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Ser o no ser

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Carole Lombard fue una de las actrices más guapas que iluminaron una pantalla de cine. A mi padre le gustaba tanto que siempre la citaba cuando recordaba sus tiempos de cinéfilo juvenil, en las salas de León. A ella y a Hedy Lamarr, el muy tunante. 

Sin embargo, para el público más joven y provinciano, Carole Lombard sólo protagonizó dos películas dignas del recuerdo: “Al servicio de las damas” y “Ser o no ser”. Tampoco le dio tiempo a rodar mucho más: con 34 años, al poco de empezar la II Guerra Mundial, sobrevolando de acá para allá los Estados Unidos para recaudar bonos de guerra, su avión se estrelló cerca de Las Vegas con otras veintitantas personas, entre ellas su madre. Cuentan que Clark Gable, que entonces era su marido, quedó roto para siempre. La gente guapa puede tener a quien quiera y no necesita enamorarse. Si Fulano no me desea, pues mira, tengo a Mengano. Pero las estrellas, ay, a veces se enamoran, y puede que ese vínculo, por innecesario, y por estar rodeado de tanta belleza, sea más inquebrantable que el amor de los mortales, 

Carole Lombard ni siquiera llegó a ver el estreno de “Ser o no ser”. Si todos los que participan en la película ya son fantasmas del celuloide, ella, pobrecita, ya es casi un fantasma dentro de la película, casi una transparencia o un ser angelical.

Aunque lo parezca por el título, la película de Lubitsch no es la enésima versión de Hamlet para el cine. En 1941, lo que olía a podrido no estaba en Dinamarca, sino en la Alemania renacida de Adolf Hitler, que ya se había hecho con  casi todo el continente. Lubitsch, como Charles Chaplin en “El gran dictador”, prefirió hacer comedia con el drama y le salió una película inolvidable  que resiste el paso del tiempo como una esfinge de Varsovia. En 1941 Hitler “sólo” era un hijoputa y un megalómano con bigote. Hubo que esperar a 1944 para que el Ejército Rojo descubriera los primeros campos de exterminio y Hollywood comprendiera que ya no se podían hacer más comedias con el tema. Se tardaron décadas en retomar los chistes y las cuchipandas.





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Ninotchka

🌟🌟🌟🌟


Siendo yo muchacho, en León, en la Academia Cinematográfica de los Jóvenes Comunistas -la añorada ACJC- los comisarios políticos nos enseñaban que la camarada Yakushova era una traidora a los ideales del Partido. Ninotchka, la mujer, era un mal ejemplo para los jóvenes en formación; así que “Ninotchka”, la película, formaba parte del Índice de Películas no Censuradas pero sí Muy Poco Recomendables. El también añorado IPC-MPR...

Los maestros bolcheviques no eran como los inquisidores de los católicos: ellos no nos prohibían, pero sí desviaban nuestra atención, o nos advertían de los peligros. “Ninotchka”, en caso de que algún día cayéramos en la tentación, había que verla junto a un adulto que nos ayudara a digerir tamaño delito de sedición. Un comunista veterano que nos secara las lágrimas, que apaciguara nuestra ira, que nos consolara con la historia de alguien que hizo el viaje contrario en el mapa ideológico de Europa: alguna tovarich que pudiendo vivir como una princesa en París se decantó por compartir habitación con cuatro camaradas en el invierno de Moscú.

Pero yo, ay, no tenía adultos comunistas con los que ver “Ninotchka”, porque en mi familia todo el mundo era anarquista o simpatizante de Fraga Iribarne -los malditos extremos ideológicos. Y además, Carlos Pumares, en la reaccionaria Antena 3 radio, insistía en que la película de Lubitsch era una obra maestra que ningún cinéfilo, comunista o no, debía perderse. Así que una noche -supongo que en algún ciclo exquisito de La 2- cedí al vicio solitario de su luminosa contemplación. 

Y tengo que decir que nuestros maestros tenían razón: porque ver “Ninotchka” sin la guía de un adulto introdujo en mí la primera sombra de una duda. ¿Fue entonces cuando dejé de ser un católico soviético romano para convertirme en el socialdemócrata escandinavo que aún sigo siendo? Puede ser. Esa noche descubrí que yo era cinéfilo antes que comunista, y enamoradizo, antes que censor. Sentí, en los adentros insondables pero muy verdaderos de la tripa, que la camarada Yakushova había hecho lo correcto abandonando su patria para echarse en brazos de su amante. Entre el amor y la Revolución, lo correcto es elegir siempre el revolcón.





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El bazar de las sorpresas

🌟🌟🌟

Antes de que los americanos inventaran Tinder o Meetic, los corazones solitarios que no iban a bailar se conocían en las agencias matrimoniales, que eran las oficinas de empleo para el amor. “Hombre formal busca mujer limpia y cariñosa para fines serios...”. 

Recuerdo que en León había una oficina medio clandestina allá por la Gran Vía de San Marcos, que entonces se llamaba Avenida de José Antonio. Nunca entré en aquel portal porque nunca lo necesité: primero porque me casé demasiado pronto, y luego, cuando me descasé, porque la revolución del amor ya había llegado a los ordenadores y a los teléfonos móviles. Ahora es tan sencillo como responder a unas cuantas preguntas, subir una foto y sacar la tarjeta de crédito de la cartera. Tan complicado como encontrar una aguja en un pajar, una media naranja en el limonar, un arquero de Cupido que no dispare borracho hasta las trancas. 

A mi hijo le hablo de aquellas empresas de colocación y todo le suena a chino mandarino, como una cosa analógica y preindustrial. Así que ya no le cuento que antes de las agencias matrimoniales existieron los anuncios por palabras en los periódicos y en las revistas. “Caballero viudo con buenos ingresos busca mujer hacendosa para emprender una nueva vida en común...” Te buscabas un pseudónimo, consignabas un apartado de correos y rebuscabas en “Las 1001 mejores poesías del castellano” alguna que no estuviera demasiado resobada.

Así es como se conocen, por ejemplo, James Stewart y Margaret Sullavan en “El bazar de las sorpresas”, enviándose cartas donde ambos demuestran su sensibilidad y su inteligencia. Y, sobre todo, su disposición para enamorarse. “Llevaré un clavel en el ojal y un tomo de Ana Karenina en el regazo...”. Lo típico, vamos. 

Ellos, sin embargo, no saben que ya se conocen en la vida real. Es más: que son compañeros de trabajo y que se tienen un asco muy educado y distante. Y es que la literatura, como nos pasa a todos, les embellece y les disimula. Cuando escribimos cosas bonitas no estamos mostrando el alma verdadera, sino engatusando al personal.




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La octava mujer de Barba Azul

🌟🌟🌟


A Michael Brandon no hay mujer que lo aguante: es un tipo torpe, medio autista, obsesionado con el trabajo y con los horarios. Pero es muy alto, y guapetón, tanto que se parece mucho a Gary Cooper, que ya está en los cielos. Y lo más importante de todo: está forrado. Sus inversiones en la bolsa de Nueva York van viento en popa a toda vela. No cortan el mar, sino que vuelan. Presumimos que bajo la fortuna de Michael Brandon, apisonados en los cimientos, hay un montón de familias depauperadas y medio muertas de hambre. Pero esto es una película de Ernst Lubitsch y aquí se viene a ver una comedia romántica de las de antes, con puertas que se abren y se cierran para dar a entender que hay escarceos sexuales.

Michael Brandon no es el Barba Azul de los cuentos, ni el Enrique VIII que dicen que inspiró al personaje de Perrault (gracias, Wikipedia). Brandon no asesina a sus mujeres y luego las guarda en un desván: simplemente se divorcia de ellas y después las indemniza con un pastizal. A él no le importa demasiado el dinero, y además no sufre el mal del romanticismo. Brandon sabe que las mujeres se encaprichan de él del mismo modo que él se encapricha de ellas, y que en estos niveles de la abundancia y de la belleza, el amor no es más que un juego alegre de encuentros y despedidas. El romanticismo es una enfermedad que solo padecemos los pobres y los feos, que siempre preferimos el pájaro en mano a los ciento volando.

Es por eso -porque el suyo es un espíritu libre y jovial- que cuando Michael conoce a la pequeña pero guapísima Nicole, no se enfada porque ella sea una buscavidas sin disimulos. Michael y Nicole se casarán con el único objetivo de pasárselo bien durante unas semanas y luego divorciarse. Ella obtendrá el dinero y él mantendrá su reputación de hombre insumiso. Con lo que no contaban - ay, pobres tortolitos- es que la sinceridad es el afrodisíaco más potente que existe, capaz incluso de contrariar la voluntad de los amantes más egoístas y casquivanos.


                             


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Lo que piensan las mujeres

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En El sentido de la vida, los Monty Python mareaban la perdiz con muchos gags inolvidables para luego, en la última escena, confesar que el sentido de la vida es una cuestión irresoluble, quizá un auténtico engañabobos, y que mientras dure la fiesta hay que divertirse mucho, follar, comer sano, portarse bien con los demás, y no pensar demasiado en la trascendencia. El recetario simplón, pero sincero, que podría ofrecernos cualquier libro de autoayuda.

    Lo que piensan las mujeres es una película de Ernst Lubitsch que prometía resolver el otro gran misterio de la vida. El más desconcertante de todos, quizá, y también el más cotidiano. El que ha inspirado durante siglos las novelas, las poesías, las pinturas, las sinfonías... Un montón de películas, también, que rodaron cineastas enamorados de Pepita o de Mary Elizabeth. Porque al fin y al cabo, lo del sentido de la vida es una cuestión que sólo ocupa a los filósofos, y a los onanistas, pero saber qué piensan las mujeres cuando nos miran así o asá, nos aceptan o nos desdeñan, nos escriben en las redes o desaparecen tragadas por la tierra, es un asunto que nos trae locos a los hombres desde los tiempos del australopiteco. De colegir sus intenciones depende la supervivencia de nuestros genes, y la salud de nuestro ego, y tales asuntos, por supuesto, no pueden desdeñarse así como así, como el sentido de la vida, que después de todo no es más que una paja mental, inorgánica y etérea.

    La película de Lubitsch también marea mucho la perdiz para luego dejarnos como estábamos. Su título, por supuesto, sólo era un estratagema comercial, y además la película es muy viejuna, de hace 80 años, y si hubiera ofrecido una respuesta satisfactoria digo yo que nos habríamos enterado.  De lo que piensa Merle Oberon cuando ama, rechaza y luego vuelve a amar a su marido, sólo vemos las conductas observables. Lo que pasa por su cabeza es una caja negra insondable, quién sabe si un revoltijo de emociones, o si una inteligencia superior que se nos escapa. Los hombres somos tan simples... En la película, como en la vida real, los tipos que la cortejan sólo quieren acostarse con ella. Por lo menos una vez. Luego, el amor  dirá...




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