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El hombre que pudo reinar

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Ya no quedan reinos perdidos a los que huir, como Kafiristán. En el siglo XIX todo era más fácil para los aventureros que buscaban la felicidad. Liabas a un amigo, te liabas la manta a la cabeza, te pertrechabas con la ayuda de unas mulas y medio mundo estaba ahí, a tus pies, casi sin descubrir, tras el puerto de montaña. Con un poco de suerte, las tribus del valle podían confundirte con un semidios -el descendiente de Alejandro Magno, o el hijo perdido de los atlantes-,  y gracias al malentendido te tumbabas a la bartola en el palacio de las montañas, a vivir a cuerpo de rey. A disfrutar del ocio de no hacer nada, del privilegio de acostarte con las mujeres más bellas. De soñar con la vuelta a la civilización chapado en oro, para ser la envidia de tu cuñado, y de la bruja que vive en el 5º derecha.  Y luego, a comienzos de septiembre, si la policía no lo impide, regresar a esa segunda residencia palaciega, que ya se habrá convertido en tu patria verdadera. En tu lugar en el mundo.



    Las probabilidades de encontrar un paraíso eran más altas en los tiempos de Rudyard Kipling, y no como ahora, que ya está todo descubierto, y también emponzoñado por la televisión. Hasta los indios yanomami ya saben que los hombres blancos no son dioses que traen cristales de colores, sino demonios que vienen a talarles los árboles. Los aventureros de ahora, cuando creen que han encontrado el este del Edén, se decepcionan al ver que hasta los estedénicos visten la camiseta de Messi o de Cristiano Ronaldo cuando salen a recibirles, e incluso saben imitar el grito del portugués cuando mete los goles con la Juventus: “Uuuuuh…”

    A los inconformistas del siglo XXI ya sólo nos quedan los reinos imaginarios para encontrar refugio cuando llueve. Los que dibuja un buen porro, o los que salen en los libros, o en las películas. Como el Kafiristán de El hombre que pudo reinar, que es una obra maestra que habla sobre la amistad y también sobre el sueño de mandarlo todo a tomar por el culo, y plantarte en un sitio donde nadie te conoce, y nadie habla tu lengua. Y donde tú tampoco entiendes la suya. Y sin embargo caes de pie, y respiras la posibilidad de ser feliz. Un sitio donde volver a nacer, renacer, sí, pero ya casi contra reloj.



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