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Election

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El sexo se va filtrando poco a poco en las películas que comparto con mi hijo. A medida que él va sumando años -y que yo los voy multiplicando- los personajes de la pantalla también se van haciendo mayores, maduros, sexuados. Por mucho cuidado que uno ponga en estos asuntos, la propia deriva de nuestra cinefilia nos lleva a estas playas donde las chicas y los chicos ya retozan semidesnudos y se esconden entre los árboles. El lejano rumor del erotismo se ha convertido en agua que repiquetea sobre nuestro tejado. Ha llegado el tiempo de los primeros torsos femeninos, de las primeros chistes inequívocos, de los primeros actos eróticos que mezclan los ropajes con las pieles. Qué lejos nos quedan ya el Pato Donald y Buzz  Lightyear, los Power Rangers y los amigos de Pikachu...


 

            De vez en cuando, en el desarrollo de una comedia, o en el reposo de una batalla, una pareja de amantes inicia el ritual del desnudo, y se regala arrumacos en decúbito prono y supino. Mientras les dura el arrebato sexual, un silencio espeso se adueña de nuestro salón, y los chuic-chuic de los besos y los mmms-mmms de los retozos resuenan amplificados e incómodos. El retoño no se corta y protesta: " a ver si acaban", o "vaya rollo", o "dale p'alante con el mando". Cosas así. Con sus amigos se partiría el culo de risa y no le quitaría ojo a la pantalla. Conmigo se rasca una pierna o aprovecha para darle un tiento a la lata de refresco. Yo, por mi lado, me concentro en la pantalla y trato de sonreír como un padre moderno y liberal. Pero soy consciente de que me sale una sonrisa de estúpido, de hombre culpable pillado en falta. 

         Otras veces -las peores- el erotismo que yo recordaba inocente se muestra en realidad atrevido e inflamado, y maldigo mi falta de previsión o mi falta de memoria. El diablillo de mi hombro izquierdo me recuerda que son asuntos naturales de la vida, recorridos obligatorios en esta tarea de ser padre. Pero el angelito del hombro derecho, que es el gusanillo de la conciencia, me reprende por dar lugar a estos momentos embarazosos, en los que una chica, por ejemplo, como hoy en Election, se agacha ante su novio y desaparece por el lado inferior de la pantalla mientras el maromo pone cara de imbécil y empieza a sonreír... No se ve la mamada, pero, es obviamente, una mamada. Una que yo no recordaba después de haber visto la película tres veces. Una felación que sólo se sugiere y se deja a la imaginación de cada cual, pero que resulta sorprendente en una película que no viene recomendada para menores de trece años, por mucho que los trece años de ahora valgan tanto como los veintiséis tacos de entonces. El retoño y yo nos hemos quedado de piedra durante esos segundos interminables. Luego, al final de la película, nos hemos felicitado por el buen desarrollo de la función, pues Election es una comedia modélica que ya anticipaba el talento sarcástico de Alexander Payne. Pero ninguno de nosotros mencionó, y nunca mencionará, el asunto de la mamada. Ahí estaba, cada vez que cerrábamos los ojos, como un fotograma clavado en el reverso de los párpados. 




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