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Laberinto de pasiones

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Hace cuatro millones de años nuestros antepasados vivían el paraíso perdido de la promiscuidad entre los árboles. Los primates intercambiaban dos o tres gruñidos de protocolo y se entregaban sin culpa a los placeres de la selva. Las palabras follar y follaje comparten una etimología que se remonta a esos tiempos que todavía no conocían la posición erguida, ni el destierro en la sabana. 

Los milenios arborícolas fueron muy locos, y muy descocados, una época de absoluto desenfreno que los libros sagrados quisieron borrar de nuestra memoria, asegurándonos que no descendíamos de aquellas bestias lujuriosas, sino que habíamos sido creados de un barro nuevo e inmaculado, insuflado de alma y de altos valores etéreos. Hubo que esperar mucho tiempo para que el abuelo Darwin desmontara tales patrañas, y nos volviera a colocar en la rama correcta del gran árbol de la vida.  Pocas décadas después, la ciencia vino a demostrar que sólo un puñado de genes sin demasiada trascendencia nos separa de esos suertudos bonobos que todavía fornican a lo grande encaramados a los árboles. Unos primos carnales que todavía siguen de fiesta a las tantas de la madrugada, mientras que nosotros, "dignificados" por el trabajo, nos seguimos levantando muy temprano para derribar y reconstruir civilizaciones.


    Pero no todo ha sido sufrimiento y castidad para el homo sapiens. En cualquier época siempre hubo guerrilleros que trataron de revivir el sexo sin trascendencias, el placer sin remordimientos. Unos subversivos que fueron quemados, ahorcados, desterrados, maldecidos, sin que su llama fogosa llegara a extinguirse. Uno de estos risorgimentos del amor libre y locuelo lo vivimos no hace mucho en la Movida Madrileña, donde nativos y manchegos, mediterráneos y cantábricos, se juntaban en ciertos locales para celebrar la juventud y la alegría de vivir. Antes de que los dioses vengativos les enviaran el virus terrible de la muerte, y la fiesta tuviera que aplazarse sine die entre nostalgias y tragedias, Madrid se convirtió en un verdadero laberinto de pasiones que Pedro Almodóvar, protagonista y cronista de aquellos excesos, dejó retratados en esta película inclasificable de príncipes moros y golfas enamoradas. Una cosa que no tiene ni pies ni cabeza, ni orden ni concierto, pero que se ve con una sonrisa en la boca, y con una envidia en la mirada: la de quien no pudo vivir aquellos tiempos por edad, y por lejanía. Y porque uno, en el fondo, es un monógamo -aunque monógamo sucesivo- muy tradicional.


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Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón

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Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no es realmente una película. Concebida en principio como un mediometraje, Almodóvar, que atareado en la Telefónica sacaba ratos de donde podía, y dineros de donde le dejaban, fue llamando a sus amigos punkis, a sus colegas travestis, a sus follamigos de la movida, para ir rellenando minutos y convertirla en una gamberrada que abriría nuevos caminos. En las ciudades de provincias nadie entendió su película, porque las tribus de Madrid eran gentes tan desconocidas como los extraterrestres, o como los aborígenes australianos. Y entre la lluvia dorada, el moco gastronómico y el concurso de pollas que el mismísimo Almodóvar presentaba al grito de "¡Erecciones Generales!", la película no duró en cartelera ni para cubrir los gastos de la distribuidora. En las ciudades civilizadas, en cambio, donde había apertura de mentes y también apertura de piernas, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón encontró un público entusiasta, comprensivo, al que le importaba muy poco que la trama fuera simplona o que los medios técnicos fueran de cuarta categoría. Aquello era un espectáculo que indignaba a los curas y soliviantaba a los meapilas, y sólo con ir a verla uno ya obtenía el diploma de tipo moderno, o de mujer enrollada.

     Sólo cinco años después de que Franco muriera dejando las pantallas como una patena, ahora salía en ellas una punky de quince años que se meaba en la cara de una urofílica murciana. Y una vecina de Madrid que cultivaba macetas de marihuana en su terraza. Y una caterva de travestidos que te ofrecían su cuerpo serrano si estaban de buenas o te arreaban con el bolso si les pillabas mal follados. Tan avanzada era para su tiempo, la provocación de Almodóvar, que incluso se pasó de frenada en algunas cosas, y ahora que estamos viviendo el retroceso del péndulo, y el cuestionamiento de las licencias, ya no se podrían rodar ciertas cosas que ahora provocan un poco el sonrojo. Entre eso, y que las parafilias sexuales ya no nos sorprenden, y que en los restaurantes hemos comido cosas peores que unos mocos, Pepi, Luci y Bom... hoy sería una película con mucho menos bombo y recorrido. El caca-culo-pedo-pis de un adolescente descarado y ocurrente. Es la maldición de las películas pioneras, que desbrozan la selva a machetazo limpio, y quedan exhaustas, para que otros fluyan tranquilamente por el sendero.  




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