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El sabor de las cerezas

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Recuerdo haber visto El sabor de las cerezas hace muchos años, en un ciclo de cine iraní que organizaba la Universidad de Invernalia. Eran los tiempos de mi juventud aventurera, de mi primer contacto con filmografías alejadas de la española o la jolivudiense... Yo soñaba con ser ciudadano del mundo no a través de los viajes, sino a través de las películas. Volverme culto y universal. Educar mi gusto y mi sensibilidad. Volverme atractivo a las miradas femeninas menos superficiales. Yo, en aquel cineclub universitario, soñaba con conocer a una belleza solitaria y accesible, de andar por casa, coqueta y sensual, con la que seguir viendo cine en otros contextos, en la intimidad de otros respaldos. Luego, la verdad sea dicha, ninguna estudiante se presentó jamás sin un novio de la mano, protegiéndola del peligro...

En El sabor de las cerezas conocí a un fulano llamado Abbas Kiarostami que se llevaba los grandes premios en los festivales. Juraría que entonces me gustó la película, pero hoy he intentado verla otra vez y me he quedado dormido. Muchas cosas han cambiado desde los tiempos universitarios... Se ve que he perdido el apetito por la aventura intelectual. Que me he hecho mayor volviéndome otra vez niño, como en un curioso y lamentable caso de Benjamin Button. He pasado veinte años viajando por las películas de aquí y de allá: he visto cine de casi todos los sitios, de casi todas las sensibilidades, afamado y de culto, estafador y fallido, y al final, en un viaje circular alrededor de mí mismo, he regresado a los gustos de mi adolescencia. Cosas digeribles, entretenidas, americanas a ser posible, de eso que los críticos llaman con desprecio artesanía, y no arte.

Es en películas como El sabor de las cerezas donde me descubro rendido a la evidencia: ya nunca seré el cinéfilo que siempre quise ser. El hombre que encara con entusiasmo ecuménico la última novedad procedente de Tailandia o de Paraguay. Lo vengo sospechando desde hace años, y hay películas como ésta que ya me golpean con una certeza ineludible. Veo -o intento ver- El sabor de las cerezas, y cada bostezo pantagruélico divide por dos los restos de mi autoestima.  Estoy incapacitado para ver la poesía en una cosa así. En un pestiño así. Me acepto -qué remedio-, y me odio un poquito.




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