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Cómo sobrevivir en un mundo material

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Cómo sobrevivir en un mundo material es un título engañoso, falsamente dualista. Porque el mundo sólo es materia, y el espíritu sólo es materia que sueña con no serlo. El carbono y el hidrógeno, los muy tunantes, que aspiran a trascenderse en el éter... Una pamplina metafísica. Miseria de protones que sueñan con vivir por encima de sus posibilidades. Afirmar que el mundo es material es como afirmar que la piedra es pétrea, o que la carne es cárnica. No hay más cera que la que arde, vino a decir el abuelo Karl de Tréveris. Marx nos enseñó la verdad indudable del materialismo dialéctico: la vida es materia, y la materia es cognoscible, asunto científico. Y todo lo demás -la fantasía, lo inmaterial, el mundo platónico de las ideas- sólo es el pedo que nos tiramos para hacer un poco de terapia. Necesario, ma non troppo. No era exactamente así, ya lo sé, pero yo me entiendo.

Supongo que lo quieren decir los distribuidores españoles -porque el título original, Kajillionaire, no va por los derroteros de la filosofía- es que vivimos en un mundo “materialista”, en la acepción de superficial y rastrero, de interesado y bursátil. Una selva capitalista de todos contra todos, y sálvese quien pueda. La mar salada de los tiburones y las pescadillas: los ricos, que nos devoran, y los pobres, que nos devoramos a nosotros mismos, mordiéndonos la cola. Si van por ahí los tiros, entonces sí, el título tiene cierta lógica, porque la película cuenta las tribulaciones de la familia Jenkins para sobrevivir en el mundo hipercalórico y ultraegoísta  de California. Unos estafadores profesionales que en vez de emprenderla con el ricachón se aprovechan del incauto, o del despistado. Qué lejos queda de California el bosque de Nottingham.,..

Lo que no tiene perdón de Dios -de la idea de Dios, mejor dicho- es que la materia más hermosa del Universo, Evan Rachel Wood, la única conformación molecular que podría aspirar a ser inmaterial y divina, aparezca en la película con unas greñas densísimas, materiales a tope, que enmascaran su belleza sobrenatural. ¿Para qué? ¿Para aspirar a ganar un Oscar? Evan Rachel Wood está más allá de estos materialismos.




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El rey de California

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Un día del verano de 2013 pasé por Petra, Mallorca, camino de un merendero donde los mallorquines tienen por costumbre re-desayunar con ensaladilla rusa y casquerías a la brasa. Y he dicho bien, merendero, porque ellos, por extrañas razones históricas, o lingüísticas, no lo llaman almuerzo, sino merienda. Es complicado de explicar... Conducía mi cuñado, claro, porque yo no tengo carnet de conducir, pero a cambio, en pago por el billete, le iba contando divertidas historias sobre mis muchos desamores por la red. Tengo chismes para escribir tres o cuatro novelas si me pusiera a ello.

Pasábamos por Petra, digo, porque el merendero estaba situado a sus afueras, y al pasar vimos el pueblo engalanado, con carteles que anunciaban el tercer centenario del nacimiento de Fray Junípero Serra. “¿Y quién es este fraile tan famoso por aquí?”, pregunté al aire, haciendo ostentación de mi vasta incultura. Pasamos de largo, re-desayunamos (bueno, merendamos), nos fuimos a la playa, nos enamoramos de varias extranjeras de Platón, o de Plutón..., y al volver a casa busqué al fraile de Petra en una enciclopedia voluminosa. El personaje histórico no me era desconocido del todo, y resonaba en mi memoria como un conocimiento adquirido pero ya olvidado. Me quedé de piedra, precisamente, al descubrir, o recordar, que fray Junípero Serra es un padre de la patria estadounidense, fundador de varias misiones a lo largo de la costa de California. Píos asentamientos que luego fueron ciudades donde se celebra la Superbowl y se desatan los desórdenes callejeros. El campanario donde James Stewart sufría su vértigo incorregible es testimonio de aquellas andanzas de fray Junípero.

El rey de California es una película tontorrona que cuenta la obsesión de Michael Douglas -de su personaje, mejor dicho- por encontrar unas monedas de oro que los frailes españoles perdieron en su misión evangélica. El personaje de Douglas es un tipo bipolar al que su hija, encarnada por Evan Rachel Wood -y he usado mal lo de encarnada porque ella es un ángel del Señor- admira y odia a partes iguales. Es lo que tienen las personas bipolares, que son divertidísimas en las buenas pero insoportables en las malas. O los tomas o los dejas.



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Westworld

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Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.

    Westworld también ofrece otras actividades a sus clientes, como ir a buscar oro con los mineros, o adentrarse en las tierras salvajes de los indios. Pero los turistas, en su mayoría, prefieren quedarse en el poblado a descerrajar tiros y luego echar un polvo para aliviar la tensión. Alguno podría pensar que para este viaje no hacían falta tantas alforjas: que total, para disparar un arma, y satisfacer los bajos instintos, existen mil sitios en el mundo real que son más baratos que esta recreación casi almeriense de los poblachos ultramisisipianos. Pero no es lo mismo: la gracia de Westworld es que allí no rige ninguna ley -como casi no regía ninguna en el Far West original-, y que el turista, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana con sus residentes, que no son actores contratados como en el Tren de la Bruja, o como en la Casa del Terror, sino robots de alta tecnología que se prestan a cualquier abuso porque están programados para la indefensión, y además van armados con revólveres de fogueo.

    Westworld, aunque haya alcanzado la pericia biónica de los Nexus 6, en realidad es un asco de sitio donde todo se reduce, esencialmente, a que un turista borracho lo siembra todo de cadáveres y varios operarios salen por la noche con las mulillas como si de una corrida de toros se tratase. Plasma y arena. Un divertimento chusco y algo cañí. Y lo peor no es eso: lo peor es que Westworld, la serie, tampoco responde a las expectativas que crearon los articulistas en sus foros, y los amigos en sus recomendaciones. Será que estoy viviendo una mala época, o que la serie me ha entrado por un mal sitio del ojete. No lo sé.  Sólo la belleza de Evan Rachel Wood -que es tan hermosa que te funde los plomos metafóricos- me distraede la realidad amarga que oprime el pecho. Quizá no era el momento de ponerse a ver Westworld. A veces no falla uno, ni la serie, sino el contexto. 




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El luchador

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Nadie cambia. Las profecías vienen escritas en los genes como si fueran la palabra de Dios, y al final siempre se llevan a cumplimiento. Está la educación, sí, y la experiencia, y la influencia ambiental... Pero todo eso, que llena libros gordísimos, sólo sirve para retocar cuatro versículos de los menos importantes. Una menudencia estilística que no cambia el drama de fondo. El carácter está escrito en piedra y no hay viento ni lluvia que sea capaz de erosionarlo. El alma profunda de cada hombre es un asunto geológico, granítico, y los que dicen ser capaces de esculpirla, de destrozarla incluso con un martillo neumático, sólo son niños inocuos que pintan dibujitos sobre la superficie. Nadie cambia, y el que diga que ha cambiado miente. O se engaña a sí mismo. Y el que viva de vender esta idea sólo es un traficante de crecepelos. Un charlatán que allá en el parque de los locos, subido a su silla, grita sandeces junto a los que proclaman el nuevo Advenimiento de Jesucristo.

    Que se lo digan a Randy Robinson, "The Ram", la vieja gloria de la lucha libre que se va dejando el aliento, literalmente, en cada nuevo combate. Un perdedor de la vida -pero un campeón de los rings- que con cada nueva hostia verdadera o fingida se va quedando un poco más sordo y un poco más lerdo. Y lo que es peor: un poco más cerca del infarto definitivo, ahora que ya pelea con el costurón del bypass adornándole el pecho, y con el corazón arrítmico pegando botes de mucho preocuparse. 

    Pero qué va a hacer, el pobre Randy, si no nació para otra cosa, si lo único que le reconcilia consigo mismo y con su destino es la tensión previa de la lucha, el olor del linimento, el palpitar en la sienes. El plexo solar que se revuelve inquieto y animal. El aplauso del público cuando la hostia dada o recibida queda perfectamente coreografiada. La complicidad con los colegas, la ducha reparadora, la satisfacción de quien sólo sabe hacer una cosa en la vida, pero la ejecuta con la maestría de un veterano.

    Qué va hacer, el bueno de Randy, más que luchar y dejarse el cuerpo en las galas, en los apaños, en los revivals de lo viejuno, si su carácter puñetero le ha alejado de la hija que tanto amaba, y ahora ya está solo para siempre, muerto de asco en su caravana de mala muerte, tan bien intencionado como preso de sus defectos. Para qué seguir luchando fuera del ring. Para qué fingir ser un hombre que en realidad no se es. No hemos sido enviados a la vida para luchar contra los elementos. Sólo para llevar a término nuestro destino. Y ésa, por sí sola, ya es una tarea hercúlea. Muy jodida. Y muy poco gratificante. 


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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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Si la cosa funciona

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Tengo un amigo cinéfilo que de vez en cuando me saca a colación los chistes de Si la cosa funciona, la película de Woody Allen en la que Larry David, para hacer más creíble el romance, interpreta el sempiterno papel de judío neurótico. Para mi amigo, Si la cosa funciona es una obra maestra de la comedia, un referente continuo de sus filosofías humorísticas. "Cómo no te pudo gustar", me repite a todas horas, tú que eres tan amigo de Woody Allen, tan fanático de Larry David. Y yo, perplejo de mí mismo, nunca sé que responderle. Será que la vi en una mala tarde, me digo, como las de Chiquito de la Calzada, o en una mala noche, asediado por los fantasmas.

               Hoy, asediado por la incredulidad de mi amigo, acuciado por la incomprensión de mi propio espíritu, he decidido conceder una segunda oportunidad. Y la cosa comienza bien, la verdad, con Larry David soltando diatribas contra el género humano que son muy de mi agrado. Casi rompo a aplaudir en una o dos andanadas muy bien tiradas. Luego, como una Venus de Botticelli que hubiera cruzado los mares del tiempo, emerge de los fotogramas Evan Rachel Wood, que es una anglosajónica de belleza infartante. Con mi álter ego de protagonista, y mi mujer soñada de partenaire, Si la cosa funciona, efectivamente, funciona. Me doy cuenta, además, que nuestra primera cita fue en una versión doblada al castellano, no sé por qué razones, ni en qué trágicas circunstancias, y ahora, gracias a las voces originales, los personajes se hacen más interesantes y verosímiles.

                Vivo feliz durante tres cuartos de hora, reconciliado con mi hermano Woody, con mi primo Larry, hasta que la trama se enreda con personajes que ya no vienen al caso, ni hacen gracia, que sólo están ahí para robar minutos a las sabidurías misántropas, y a las hermosuras de Evan Rachel. Si la cosa funciona no ha funcionado del todo finalmente, pero ha funcionado mejor. Le debo una, a la insistencia de mi amigo. Y largas explicaciones, a los inquisidores de mi cinefilia, que todavía no entienden lo sucedido.



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La conspiración

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La conspiración es una película que los más veteranos del vicio ya hemos visto infinidad de veces. Ya hemos perdio la cuenta de los abogados que se enfrentan a la maquinaria corrupta del sistema judicial, cuando todavía son jóvenes e idealistas. ¿En qué se diferencia La conspiración de Caballero sin espada, o de Legítima defensa, o de Algunos hombres buenos, de La tapadera (¡otra vez Tom!) ¿O de, también, ese resumen demoníaco y paródico del subgénero que es Pactar con el diablo? En poco, la verdad. Sólo cambian los actores y los ropajes, y el delito en cuestión, claro, que es el macguffin irrelevante que permite a los guionistas desplegar la retórica didáctica del héroe solitario. Tan norteamericana ella.

En esta película dirigida por Robert Redford, el macguffin es el juicio contra quienes conspiraron en el asesinato de Abraham Lincoln. Más allá de la clase de historia, lo que realmente le interesa a Redford es soltarnos la pedagogía, la visión patriótica que él tiene de su propio país. No muy distinta a otros sermones mil veces escuchados, que hablan de Estados Unidos como una nación de Constitución modélica y democracia ejemplar, líder del mundo y ejemplo de las naciones. Aunque luego vengan las personas malas y los intereses oscuros -los comunistas- a sembrar el camino de piedras. Al final, la ideología de La conspiración, y sus muchas peliculas gemelas, americanas o no, se queda en discurso vacío y redundante. ¿O no es acaso España, entre los españoles de bien, la mejor nación del mundo? ¿O no lo es Croacia, también, entre los croatas bien nacidos?






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