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Gattaca

🌟🌟🌟


El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo. 

La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias. 

Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.

“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.



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El señor de la guerra

🌟🌟🌟 


Leyendo “1984” aprendimos que la guerra es el medio, y el armamento la finalidad. Y no al revés, como nos enseñaron en la escuela. 

Esto pasa mucho en la vida cognitiva: traslocar medios y fines, causas y consecuencias. De hecho, en “El señor de la guerra”, Andrew Niccol ofrece la misma versión que venía en nuestros libros de texto: primero se enciende el conflicto y luego se buscan las armas para dirimirlo. En esa versión equivocada de la realidad, el traficante de armas que interpreta Nicholas Cage es un hijoputa sin escrúpulos, pero también es verdad que si él no llevara los kalashnikov al campo de batalla otros lo harían en su lugar.

Andrew Niccol -por lo demás un cineasta sobradamente inteligente, como demostró al escribir el guion de “El show de Truman”- no parece haber entendido bien a George Orwell. Porque cuando leees "1984" es como si te cayeras del tanque blindado camino de Damasco. Como si te dieran un bofetón revelador que te pone la cara del revés. ¡Es la acumulación de armas, idiota! Cuando los almacenes ya no dan abasto con ellas y la producción industrial se ralentiza, los dueños del negocio usan al sociópata de turno para que refresque algún viejo conflicto fronterizo. Unas veces le pagan, otras le provocan, y a menudo le jalean desde algún foro internacional. ¿Alguien se cree que Vladimir Putin tiene verdaderos intereses en Ucrania..? Lo que pasa es que se le estaban oxidando los tanques en los hangares, nada más. El viejo nacionalismo panruso no es más que una excusa para explicarse enel telediario. 

La industria del armamento da de comer a millones de personas de un modo directo o indirecto. Si se demostrara que los teléfonos móviles matan por radiación de positrones, los mercaderes los seguirían fabricando porque la industria ya no puede detenerse. Y tratarían de convencernos de la bondad de los tumores cerebrales. Los mismos obreros cancerosos saldrían en manifestación para impedir el cierre de sus fábricas. Por el pan de sus hijos, y por las letras del apartamento.




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El misterio de Glass Onion

🌟🌟🌟

“El misterio de Glass Onion” fue la última película de estas navidades. De estas vacaciones de Navidad, quiero decir, que empezaron el 22 de diciembre con la confirmación de la pobreza y terminaron el 9 de enero con la celebración de la salud, Y lo escribo sin ironía, porque la salud sigue siendo el pilar que sostiene todo este tinglado: el de la vida y el de la escritura.

Han sido diecisiete días de comidas inapropiadas y de perezas insólitas en la cama. Alcohol no mucho: algún vino extra por los bares de León y una sidra El Gaitero para celebrar que habíamos llegado vivos a Nochevieja. Han sido diecisiete días de reencuentros familiares, de compras de libros, de torneos de billar por los garitos menos recomendables. No soy yo, sino el hijo, que me arrastra... También han sido diecisiete días colgado al teléfono, como Stevie Wonder, cantando “I just called to say I love you”... Y dos citas arrebatadoras. Y bici, mucha bici, ya que cerraron las piscinas y el tiempo atmosférico  acompañaba. He logrado -no del todo- el Equilibrio de la Lorza. Ir achicando a pedaladas las grasas que entraban en los dulces y en los guisos. Y en las tapas de los bares, donde nunca sirven brócoli ni compota de manzana.

Pero ya se me acabó este privilegio, este momio, este chollo. La inflación se está llevando mi sueldo de maestro, pero, de momento, los días de asueto permanecen intocados, como en los mejores tiempos del funcionariado. Y yo, puestos a elegir, lo prefiero así. Prefiero el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y la vida al sueño también. Y las películas a casi cualquier otro entretenimiento. Ha sido una Navidad muy fértil en ese sentido, pero muy frívola también. He visto mucha cuchipanda que tenía pendiente a la espera de ver las cosas más serias en compañía. “Glass Onion” ha sido la guinda que coronó el pastel. La cebolla que le dio el toque último al estofado. Una película divertida, tontorrona, imperfecta... También es verdad que yo soy un lerdo de campeonato y que jamás me cosco de quién es el asesino. La red está llena de gente muy inteligente, está comprobado.





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The last movie stars

🌟🌟🌟🌟

El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró. 

Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.

Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda. 

Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes: filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas, incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco de grima. 





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El hombre del norte

🌟🌟🌟🌟


Pues sí, queridos amigos, y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur, que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que llegan a la hora.

Qué cambió, qué genes se modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los  impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas. Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de pagar o de contratar.

Ay, los nórdicos... Confieso que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez. Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.





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Boyhood

🌟🌟🌟🌟🌟


Boyhood -como ya saben nuestros amigos de la cinefilia- es un experimento único que se rodó a lo largo de doce años, con los mismos actores, y las mismas actrices, aprovechando las coincidencias en sus agendas laborales o estudiantiles. Cada vez que se juntaban, estos amigos rodaban una nueva escena del guion, o le sugerían a Richard Linklater una improvisación que surgía en el tiempo de espera, ligada a sus propias biografías. Nunca hizo hacía falta caracterizar a nadie para añadirle unos centímetros de más, o quitarle unos cabellos de menos; para poner pelillos en el bigote o estirar la panza de sus padres, porque el mismo calendario -que no conoce rival en cuanto al Oscar al Mejor Maquillaje- ya se encargaba de poner a cada uno en su sitio.

Doce años, exactos, son los que tarda el niño Mason -y en paralelo, claro, el actor que lo encarna -en recorrer la distancia entre el uso de la razón y el ingreso en la Universidad. No es casual que la película empiece con Mason tumbado en la hierba, con seis años, abriendo los ojos como quien despertara al mundo. Porque antes de los seis años se vive, pero es como si no hubiera existido nada, un espacio brumoso, sin conciencia, sólo estampas sueltas y recuerdos confundidos. La última escena de la película es la de Mason mirando al primer de su vida, arrobado, con una sonrisa de tonto que todos hemos sufrido alguna vez. Este amor será, por supuesto, con el correr del tiempo, el primero que le parta el corazón y le rasgue las entrañas. Cuando te enamoras por primer vez, empieza, en cierto modo, la cuesta abajo, y tampoco es casualidad que la película termine justo ahí, al borde del abismo...

En paralelo a la vida de Mason, doce años separan la juventud de sus padres del inicio de su decadencia. En doce años -y muchos lo hemos constatado en la vida real- da tiempo a casi todo: a divorciarte, a reencontrar el amor, a volver a perderlo, a sufrir un susto, a engordar, a adelgazar, a quedarte sin energías, a recobrarlas, a volverte un cínico, a ver cuatro Champions insospechables del Madrid...  Y a ver, por supuesto, a nuestros hijos crecer -madurar, con un poco de suerte. Pero verles, en cualquier caso, abandonar la infancia y la adolescencia montados en un cohete espacial, en un rayo velocísimo. Un visto y no visto. Para un niño, doce años transcurren con la pesadez insondable de doce siglos, pero para sus padres, doce años son apenas doce minutos en el reloj. Te despistas un momento viendo la repetición de un gol, y cuando giras la cabeza para comentárselo a tu hijo, ya no está.




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Training Day

🌟🌟🌟

Aquí, en el colegio de Educación Especial, también existe el Training Day para los que aspiran a patrullar estos pasillos y convertirse en agentes de la ley educativa. Por estas fechas de la primavera, las candidatas al puesto -pues la mayoría son mujeres, en sesgo profesional que merecería sin duda una tesis doctoral- se presentan en las puertas del centro como Ethan Hawke en su primer día de detective, armadas con sus carpetas de reglamento y sus bolígrafos de alto calibre. 

    Aunque presuponemos que todas vienen bien formadas de la Loca Academia de Magisterio, son muy pocas las que han tenido contacto previo con alumnos discapacitados: las que ya conocen los saludos efusivos de los Down o a los desdenes gélidos de los autistas. La mayoría viene in albis, a verlas venir, o ha oído leyendas urbanas sobre alumnos que se sobrepasan, alumnas que se abalanzan, espontáneos que aparecen de sopetón por los pasillos. Así que pasan su Training Day con la guardia subida y los nervios en tensión, pegando respingos, saludando al aire, interaccionando torpemente con los niños que se acercan curiosos o se alejan indiferentes.

    En los viejos tiempos del colegio, yo hacía de Denzel Washington con las novatas que pedían conocer a mis alumnos, que en principio son los más problemáticos del elenco. Me ponía muy docto con ellas, y muy cínico también, dándomelas de profesor veterano que había sobrevivido a varios Vietnams educativos, con arañazos en las brazos y posos de sabiduría en el expediente. Un tutor de prácticas que conocía las triquiñuelas del oficio, los atajos, los santos remedios. “No hagas caso de lo que te enseñan en la Facultad, María, o Engracia, que ésta es la verdadera universidad del día a día…” “Una cosa es la teoría de los libros y otra la práctica de las aulas…” “Aquí quisiera ver yo a tus profesores de pedagogía, batiéndose el cobre, o dando el callo…” Gilipolleces por el estilo que ahora me da mucha grima recordar. Postureos de macho engreído como los del tal Alonzo de los cojones....



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El reverendo

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Que un sacerdote pierda la fe en Dios y siga ejerciendo su oficio no es un fenómeno tan extraño. El cardenal Martini le dijo una vez a Umberto Eco, o se lo hizo entender en un circunloquio, que en el Vaticano había muchos hombres que continuaban con sus carreras como un modus vivendi en el que Dios ya no era imprescindible. La Llamada del Señor les había puesto en camino, pero una vez desvanecida, el camino continuaba. 

    Quizá, en secreto, albergaban la esperanza de volver a escucharla al final de sus vidas, como una señal de radio felizmente recuperada. Tal vez, en sus celdas, consumidos por la duda y por la culpa, se dieron varios golpes en la cabeza cuando dejaron de sintonizar, como se hacía antiguamente con los televisores de culo gordo. Y una vez asumida la pérdida, optaron por dejarlo todo intacto, los hábitos y los votos, a la espera de novedades caídas del Cielo. El sacerdocio, después de todo, es un oficio como otro cualquiera, que da de comer y permite viajar si se emprende una próspera carrera. También existen maestros que han perdido la fe en la educación, y psicólogos que ya no creen en sus propias monsergas. Políticos -estos muchos- que se descojonan de su propio rebaño de votantes. No es una cuestión de cinismo, sino de supervivencia.

    A estos curas sin vocación yo ya les había conocido alguna vez en esta larga cinefilia. El padre Thomas de Los comulgantes, o el mismísimo padre Karras, de El exorcista. Incluso Antonio Ozores, en Los Bingueros, era un cura que ya sólo creía en el brazo incorrupto de San Nepomuceno, y en sus mágicas influencias sobre las bolas que salían del bombo. Pero sacerdotes que perdían la fe en la humanidad sin perder la fe en Dios -que seguramente es un problema todavía más grave- yo, al menos, hasta hoy, no había visto ninguno. Este reverendo al que interpreta Ethan Hawke no ha perdido la señal con el Más Allá, pero el Más Acá de los seres humanos le produce náuseas que ya no sabe cómo gestionar. Incluso el contacto con la mujer que lo ama se vuelve repulsivo y problemático. Al reverendo le domina el asco de un planeta contaminado, de unos empresarios avariciosos, de una Iglesia que admite a estos pecadores en su seno y encima les da palmaditas en la espalda, para recibir las donaciones.



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Predestination

🌟🌟🌟🌟

Para perpetuar las especies, los primeros seres vivos de la Tierra utilizaban la estrategia del autorreplicamiento para soslayar los equívocos del amor y sus quebraderos de cabeza. Los protozoos, en una especie de masturbación del núcleo celular, se dividían en tipos idénticos que garantizaban la continuidad de la especie, y se ahorraban tener que cortejar a la protozoa que vivía en la roca vecina: comprarle flores, invitarla al cine, a cenar, insinuar la última copa en el apartamento, antes de fusionar las membranas y mezclar los citoplasmas, que es como se echaban los polvos primigenios.

    Los antiguos protozoos, que fueron los verdaderos habitantes del Paraíso Terrenal, se copiaban a sí mismos en las tardes aburridas del domingo, cuando ya no tenían otra cosa que hacer, y con dos cocciones del ADN producían colegas idénticos con los que se iban de cañas y jugaban la pachanga del fútbol. Era un mundo sin complicaciones, básicamente feliz, pero evolutivamente desastroso. Sin la variedad genética que produce el sexo, cualquier virus, cualquier cambio en el ecosistema, arrasa poblaciones enteras de clones. Si cae el primer individuo, cae el último. Y así, tras varias extinciones que casi terminaron con la vida en el planeta, los protozoos decidieron que había llegado la hora de mezclar sus genes. De emparejarse con las enigmáticas protozoas para que las descendencias salieran variopintas y armadas con diferentes arsenales bioquímicos.

    Para que la vida siguiera, hubo que inventar el amor. Y el amor siempre es conflictivo y trabajoso, porque hay que amar, por definición, a otra persona, y no siempre se coincide en lo fundamental. Ni siquiera los hermanos gemelos tienen el consuelo de una coincidencia plena, de un amor sin espinas, porque siempre hay pequeñas mutaciones que los distinguen, leves erosiones del medio ambiente que los separan. Los únicos que pueden amarse a sí mismos de verdad, en quimérica comunión, son los viajeros del tiempo. Los que se reencuentran consigo mismos en una paradoja temporal y quedan enamorados de su imagen especular, como Narciso el de los griegos. O enamorados de su otro yo, pero cambiado de sexo, que también tiene su morbo -¡la hostia de morbo!-, y su reflexión filosófica.

    De todo esto, y de alguna cosa más, va Predestination.




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Antes que el diablo sepa que has muerto

🌟🌟🌟🌟

Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.

    Los hermanos son un auténticos decatlonianos de las afrentas contra Dios. No unos psicópatas al uso, ni unos amorales de campeonato, pero si unos chapuceros casi ibéricos, casi entrañables, que planean el asalto a la joyería de sus padres para pagar las deudas que los acucian. Deudas de drogas, el hermano mayor, que a uno se le cae el alma al suelo cuando ve al gran Seymour Hoffman drogarse en pantalla como lo hacía en la vida real. Y deudas de divorciado, el otro hermano, que no tiene ni un duro para pasar la pensión de su hijo, siempre en otras cosas, en otros rollos, el primero de ellos tirarse a su cuñada, que por ahí empieza la conculcación de los Diez Mandamientos, en el sexto, como suele suceder casi siempre.

    Luego, obviamente, cae el séptimo mandamiento en el asalto a la joyería  Al verse atrapados, en la vorágine del escapar, del tapar huellas, los hermanos HH asesinan a varios infortunados que se cruzaban por ahí. Es el incumplimiento del quinto. Es evidente que no aman a Dios sobre todas las cosas, porque si no no delinquirían. Es el 1º. Y al cagarse en Dios varias veces –o algo muy parecido- a lo largo del metraje, ensucian el 2º mandamiento de un modo irreparable. Los hermanos HH codician los bienes ajenos, sean estos materiales o carnales, y consienten -y se autoconsienten- muchos pensamientos impuros. El 9º y 10º son de cajón. Mienten, por supuesto, como bellacos, a todas horas, lo que es la caída del 8º. Y no hay que olvidar que los atracados son sus propios padres, a los que por tanto parecen honrar bastante poco. Ya han caído todos los mandamientos menos uno. El de santificar las fiestas. Y aunque el atraco se perpetra en día laborable, lo mismo podría haberse cometido en día festivo de apertura, con lo que ya tenemos el pack completo. La debacle es total. La lista de pecados se ha completado. No hay por dónde cogerlos, a estos dos hermanos de tragedia griega, de Pepe Gotera y Otilio. De película de los hermanos Coen pero sin sentido del humor. La última gran película de Sidney Lumet.




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Born to be blue

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Born to be blue -que es un biopic muy inteligente que nos ahorra los tediosos años de infancia y formación- recoge a Chet Baker en el punto más bajo de su carrera: drogadicto en rehabilitación, presidiario en libertad condicional, desmadejado en camas solitarias porque las mujeres ya no le soportan... Y desdentado, además, porque un maleante al que debe mucho dinero le ha partido la piñata en una paliza callejera. Sin los incisivos, Baker no puede soplar la trompeta, y sin la trompeta, Baker ya no es nadie, sólo un músico en paro, un don nadie más de la costa Oeste de los americanos. El jazzman blanco que un día soñó con destronar a Miles Davis y a Dizzy Gillespie, y que ahora tiene que ganarse las habichuelas, y cumplir las horas marcadas por el juez, tocando en locales de tercera división.

    Es aquí donde Born to be blue se convierte en una versión jazzística de ¡Qué bello es vivir!, pues si a James Stewart, en el momento máximo de su desesperación, se le aparecía el ángel para elevarle la autoestima, y hacerle ver que el mundo sería peor sin él, a Chet Baker, con más potra todavía, se le aparece un ángel mucho más hermoso y seductor, quizá un arcángel de los cuerpos de élite celestiales. Ella es Jane, admiradora del hombre y del artista, una mulata cuyo cuerpo quita el sentío y cuya bondad reconforta el espíritu. Jane, que además tiene más paciencia que el santo Job, acogerá a Chet Baker en su seno durante el día, y en sus senos, durante la noche, y beso a beso, y confianza a confianza, irá haciendo de él un hombre de provecho en las horas más oscuras. 

    Baker -al que da vida un inquietante Ethan Hawke que de chaval no tenía ni media hostia y que ahora saca un músculo interpretativo de asustar- se agencia unos piños postizos, cambia la embocadura de la trompeta, se agarra como un náufrago a las dosis de metadona... Con la ayuda de su arcángel particular, y de las recomendaciones de sus viejos amigos, Baker volverá a coger la forma y a presentarse en los clubs más selectos de Nueva York. Pero ay: Chet sólo es Chet Baker si la heroína recorre sus venas para agitar los dedos e improvisar las notas. Con la metadona, Baker sólo es un músico del montón con una novia de no merecer. ¿Tirará más la trompeta que el par de tetas? El drama está servido.



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Regresión


🌟🌟

Minnesota, en los últimos tiempos, desde que los hermanos Coen ambientaran allí Fargo –y eso que Fargo está en Dakota del Norte-, se ha convertido en el chiste recurrente de Norteamérica.  Cada vez que alguien quiere rodar una ficción de paletos con pocas luces, o de rústicos sin ninguna prisa, allá que van con las cámaras y los focos, como aquí íbamos a los secarrales castellanos en tiempos del cine franquista, a descojonarnos del labrador con boina, y de su mujer con dislalia. Ya incluso en las retransmisiones de la NBA, cuando juegan los Minnesota Timberwolves y algún jugador de la franquicia anda despistado en ataque, o merluzo en defensa, se escuchan algunas bromitas sobre el asunto: “Este tío parece sacado de Fargo, o nació en el centro mismo de Minnesota…”

      Esta semana, por esos designios de los hados, he visitado Minnesota dos veces. El primer viaje me ha llevado a Luverne, donde los personajes de Fargo 2 siguen haciendo de las suyas, bobos geniales los unos e inteligentes limitados los otros. Nada ha cambiado por esas tierras desde que los hermanos Coen establecieran el estereotipo. Y bien que lo agradecemos, la verdad, porque los espectadores nos seguimos descojonando con ese humor negro que ya es una Denominación de Origen. Ya dijo Cipolla que la estupidez era universal, pero allí, al parecer, en la rectilínea frontera con Dakota, existe un pico estadístico que es un filón para los guionistas.

         El segundo viaje astral a Minnesota lo he hecho con Regresión, la última película de Amenábar. Aquí los lugareños parecen algo más espabilados que en el universo de los Coen, quizá porque hay menos nieve y los andares son más rápidos, o porque hace menos frío y las cabezas parecen menos abotagadas. Los palurdos de Amenábar no cometen crímenes estúpidos que luego hay que ocultar durante diez episodios. No: a estos lugareños, cuando les pega el siroco, les da por celebrar ritos satánicos en un granero abandonado, sacrificando bebés y entonando salmos al revés. Luego, durante el día, cuando el ojo de Dios les pregunta, dicen no acordarse de nada, o recordarlo vagamente de una pesadilla. 

    Así las cosas, para resolver los crímenes, el pobre Ethan Hawke buscará ayuda en el hipnotizador de la comisaría (sic), un tipo que saca verdades del subconsciente con un metrónomo de cruz invertida (sic también). Y aquí me detengo, para no hacer sangre. Podría poner veinte sics igual de absurdos para subrayar las veinte demencias de este guión tan ridículo. No hay suspense en Regresión: sólo susticos, golpes de efecto, actores que nunca se creen las chorradas que van soltando por los páramos.



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Antes del atardecer

🌟🌟🌟

Nueve años más tarde, en el atardecer romántico de París, Julie Delpy sigue siendo la francesa más hermosa que pasea junto al Sena. Está más delgada que en el amanecer apasionado de Viena, más mujer, más contenida. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, le salen unas arrugas en el entrecejo que delatan sus treinta y tantos veranos sobre la Tierra. Temo que en la tercera película, la del anochecer en la costa griega, Julie ya no sea la mujer que siempre amé. Quisiera equivocarme, pero esas arrugas anuncian los tiempos venideros....


     Mientras yo me solazo en la belleza de Julie Delpy, los dos amantes siguen parloteando, incansables y verborreicos, sobre los avatares de la vida. Ahora tienen treinta y tantos años, viven con parejas estables, han sufrido las primeras decepciones que no tienen solución. Han conocido mundo, y se han conocido a sí mismos. Pero siguen siendo, en el fondo, los mismos triunfadores de la vida. Se mantienen guapos, en forma, optimistas. No conocen las canas, las lorzas, las primeras averías del quirófano. Se han llevado los batacazos inevitables, pero ni uno más. Ni han parado de follar ni han dejado de viajar por el ancho mundo, él promocionando sus novelas, ella fomentando el desarrollo sostenible. Son esbeltos y guays, atractivos y resolutos. No sueltan ningún taco cuando hablan, ni un triste córcholis, ni un inocente cáspita, y eso sólo se consigue desde la paz interior que produce envidia. 

    Uno, derrumbado en el sofá, entiende sus problemas y sus inquietudes: el tiempo que se acelera, el matrimonio que se fosiliza,  la batería que se agota. Pero no siento empatía por ellos. Jesse y Celine son demasiado ajenos a mi mundo, a mi experiencia. Yo soy plebe, y vivo con la plebe. Aquí, en la provincia, vemos fútbol, trasegamos cañas, cultivamos la barriga, decimos "hostia" y "mecagüen la puta" a todas horas. Nuestras mujeres no se parecen a Julie Delpy. Ningún hombre se parece a Ethan Hawke ni en la rabadilla. Jesse y Celine, vistos desde la penumbra de mi salón, parecen extraterrestres, seres humanos de otro planeta, de otra existencia.




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Antes del amanecer

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Antes de amanecer yo tenía la misma edad que sus protagonistas, y atendía sus diálogos como quien está compartiendo un café interesante con los amigos. Me sentía partícipe de una película escrita para la gente de mi generación, aunque Ethan Hawke y Julie Delpy fueran guapos, cosmopolitas, plurilingües, viajaran por el mundo en trenes que pagaban sus papás millonarios. Yo, mientras tanto, en la sala de cine de Invernalia, seguía siendo feo, provinciano, y sólo hablaba castellano, y nunca había viajado más allá de Barcelona.


     Mientras duró la proyección mantuve los ojos bien abiertos, y las orejas bien estiradas. Quería aprender los secretos de estos triunfadores que estudiaban en universidades cojonudísimas, tenían examores de altos vuelos, y eran capaces de superar cualquier contratiempo con una sonrisa en la cara y un morreo a orillas del Danubio. Hawke y Delpy, en su recorrido nocturno de la Viena enamorada,  filosofaban sobre el compromiso, sobre el arte, sobre el tránsito de la vida, y yo apuntaba mentalmente algunos diálogos para luego soltarlos en mis círculos ibéricos, mucho menos sofisticados. De lo que contaba el personaje de Hawke me iba enterando más o menos, pero de lo que decía ella, Julie Delpy, no entendía realmente ni papa, porque Julie era la mujer más hermosa que yo había visto jamás, la traducción exacta de mis sueños, y yo sólo tenía sentidos para su belleza sin par.

       Hoy, casi veinte años después, he vuelto a ver Antes de amanecer. Hawke y Delpy siguen teniendo veintitrés años y toda la vida de la gente guapa por delante. Uno, en cambio, atrapado en la corriente nauseabunda de la realidad, ha superado ya los cuarenta años y sigue siendo feo, y provinciano, e incapaz de entender dos frases seguidas en inglés. Esta incapacidad auditiva, o quizá mental, de comprender cualquier idioma que no sea el castellano, me impide aventurarme más allá de los Pirineos, o más allá del río Miño, por temor a hacer el ridículo, o a morirme de hambre a las puertas de los restaurantes. Podría viajar a México, o a Sudamérica, a parlotear con mis primos lejanos de la lengua cervantina, pero son países donde siempre hace calor, y sobrevuelan los mosquitos, y procesionan las vírgenes y los cristos, y sólo tal vez en la Patagonia se sentiría uno como en casa, abrigado por el frío y solitario en la sociedad. 





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