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Lo que queda del día

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"Lo que queda del día" es una obra maestra que siempre me jode el día cuando la veo. Supongo que me puede más la belleza que el desasosiego; el masoquismo de lo artístico que la paz de los insensibles.

No llego al llanto porque soy un machote ibérico y ridículo, pero siempre me pica la garganta cuando el señor Stevens, en la escena crucial, sorprendido en la lectura como si estuviera desnudo bajo la ducha, no le confiesa a la señorita Kenton que la ama. El mayordomo Stevens tardará veinte años en reunir otra vez el coraje, la gallardía, casi la honestidad, de confesarle sus sentimientos. Pero entonces ya será demasiado tarde y el destino se tomará su justa venganza. Es muy verdadero eso de que los trenes -los decisivos, los de larga distancia, no los cercanías ni los regionales- solo pasan una vez por la vida.

Cuando se cruza con Emma Thompson por los pasillos de Darlington Hall, Stevens finge ser medio autista o medio eunuco, quizá un asexual de esos ya tan raros por el mundo. Pero su trato distante sólo es un muro de defensa para no alimentar falsas esperanzas. Por la noche él la imagina desnuda para conciliar el sueño, y luego, por la mañana, se entrega al trabajo compulsivo para sublimar los instintos testiculares. Lo suyo no es dedicación, sino el abc del psicoanálisis.

El señor Stevens balbucea en el momento clave de la película. Se pone nervioso, cambia de tema, se balancea peligrosamente en la punta de su lengua, como un saltador de trampolín asustado. He visto la película seis o siete veces y siempre pienso que está a punto de arrancarse. Que le va a decir “te amo” aunque sea tartamudeando y con las tripas cocinando una cagalera. Un “te amo” que cambiaría su vida para siempre... Pero al final, como hacía yo en el instituto, como sigo haciendo todavía de mayor, Stevens se traga las palabras decisivas porque piensa que va llevarse un hostión definitivo, de los de no morirte del todo, que son los peores de todos. 

Stevens prefiere imaginar universos alternativos, inventarse excusas, refugiarse en la autocompasión. El señor Stevens ha decidido que es mejor vivir con la duda y vagar como un prefantasma por la mansión de los fantasmas.





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Sentido y sensibilidad

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Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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Cruella

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Empiezo a ver Cruella en el ordenador -sí, en el ordenador, pirateada, tumbado tan ricamente en la cama, porque a ver quién es el guapo que se mete en un cine rodeado de adolescentes con teléfonos móviles- y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué coño estoy viendo Cruella. En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco, veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese rollo.

Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!, allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!, Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa, haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como la medida de su alma, supongo.

Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije digo, o viceversa, y puse Cruella en el ordenata para dejarme llevar por el artificio americano y el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada, comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada, algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué el ordenador y me puse a leer para conciliar el sueño. En mis párpados cerrados todavía flotaba la belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.





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Years and years

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Years and years... Años y años... Esta serie británica -que los tunantes del markéting venden como un Black Mirror bañado en sentimientos- es tal cual el Cuéntame de los Alcántara, pero con fish and chips en lugar de paellas de la abuela. Y con telediarios de la BBC, en vez de Nodos de Franco, y Urdacis del PP. Aquí, además, como el patriarca de la familia Lyons nunca aparece en escena, porque se fue hace años con otra mujer, no hay nadie que diga cada dos por tres: “Me cagüen la leche, Merche”. Ni siquiera “I’m defecating on the milk, Dorothy”. Pero por lo demás, el mismo melodrama familiar. El mismo culebrón de sobremesa, o de sobrecena, reducido a tamaño de viborilla: seis episodios que aun así se hacen tan largos como una anaconda, de las que te oprimen el pecho, y te inducen a bostezar.

Los Alcántara, en Cuéntame, llevan tanto tiempo transitando por nuestra historia, que cualquier día van a pasarse al futuro para mostrarnos la llegada del Imperio Chino, y la Reconquista española de la ultraderecha, que no empezará en la Cueva de Covadonga, sino en las puertas del Zendal, con jeringuillas de vacunación que se volverán contra la marea blanca, como las flechas se volvieron contra los mahometanos. Ya sabemos que Eolo, cuando sopla, siempre está con los españoles de bien. En fin: serán cosas mías...  

La serie británica -que, por cierto, muestra a una arpía triunfadora muy parecida a Isabel Díaz Ayuso- sí da ese salto temporal para mostrarnos a la familia Lyons sobreviviendo a los años veinte de nuestro siglo. Tan locos como los veinte del siglo pasado, pero en otro sentido. Si Al Capone y el Gran Gatsby se ponían tibios a beber, a bailar y a retozar con bellas señoritas mientras la bolsa rumiaba su desplome, ahora, cien años después, lo que se desploma es directamente nuestro planeta. Y en el río revuelto de las tempestades, de las inundaciones, de los flujos de migración que buscan agua potable o raíces para comer, ya sabemos quién sale ganando. Y quienes son los gilipollas que los votan. Ya no hacen falta Tejeros disparando en el Congreso. Ahora basta con poner en el cartel electoral a una inculta sin complejos.



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Regreso a Howards End

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Marx dejó escrito en sus profecías que la primera revolución estallaría en Gran Bretaña o en Alemania, porque sólo allí, en los países industrializados, los obreros constituían una masa crítica que haría explotar la bomba como átomos de uranio bien apretujados. El resto de Europa, España incluida, era un territorio feudal que se dedicaba a la agricultura, a la manufactura chapucera y a la misa del domingo en las iglesias donde los curas ya advertían del peligro de los rojos, y explicaban a sus feligreses que el compromiso de Jesús con los pobres sólo era una metáfora de los evangelistas -los “pobres de espíritu”, o los “pobres de corazón”- nada que ver con las miserias materiales ni con la esclavitud de los trabajos. Que el fantasma que recorría Europa finalmente se hiciera carne y fuego en la Rusia ignota de los zares, vino a decir que Marx era un gran pensador y un gran economista, pero que en cuestiones de futurología quedaba a la altura poco respetable de Michel de Nostradamus. Pero quién iba predecir -eso hay que concedérselo- el empecinamiento estepario del señor Vladimir, el exceso sanguinario de la I Guerra Mundial, el agusanamiento de la carne en las cocinas del acorazado Potemkin…



    Para prevenir el incendio que finalmente prendió tan lejos de sus costas, las élites británicas tuvieron que reprimir algunas manifestaciones y fusilar a unos cuantos recalcitrantes, pero su estilo, tan gentleman, tan poco continental, prefirió establecer un cordón sanitario con los obreros, más pacífico y paternalista. Matarlos a trabajar, reducirlos en sus guetos y entretenerles los domingos con el invento del fútbol y del rugby. Y responderles, si se acercaban a pedir un penique, o a tocar los cojones a la entrada del teatro, con el desprecio sonriente de las sangres azuladas. Ignorarlos desde la distancia aristocrática de sus mansiones en la campiña. Regreso a Howards End cuenta la historia de un pobre que viene a incomodar la pacífica existencia de los Wilcox y los Schlegel, dos familias de toda la vida que hasta entonces sólo se ocupaban de cuidar sus rosales, limpiar su cubertería, y buscar buenos matrimonios que incrementasen sus haciendas. Una de las Schlegel se enamorará del pobre, otra se apiadará de él, y sir Anthony Hopkins, con cara de no entender nada, preguntará al servicio quién coño ha dejado entrar en sus posesiones a semejante mosca cojonera.



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The Meyerowitz Stories

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No existe el gen único de la creatividad. Las personas que escriben los libros, pintan los cuadros y marcan los goles inolvidables poseen una combinación única de genes que interactúan entre sí. Una combinación de la bonoloto que lleva el premio gordo de eso que llamamos el talento.

    Harold Meyerowitz, que es profesor de arte y escultor de cierta fama, no ha podido transmitir el talento artístico a sus tres hijos. Algún gen indispensable se perdió en las combinaciones genéticas de la concepción, y sus vástagos, nacidos de tres madres distintas, crecieron sin el don de crear formas a partir de los materiales. Quizá por eso, porque Harold Meyerowitz siente una secreta decepción por sus vástagos, o quizá porque es un tipo más bien egoísta y poco afable, la relación que mantiene con ellos es distante en las geografías y lejanísima en los afectos. 

    Pero las familias americanas, aunque se rehúyan, aunque hagan todo lo posible por no coincidir, tarde o temprano se ven abocadas al reencuentro cuando llega la Navidad, o el día de Acción de Gracias. O, como en el caso de la película, cuando al pater familias le dedican una exposición en homenaje a toda su carrera. The Meyerowitz Stories es una fina comedia sobre reproches entre padres e hijos. Sobre desencuentros entre hermanos y hermanas. Tan fina que a veces no soy capaz de seguir los trazos y los caminos, y me pierdo un poco en la prolijidad de los diálogos. Como si no terminara de cogerle el chiste o el drama. Como si me riera donde no debo y me emocionara donde hay que descojonarse. 

    Pero esto, que es una cosa bastante incómoda, como de ir quedando como una panoli escena tras escena, me sucede en todas las películas de Noah Baumbach. No termino de pillarle el truco a este cineasta. Sus películas son distintas, extrañas, de actores y actrices que casi siempre bordan sus tontunas, y por eso recaigo en ellas una y otra vez. Siento, además, de un modo bastante imbécil, porque en realidad nunca he estado allí, que regreso a casa cuando los personajes pasean por el Nueva York intelectual y algo bohemio que también sale en las películas de Woody Allen. Pero con Allen me une una complicidad instantánea que es casi fraternal, casi instintiva. Con Noah Baumbach, en cambio, todavía estoy muy lejos de ese entendimiento. Tal vez algún día, si persevero...



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Saving Mr. Banks

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En esta cinefilia glotona que de todo consume y de todo saca provecho, uno de mis géneros preferidos es el cine que habla del propio cine. El metacine, podríamos decir, si uno se llamara Juan Manuel de Prada y escribiera prestigiosos artículos en periódicos importantes. Cuando veo una película que cuenta cómo se hizo otra película, mi alma de curioso se asoma a la ventana para no perder detalle del proceso creativo que construyó un clásico o una obra maestra. Ya he dicho muchas veces que a uno le fascina contemplar el trabajo de las mentes inteligentes, tan distintas de ésta que malescribe las soserías en el diario.




            Saving Mr. Banks es la historia -edulcorada y muy libre- de cómo Walt Disney convenció a la escritora P. L. Travers para llevar su novela Mary Poppins a la gran pantalla. P. L. Travers, dama seria y estirada, odiaba el alegre universo de Disney y sus dibujos animados. Sus películas le parecían frívolas, comerciales, infantiles. Siento ella tan británica, en general todo lo americano le parecía banal y prescindible. Ella escribía cosas profundas, importantes, como un Juan Manuel de Prada con faldas que viviera en Londres y tomara el té siempre a las cinco. Ella deseaba una adaptación de Mary Poppins muy alejada de lo que luego resultó ser el clásico que todos recordamos. No quería canciones, ni dibujos animados, ni mensajes optimistas. Le horrorizaban los decorados y los diálogos. No quería, bajo ningún concepto, que apareciera el color rojo en la paleta de colores. Ella quería drama, austeridad, tonos oscuros. Saving Mr. Banks es una película bonita y de mucho provecho, pero es algo confusa en estas explicaciones, porque el espectador no acaba de entender que esta mujer llegara a ponerse en manos de Walt Disney si esos eran sus planteamientos irrevocables. No quería, para empezar, a un actor cantarín y saltimbanqui como Dick Van Dyke, y abogaba por la presencia de un Richard Burton o de un Peter O’Toole que le confirieran gravedad a su personaje. Creo que no desvelo nada si digo que a la pobre señora la engañaron como a una tonta, tan lista como se creía.



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