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Mujeres del siglo XX

🌟🌟🌟🌟 


Al día siguiente de ver Beginners -deslumbrado, conmovido, enamorado de Mélanie Laurent hasta los aparatos de Golgi- me puse a buscar otras películas no de Mélanie -porque tenía que reponerme- sino de Mike Mills, en honor al maestro de ceremonias. No quedaba otra. Otras veces, cuando una película me gusta y trato de seguir el camino, me puede más la pereza que el interés, en esta selva de las tentaciones continuas y los tiempos limitados. Pero en este caso, con Mike Mills, no.

Sin embargo, la filmografía de este hombre es escueta, y esquiva, y la única película que resonaba en las búsquedas -amen de la consagración de la primavera de Mélanie Laurent, y de aquella ya tan lejana de “Thumbsucker”-  era esta, “Mujeres del siglo XX”, un título extraño, como de cine documental, como de reportaje del Canal Arte para La Noche Temática de La 2. No sé: un título como cultureta, o simbólico, que lo mismo podría desembocar en una película feminista que un retrato de nuestras abuelas, tan poco feministas ellas.

Y al final, pues ni una cosa ni la otra. Salen tres mujeres, de tres edades diferentes, y cada una de ellas es feminista a su manera, o pre-feminista, o feminista de armas tomar. La madre del chaval, Annette Bening -que podría ser su abuela en un error de cásting morrocotudo que luego doña Annette sortea con oficio- es la feminista en ciernes, aspiracional más que práctica, a la que se le junta la revolución de las mentes con el cariño por la tradición. La única mujer del reparto que pertenece al siglo XX por entero.

Luego está Greta Gerwig, más guapa que nunca, con su corte de pelo y su pelirrojismo fulgurante, que es la feminista fetén, la precursora de las actuales. La desmelenada de los años setenta y ochenta que luego asentó  la cabeza sin rencores ni venganzas. Da gusto verla, a doña Greta, y no como a la chavala de la peli, la arpía con cara de ángel que es el lado oscuro de la revolución: tengo una mina entre las piernas, los hombres son todos imbéciles, y se merecen que los conduzca la locura y a la perdición.



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Día de lluvia en Nueva York

🌟🌟🌟🌟

“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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Somewhere

🌟🌟🌟🌟

Intuyo que Sofía Coppola sabe muy bien de lo que habla en Somewhere. Pero sólo lo sé yo, al parecer, y otros tres gatos que maullamos en el callejón de sus admiradores. Donde otros espectadores sólo han visto un ejercicio de estilo, un vacío de argumentos, una pedantería de niña pija que cuenta los ambientes del pijerío, yo, que a lo mejor tengo una sensibilidad especial con ella, o que simplemente veo intenciones donde no las hay, he visto en Somewhere una película muy sentida y muy personal.

    Supongo que hay algo de Sofía Coppola en esa niña que viaja con su padre por los festivales del ancho mundo, y que también sufrió los temblores de un matrimonio muy mal avenido. Supongo, también, que Sofía ha conocido -o incluso padecido en sus propias carnes- a tipos muy parecidos al Johnny Marco de Somewhere, el actor divorciado y abúlico que malgasta su tiempo libre en vicios que no le conducen a ninguna parte. Dijo una vez George Best: “Gasté mucho dinero en mujeres, alcohol y coches. El resto lo malgasté”. Y como él, Johnny Marco frecuenta mujeres de infarto, vive agarrado a la botella y dilapida sus millones en la compra de automóviles de alta gama, aunque en la película siempre le veamos conduciendo el mismo Ferrari de color negro. Un coche que viene a ser la metáfora automovilística de su vida, pues todos sus viajes, aunque el motor brame impetuoso y joven, terminan siendo erráticos y circulares.

    Pero a medio metraje, cuando la película ya nos ha mostrado su vida decadente y desnortada, aparece el personaje de su hija para rescatarle del vacío existencial. Del desenfreno sin sentido. Pero claro: con una niña así es mucho más fácil disfrazarse de padre responsable y molón durante mcuhos días. Cleo es una hija pluscuamperfecta que estudia sus asignaturas, lee novelas de vampiros y prepara sofisticados desayunos en la cocina. Patina como los ángeles, se desenvuelve en sociedad, es inteligente y perspicaz, educada y limpia. Jamás saldrá en Supernanny llamando hijoputa a su padre porque le ha quitado el móvil mientras cenaba, o estrellando los platos contra el suelo cada vez que tocaba comer verdura. 



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Vivir de noche

🌟🌟

Vivir de noche ha pasado en mal momento por mi cinefilia. Así que todo lo que escriba sobre ella será injusto, o parcial, o contaminado por las circunstancias. Mientras Ben Affleck le dedicaba un homenaje al cine gangsteril de la Ley Seca, uno, la verdad, estaba a otras cosas, ocupado en cien pensamientos espinosos, en cien cábalas que no terminan de resolverse. Mis ojos veían, y mi cerebro procesaba, pero el plexo solar estaba ardiendo, incandescente, y de él brotaban olas de calor y náusea que lo volvían todo como irreal: la película, y mi salón, y yo mismo, reflejado en la pantalla, viendo la enésima película mientras la realidad, mi vida verdadera, que es esa cosa disonante e inaprensible que transcurre a mis espaldas, se va por la cloaca haciendo un ruido como de mierda que borbotea,

    De todos modos, entre las brumas de mi pesar, intuyo que Vivir de noche es una película demasiado larga, demasiado pretenciosa. Aburrida, en una palabra. Porque después de ella, incapaz de conciliar el sueño, con el plexo solar a punto de volverse úlcera sangrante, he puesto dos episodios de Breaking Bad y he notado ese alivio sedante que procuran las ficciones bien hechas. El dolor no desaparece con ellas, pero se queda como un ruido de fondo, como el runrún del frigorífico, o del tráfico ensordecido. Y uno, en el despiste del dolor, puede aprovechar para coger la postura y echarse un rato a dormir.



    Ben Affleck es un actor que participa en muchas basuras para ganarse el jornal. Pero luego, cuando se pone tras la cámara, deja ver que es un tipo enamorado del cine, del cine clásico además, aunque quiera remedarlo y no pueda. A su personaje de Vivir de noche, Joe Coughlin, le pasan muchas cosas propias de los gángsters -la mujer fatal, el tráfico de alcohol, la regencia del casino, la pérdida de un colega, la traición de un amigo, el polvo del siglo, el tiro que casi lo mata, el duelo a muerte con las metralletas Thompson- pero todo está como puesto en pegotes, sin progresión dramática. Cada escena por sí sola tiene su enjundia, y su buena factura, y hasta su punto de maestría, pero la película viene de ningún sitio y se encamina entre amoríos y disparos hacia ningún lugar. Como mi vida, ya ves tú, qué casualidad. 
    




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Super 8

🌟🌟🌟🌟

🌟🌟🌟

Vuelvo a ver, junto al retoño, repantigados en el sofá de casa, Super 8. A mí también me gusta la película de Doble J, pero es fácil, para un espectador de mi generación, verle el truco y las costuras. Aguanta muy bien un primer visionado, pero en el segundo, pasada la novedad de la propuesta, ya sólo te entretienes con los guiños dedicados a una vida entera en la cinefilia.

    Pero no quiero entretenerme aquí en los defectos de Super 8. Buena o mala, obra maestra o birria absoluta, no seré yo quien se dedique a buscarle los granos. Yo le tengo mucho cariño a esta película. Mi hijo y yo la vimos por primera vez en el cine, en una tarde que resultó ser fundacional. Él salió del cine encandilado, como sorprendido en mitad de un sueño: “La mejor película que he visto en mi vida”, afirmó nada más pisar la calle, con los ojos alucinados, perdidos, buscando todavía la nave espacial que al final se perdía entre las estrellas. Yo supe que era cierto: me era familiar aquella mirada, aquella inflexión en la voz. Aquella manera de separar las palabras una a una, como dictando sentencia. Me recordaba al niño que salió de ver Ratatouille, o Toy Story 3, un chaval que levitaba y sonreía y no paraba de parlotear, arrebatado en un trance. 

Pero esta vez había algo distinto en su semblante, algo maduro. Su afirmación no era retórica, ni producto del entusiasmo inmediato. Parecía haber sido meditada en el transcurso mismo de la película, como si las escenas fueran encajando, una a una, en el esquema predeterminado y mágico que él entendía por una obra maestra. Mi retoño se había convertido, por obra y gracia de Super 8, en un cinéfilo. En sangre de mi sangre, por fin. En celuloide de mi celuloide. Nadie habla como él habló sin estar ya poseído por la pasión, inoculado por el virus, sediento para siempre de ver más películas como aquella, bendito y maldito al mismo tiempo. 


         
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