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Notting Hill

🌟🌟🌟🌟


Después de ver “Notting Hill” he recobrado la esperanza de conocer algún día a Natalie Portman. Bíblicamente, quiero decir, pero con mucho amor a nuestro alrededor. Porque yo, a su lado, treinta centímetros por encima de su miniatura, sería un cerdo ibérico muy enamorado. 

Los amigos se descojonan, pero yo sé que existe una posibilidad de que ella pase a apellidarse Rodríguez, o yo Portman, que a mí me da igual. ¿Una posibilidad infinitesimal? Seguro que sí. Pero también sé que las matemáticas -y no la poesía- son el verdadero reino de las esperanzas. La poesía solo ofrece  humo y palabrería, mientras que las matemáticas siempre regalan un 0’0000 con el que alimentar cualquier sueño de seductor. 

Yo, la verdad, no tengo una librería molona como la que tiene Hugh Grant en la película -que además es un tipo guaperas y encantador-, ni vivo en un barrio tan guay como Notting Hill, a dos pasos del Londres exclusivo donde las artistas se hospedan, compran sus ropas carísimas y luego comen ambrosías muy bajas en calorías. Si yo tengo una posibilidad ente un millón de conocer a Natalie Portman, el suertudo de Hugh Grant tenía una entre cien mil de conocer a Julia Roberts. Y así cualquiera, claro. 

Yo vivo en La Pedanía, muy a tomar por el culo de cualquier lugar civilizado, y trabajo de puertas para dentro en un centro de Educación Especial. Pero hace un par de años rodaron “As bestas” no muy lejos de aquí, así que puede que el lugar se ponga de moda para próximos rodajes, quizá uno internacional: una película de Steven Spielberg en la que Natalie interpretaría a una belllísima granjera de Yugoslavia a la que los nazis arrebatan el ganado y ya no quiero seguir contando porque me descompongo... 

Natalie, en mi sueño, se aloja en el hotel AC de Ponferrada, que es como una covacha destartalada para ella, y una mañana, en el descando del rodaje, aburrida de tanto hablar con gente sofisticada pregunta, si puede visitar algún centro social para copar portadas humanitarias en los periódicos. Es entonces cuando alguien le habla de mi colegio, y ella se levanta del sofá de sopetón, y a los quince minutos aparece en nuestro patio una comitiva de coches, y ella baja, y me descubre, y me saluda, y me sonríe... 




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La invención de Hugo

🌟🌟🌟


Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine, que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo. Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.

Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès, el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro. Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición. De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después -el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo segundo de divina inspiración.

La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te cuento.





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The Party

🌟🌟🌟

The Party es una película que trata sobre la infidelidad: la consumada, la planeada, la que todavía no ha encontrado sustituto o sustituta. La infidelidad DEFCON 1, podríamos decir, la DEFCON 2… En realidad, todas las películas tratan sobre la infidelidad y no sobre el amor. Porque el amor es algo aburrido, sin conflicto, muy poco noticiable si le ponemos una cámara delante, como un arrumaco de los participantes en Gran Herrmano, íntimo, insulso, de un cotidiano que asusta. Sólo la posibilidad de perderlo, o de reencontrarlo, o de patear el culo de quien nos lo arrebató, alienta los dramas y las sátiras.


    The Party es una reunión de amigos que muy pronto dejarán de serlo. O que ya no lo eran, en verdad, y sólo fingían la amistad hasta dar con el cabronazo que se acostaba con mengana, o con la cabronaza que se acostaba con mengano. O que se lo estaba pensando e iniciaba los juegos preliminares... Unos amigos muy progres del ala menos progre del Partido Laborista que se reúnen en casa de la próxima ministra a desconchar el champán y escrutarse con la mirada. Viejos guerreros y vetustas guerreras que lucharon contra la Thatcher en los tiempos de las cargas policiales y los adoquines que volaban. Y eso, como se sabe, une para siempre, en lo afectivo, y a veces, también, en lo sexual. Enredos inextricables que los años y las décadas no terminan de dilucidar. 

    En The Party se respira un ambiente malsano cuando cesan las cortesías y los parabienes. Los silencios son incómodos. Una peste a engaño sale de la cocina mezclada con el humo del guiso arruinado. Como una versión light de la novela de Agatha Christie: siete negritos y negritas han sido confinados en la fiesta para que les vayan saliendo los cuernos de uno en uno.





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La librería

🌟🌟

Si yo quisiera abrir una librería en esta pedanía remota del ayuntamiento provinciano, los vecinos pensarían, simplemente, que me he vuelto tarumba. La última boutade del maestro que hace veinte años llegó de la capital. Me mirarían raro, pero me dejarían hacer. En el fondo no son mala gente: sólo extraños para uno. Y uno para todos.  

El primer día se asomarían por curiosidad, sin poner los pies dentro del local, como si el suelo fuera a darles una descarga eléctrica. Como haría yo, sin ir más lejos, si alguien montara un sex-shop junto a la panadería de la señora Tomasa. Mi vecinos, por la librería, asomarían la boina, o la punta de la cachava, y me saludarían cortésmente antes de salir pitando a sus asuntos del regadío, o de la poda de los árboles. Quién coño iba a comprar un libro en un pueblo en el que nadie lee. En el que además no es necesario leer porque aquí triunfa la sabiduría ancestral del huerto cultivado, del árbol frutal, de las viñas que producen su uva con la regularidad de los siglos. Y buenos chalets que se gastan, y unos todoterrenos de la hostia, y unas motos del copón para los hijos, estos supuestos iletrados. Y buenos pisos para las hijas en la capital, y buenos ahorros para irse de mariscada quince días a Galicia cada verano. El dinero cae de los árboles por estos pagos y todo el mundo se siente satisfecho con la vida. No hace falta leer ningún libro para sentirse realizado. Para qué demonios los perifollos de los poetas, o los circunloquios de los filósofos.  El último libro expuesto al público que se vio por estos lares fue la guía telefónica, de gran utilidad en aquellos tiempos de teléfonos sin agenda y sin internet.




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The Newsroom. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

La ciencia-ficción que consumo estos días no es sólo la galaxia muy lejana de Star Wars. Y no estoy muy seguro, además, de que Star Wars sea realmente una ficción... Del mismo modo que otros creen en la multiplicación de los panes o en la intervención de la Virgen María en los partidos de fútbol, yo estoy en mi derecho de tomarme en serio a Luke Skywalker como el poderoso Jedi que trajo el equilibrio a la galaxia. Yo creo en la Fuerza como otros creen en el rayo divino, o en la infalibilidad del Papa, asuntos todos relacionados con la fe, con el capricho de las entrañas, y a ver quién es el guapo que me quita la ilusión.


         No tengo mucha fe, sin embargo -porque estos sí que son personajes inverosímiles, porno duro de la ficción dramática- en los periodistas que pululan por The Newsroom, ahora que estoy repasando la serie de Aaron Sorkin. En estos tiempos de telediarios manipulados, de tertulias vocingleras, de periódicos censurados por los magnates -y los mangantes-, uno acude al informativo imaginario de ACN a sabiendas de que Aaron Sorkin ha planteado una utopía de periodistas íntegros. Un sueño reconfortante pero imposible. En el mundo real, los chicos de MacKenzie son una especie en extinción que asoma las cabezas en ciertos reductos de internet, donde libran la guerra armados de tirachinas. También hay periodistas honrados dentro de la prensa dirigida, pero están solos, y atemorizados. Les da vergüenza lo que hacen, lo que obedecen, lo que se ven obligados a escribir o a investigar, pero el paro es muy jodido, y suele haber hijos y exesposas que alimentar. 

    La ficción mayúscula que imaginó Aaron Sorkin es que estos héroes vivan todos bajo el mismo techo, en el prime time de las noticias, y que un capítulo tras otro se las arreglen para desafiar al share, a la mentira, a los propios dueños de la emisora, que quieren cargárselos y no encuentran el resquicio. Se necesita mucha fe para dejarse llevar por esta serie ejemplar.







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Shutter Island

🌟🌟🌟

Uno, de adolescente, en los viajes más disparatados de la imaginación, a veces pensaba que la vida era un teatrillo montado por mis conocidos, Como aquel show televisivo que inventaron para el bueno de Truman, o como este sainete de psicópatas que le montan a Leonardo DiCaprio en Shutter Island. En mis largos períodos de aburrimiento, derrotado sobre los libros de textos gordísimos del bachillerato, yo salía flotando del mundo real e imaginaba otro, también verosímil, en el que un actor hacía de mi padre, una actriz de mi madre, y una niña que era actriz prodigio, de mi hermana. Imaginaba que alguien les pagaba por interpretar sus papeles cuando yo estaba presente, y que cuando desaparecía en el colegio, o en los partidos de fútbol, ellos regresaban a sus vidas reales para gastarse el sueldo y mantener a sus parientes verdaderos. Lo mismo pensaba yo de mis compañeros o de mis profesores: que eran actores que fingían estar allí haciendo exámenes, y explicando temarios, y proporcionándome enseñanzas y experiencias, pero que luego, cuando yo regresaba a casa, asistían a una escuela de verdad con notas verdaderas y castigos no fingidos. 



            Mi fantasía, que es anterior a las películas que luego me la recordaron,  no era ser protagonista de un programa televisivo con cámara oculta, ni estar encerrado de remate en el psiquiátrico perdido. Yo era un caso muy especial, muy secreto: un proyecto del gobierno, un experimento científico, un expediente X de los adolescentes de mi tiempo. Un bicho raro al que habían construido un entorno normal, con familia de suburbio, colegio de aluvión y amiguetes de andar por casa. Científicos camuflados entre el profesorado y el vecindario -tal vez el kiosquero de la esquina, o el viejo cascarrabias que se quejaba de los balonazos- hacían periódicos informes de mi comportamiento que luego enviaban a Madrid, o a Houston, para que los psicólogos de bata blanca evaluaran mis progresos adaptativos. Mi excepcionalidad, según el humor con el que yo urdiera la ensoñación, podía ser una tara genética, una procedencia alienígena, una configuración aberrante de la estructura cerebral. Un muchacho único sobre el que la ciencia terrícola había posado sus ojos curiosos, y sus instrumentos de medición más precisos. Así era como yo, el adolescente más gris de Invernalia, el más tímido con las chicas, el más apagado de las fiestas, el más  insustancial de las anécdotas, le daba de comer a su raquítica megalomanía.




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The Newsroom. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

Termino de ver la última temporada de The Newsroom y sonrío de agradecimiento cuando aparecen los títulos de crédito. Es difícil hacerlo mejor. Escribir mejor. The Newsroom, además de ser una serie sobresaliente, es una serie pertinente. Ahora que en las televisiones reales ya no queda ningún informativo imparcial, uno ve The Newsroom como una nostalgia del periodismo que pudo haber sido y no fue, el americano, y el nuestro. El informativo de la ACN es el telediario que Aaron Sorkin ha escrito como una ciencia-ficción de lo ideal: uno de centro político que no es la suma de los neonazis y los postsoviéticos partida por dos, sino el pedestal ético donde las noticias se verifican y las fuentes se contrastan. Un informativo que no pretende ser republicano ni demócrata, como aquí no tendría que ser ni de izquierdas ni de derechas. Porque, además, un informativo que dijera la verdad y sólo la verdad sobre los poderes reales que nos dan por el saco, ya sería, por definición, de izquierdas. Un informativo donde el frío no fuera noticia en invierno, ni el calor en verano. Donde los avances científicos y las injusticias sociales fueran las noticias de portada, y no la cadera operada de un monarca, o el viaje de un ministro a echarse unas risas con los colegas, para no hacer nada importante a favor de la peña. Un informativo como dios manda, ahora que el otro Dios, el de los ricos, el que siempre ha llevado la letra mayúscula, manda en todos ellos. 




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