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El graduado

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El personaje más jugoso y enigmático de El graduado no es Benjamin Braddock, cuyo punto de vista es el único que conocemos en toda la película. Su omnipresencia hace que la señora Robinson permanezca un poco entre las sombras, como una mujer de motivaciones mal explicadas. Las sexualidades de Benjamin son de manual, de primer curso de ser hombre, y no hace falta ser muy avispado para comprender su fálica simplicidad: con una carrera terminada y un futuro halagüeño, la seducción de la señora Robinson es para él, básicamente, un rito de iniciación, y un orgullo de macho madurado, aunque al principio él haga gestos, y le entren sudoraciones, y casi no sepa ni quitarse los calzoncillos... 
Y le abrume la posibilidad de un escándalo si llegaran a destaparse tales comercios carnales.


    Con el paso de los meses, Benjamin, relajado en la tumbona de su piscina, comprenderá que está disfrutando de sexo a cambio de... nada, porque con la señora Robinson están descartadas las cuestiones más peliagudas del amor, que son la vida en común y el compromiso a largo plazo. Nada de aniversarios, de cenas románticas, de quebraderos de cabeza para que el amor no se disipe o se ponga en cuestionamiento. Para esas cosas ya está el señor Robinson; o estaba, más bien, porque el matrimonio de los Robinson, aunque indisoluble, lleva años interpretándose en dormitorios separados, como dos obras de teatro paralelas que sólo coinciden en un par de decorados reincidentes: la cocina y las fiestas del alto copete.

    Es ella, la señora Robinson, la que merecía otra indagación, otra exégesis. Otra escena aclaratoria que El graduado no quiere o no puede entregarnos. A Miss Robinson la entendemos al final, devorada por los celos, destronada -o mejor dicho, desencamada- por su propia hija. Pero la entendemos a medias, porque no sabemos cuánto hay de amor y cuánto de capricho en su deseo atravesado y a contracorriente. Cuánto de fascinación por la juventud y cuánto de “abuso” de la juventud. Cuánto de un polvo de despecho, de un corte de mangas, de un desahogo de la sexualidad postergada. No entendemos su obcecación imposible, su capricho condenado por el contexto. Es, quizá, el único gran pero que se le puede poner a este clásico que no ha sufrido ninguna erosión del tiempo. Tan moderno y provocador como el primer día.


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