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La consagración de la primavera

🌟🌟🌟

Hablando de consagraciones de la primavera, Laura no es tan guapa como la Venus de Botticelli. Pero tiene su punto. Laura es maja, medio rubia, con unos ojazos como de dibujo japonés. En el campus universitario debería de apuntarse muchas conquistas sexuales. Deshacer una cama tras otra para descubrir su cuerpo y el cuerpo de los demás. Ir cogiéndole el tranquillo al asunto del placer. Acumular gozos y experiencias. Perder el miedo y ganar la desvergüenza. Desacomplejarse. Aprobar con nota esta otra asignatura de la vida.

 Laura, de hecho, empieza la película acudiendo a una fiesta de tanteos. La típica del piso de estudiantes, con sus vasos de plástico y su música cañera. Y sus miradas oblicuas, y sus sonrisas de galanteo. Pero está claro, desde el primer fotograma, que Laura no se adapta. Que algo no va bien en su sexualidad de universitaria, que debería desbordarse lejos de la casa de sus padres, que viven en Manacor. Luego descubriremos que Laura vive en una residencia de estudiantes con horarios estrictos y crucifijos por los pasillos, y que quizá ahí, en una infancia regida por unos padres que predicaban la culpa y el infierno, radique gran parte del problema.

 Sin embargo, en esa misma fiesta, Laura conocerá a David, que es un chico con parálisis cerebral necesitado de placer. David, que vive postrado en una cama, contrata a prostitutas para que le desfoguen los instintos. Una sesión semanal, los jueves, por 50 euros. No sé qué pensarán las exaltadas de Podemos de esta transacción... A mí me da igual, aunque les siga votando. Cuando Laura descubre estos tejemanejes se ofrece ella misma a acostarse con él. Ella le dará sexo a cambio de dinero, sí, pero también el cariño que no le ofrecían las demás. Con ella habrá sesiones de charleta tras la eyaculación: risas, música, confidencias... Algo, quizá, demasiado parecido a un noviazgo.

 Lo que está claro es que a Laura no le amarga un pene. Que no van por ahí los tiros de su timidez. Que su parálisis no procede del asco, ni de la tirria, ni de la vergüenza judeocristiana. Que quizá, simplemente, para encamarse, necesita sentirse enamorada.





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La Zona

🌟🌟🌟

El carbón ya no alimenta el corazón de las centrales térmicas. El cambio climático ha secado los saltos de agua que movían las turbinas. Cuatro hijos de puta se llenan los bolsillos para que los aerogeneradores estén donde no deben o sean insuficientes para responder a la demanda. Un nuevo portaaviones de los americanos se ha plantado en el Golfo Pérsico para subir el precio del petróleo hasta precios inasumibles. Otra vez el barril de Brent por las nubes y otra vez que no nos explican quién coño era Brent, o dónde narices está Brent. 

Acogotado por la crisis energética, el gobierno español ha decidido desdecirse de sus promesas y se ha lanzado a la construcción de centrales nucleares que alimenten nuestros televisores y nuestros cargadores para los móviles, como los franceses y los finlandeses, que por otro lado parecen pueblos muy civilizados, muy razonables, para nada chapuceros como los soviéticos de Chernóbil. España, además, no ha visto un tsunami en su puta vida -lo más parecido la galerna del Cantábrico, o el encabritamiento de Gibraltar- así que el fantasma de Fukushima no asusta demasiado por estos lares del Mediterráneo.

    Hay, por supuesto, debate político, y protestas en la calle, y jóvenes que se encadenan a las verjas de las centrales, hasta que un día -porque esto es España, y no Francia ni Finlandia- alguien se deja el grifo abierto, o la grieta sin reparar, o escamotea la densidad del hormigón para ganarse un sobresueldo y llega el escape fatal en Fukushima de Onís, o en Chernóbil del Narcea, y se monta la de Dios es Cristo.  Y nos hacen una serie con la trama....

Cuando la radiación llega hasta la cueva de la Santina, algunos profetas anuncian el fin de los tiempos, o el regreso de los musulmanes reconquistados. Muchos kilómetros a la redonda se vuelven inhabitables para la fauna humana y animal, convirtiéndose en un agujero negro de Google Maps llamado La Zona. Pasado el primer susto, y acotado el primer perímetro, regresarán al ecosistema podrido las hienas y los buitres, pero no los bichos peludos, ni las aves emplumadas, sino los bípedos andantes que sacan tajada de cualquier desgracia que se presente: los mafiosos de la chatarra, los explotadores del jornal, los contratistas del gobierno, los políticos de la medalla… Demasiados enemigos para el inspector Uría, que no vive sus mejores días en lo personal, y que se arrastra con cara de muy mala hostia por los andurriales .



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Julieta

🌟🌟

A mí me gustaba mucho el Almodóvar de las primeras películas, con aquellos personajes libérrimos que hablaban con la espontaneidad de las barriadas, y el vocabulario de los suburbios. Y aunque sus desventuras casi siempre sexuales u homosexuales eran una exageración de folletín, o de carnaval, yo me los creía como a un vecino de toda la vida, como a un colegui del instituto que se hubiera metido en parecidos berenjenales.

    En los últimos tiempos, sin embargo, con la única excepción de Volver, las películas de Almodóvar son una sucesión de altas damas de nuestro teatro, o de nuestro cine, que se ponen muy intensas para recitar textos literarios que nadie en su sano juicio utilizaría para expresarse. Todas ellas tienen un algo de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, afectado y aberarnte. Es muy posible que los relatos de Alice Munro sean cojonudos, pero su efecto literario en boca de las chicas Almodóvar suele ser ridículo, lamentable, como de mal culebrón de la sobremesa, y la película en cuestión se convierte en motivo de burla para los enemigos ancestrales de don Pedro. 

    Otras veces, como en Julieta, esta incongruencia teatral no molesta especialmente, quizá porque las actrices se curran el esperpento, y salen airosas del compromiso, pero el efecto dramático se pierde por completo, y el drama que tenía que conmovernos y arrancarnos la lágrima se queda en la piel sin traspasarla, como si los personajes nos lanzaran miguitas de pan, y no flechas puntiagudas, ni lanzas oxidadas. Sólo la canción final de Chavela Vargas suena auténtica y sincera, y redime, en parte, la decepción repetida de los noventa minutos anteriores.



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Tierra

🌟🌟

Hay películas que a los pocos minutos ya se descubren como insufribles. Provocadoras fulminantes del bostezo. Tierra es una de ellas. Debí abandonarla justo tras la primera escena, cuando Carmelo Gómez, el desparasitador llega a la comarca y se encuentra a un pastor de ovejas herido en el monte, fulminado por un rayo, y en lugar de socorrerle, de montarlo en el coche, de llamar a la ambulancia que el gobierno autonómico todavía no ha suprimido, se lanza, con la aquiescencia estúpida del moribundo, a filosofar sobre la unión eléctrica y mística con la nube en el momento de la descarga. Sobre la espiritualidad inmanente de los electrones en la atmósfera. Sobre el aromático esplendor de un cagada de pato que abonará los campos sembrados de vides en la primavera. Qué sé yo... Es un diálogo absurdo, de una gilipollez supina, muy poética y profunda según la crítica especializada. 

Uno ya entiende, a los diez minutos de metraje, que nada de lo que se narre a continuación va a tener la mínima consistencia, la mínima verosimilitud. Pero uno insiste, y se obceca, y adopta la pose de un  cinéfilo persistente, porque desconfía de sí mismo, y prefiere que lo tachen de cultureta antes que de cobarde. Uno se lanza al precipicio del aburrimiento y se justifica en la belleza pastoril de Emma Suárez. Y en la belleza embutida en cuero de Silke, la motera. Sólo por ella, por la germana, acometí Tierra en varios asaltos suicidas, como un soldado que aún mantiene la esperanza de salvarse Pero el muy tunante de Julio la tenía reservada  para las fanfarrias finales. Es un tipo muy listo: primero suelta sus filosofías telúricas, sus pedanterías paulocoelinas, y luego, como premio para los pacientes, para los espectadores más enamorados, te saca a Silke enseñando la piel. Y yo no pude llegar, ay de mí, al paraíso prometido.  Uno ya no está para estas pruebas de resistencia. El sueño mortal de la medianoche se ha vuelto más poderoso que cualquier excitación. Que cualquier Silke recobrada. La ridiculez argumental de Tierra pesa más que su hermosura. He dimitido cerca de los tres cuartos de hora, cuando ella comenzaba a cobrar protagonismo.  Camino de la cama la he echado mucho de menos.



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Vacas

🌟🌟🌟

Hace días que no salgo de este maratón del National Geographic dedicado a las tierras vascas. Después de seguir a Tasio en sus aventuras montaraces, me encuentro en la liga de fútbol con un derbi decisivo entre vizcaínos rojiblancos y guipuzcoanos txuriurdines. Un encuentro pasional disputado bajo la lluvia, sobre el césped verdísimo, como corresponde al paisaje ancestral que rodea al estadio de San Mamés. En mitad de la refriega  recuerdo, en asociación libre, que hace meses que me aguardan las primeras películas de Julio Medem, asaltadas en un arrebato cinéfilo que pretendía dedicarle un largo ciclo. Una retrospectiva cronológica, minuciosa, destripada al mínimo detalle en este diario, y que luego, como sucede casi siempre, se quedó en una mera intención aplazada, pisoteada por otras urgencias, olvidada a los pocos días de haber brotado de mi escuálida voluntad.




            Arrepentido de mi enésima dimisión, busco al terminar el partido la película Vacas. En ella, dos familias de vascos y vascas se odian con la rivalidad propia de los caseríos colindantes, allá por los tiempos en que los carlistas luchaban por una España aún más católica y reaccionaria.  Es una película irregular, extraña, como todas las de Medem, que a veces es narración convencional de los odios y los amores, y a veces, sin previo aviso, se vuelve poesía indescifrable de la telúrica influencia. Telúrica...  Recuerdo que me preguntaron el significado de esta palabra en el examen de lengua de la selectividad, allá por los años mozos, cuando el cine iba a ser el entretenimiento de las noches, el solaz del productivo trabajo, y no el refugio oscuro en el que ahora me escondo de los hombres, y de la vida. No supe responder a la pregunta en el examen. Jamás, en mis lecturas, había aparecido semejante palabra. O yo, al menos, no la recordaba. Tiré del prefijo griego tele y solté algo parecido a lejanía, a planetario, por si colaba. Luego, en casa, reconcomido por el probable desacierto, la busqué en el diccionario: Perteneciente o relativo al telurismo. Telurismo: Influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes. No era, pues, un asunto de lejanías, sino todo lo contrario: de cercanías, de raíces, del suelo que uno pisa. 

   He recordado todo esto mientras veía Vacas, porque hay mucho telurismo en su propuesta, y porque mi cerebro sigue asociando libremente las churras con las merinas, y las peras con las manzanas, en este marasmo post-balompédico que precede al sueño. Vacas trata sobre vacas en la tierra siempre húmeda, pintada de verde, ondulada de montes, que ha forjado el carácter indómito de los nativos vascongados. Creo que fue Nietzsche quien dijo que somos, en esencia, lo que comemos. Telúricos, al fin y al cabo, pues todo proviene de la tierra. Los personajes de Medem, vascos o no, lo mismo te comen un asado con patatas y razonan como personas normales, que luego se adentran en los bosques y se zampan un par de setas alucinógenas que les introducen en el desvarío, y en la poesía incognoscible del propio ombligo. Así es Medem, y así hay que tomárselo.





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