavalas, y otra, muy distinta, tener que tragarse ese tocho de personajes decimonónicos acabados en "ov", o en "osky".


            Luego, por la noche, mientras los virus se baten en retirada, veo el tercer episodio de Freaks and Geeks. En él, Sam es obligado por su profesora de literatura a leer -oh, la casualidad- Crimen y castigo, porque se ha enterado de las mierdas que suelen leer sus alumnos: la novelización de Star Wars, o la biografía de Samy Davis Jr.. A veces la realidad te sorprende con casualidades inquietantes, como cuando piensas en alguien que no has visto durante años y de pronto te lo topas por la calle.  Y lo mismo sucede algunos días con la ficción, que ves una película de instituto francés pensando por qué todos los profesores, los novelistas, los culturetas, recomiendan esos libros insufrible e inabordables de rusos del siglo XIX, y horas más tarde, en otra ficción completamente distinta, te encuentras a otro chaval de catorce años que también ha de leer la misma monserga. Un chaval muy parecido a  ti, además, en las virtudes y en los defectos, que odia a su profesora de literatura como tú odiabas a tu profesor de lengua española, que hablaba con la voz engolada y declamaba versos de Góngora que nadie comprendía.



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