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Perdición

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El otro día, en la radio, un humorista puntiagudo afirmaba que el hombre no era el sexo fuerte -como afirma la filosofía tradicional, y la tontería cotidiana- sino el sexo bruto. Que parece lo mismo, pero no es igual. Y que cuatro millones de años más tarde, tras tanta evolución y tanto darwinismo, los hombres seguimos escondiendo dos engranajes muy sencillos y una monda de plátano olvidada en la merienda.

    Competición con otros machos y apareamiento con otras hembras: nosotros, los hombres, no conocemos otra cosa. Todo lo demás es una variación de la misma melodía. Somos monos estrábicos que con un ojo vigilan al competidor y con el otro a la gachí. Una labor tan instintiva y tan omnipresente como el comer o el respirar. Una fatiga cotidiana de la hostia, un desvelo, un runrún que no cesa. Un trabajo de 24 horas al día que acorta la vida varios años. Un desgaste consciente o inconsciente, eso da igual. Hemos venido a este mundo para expulsar espermatozoides por el grifo, y lo demás sólo es literatura, o pasatiempo, o disimulo. O represión, o caradura, o extravío de neuróticos.

    “Perdición” es un clásico inoxidable porque su meollo, su tuétano, es este asunto lamentable que yo les cuento. Y aunque en su época todos los fulanos llevaban sombrero y los trenes alcanzaban velocidades irrisorias, en verdad es una película tan moderna que parece rodada ayer mismo. 

    Fred MacMurray es un simio bien trajeado que se gana los plátanos vendiendo seguros en el territorio de Los Ángeles. Buen mozo y ligón empedernido, MacMurray aprovecha sus viajes por la comarca para bichear solteras sin compromiso o amas de casa cansadas de su marido. El butanero de la época, para entendernos. Hasta que un día soleado en los cielos -pero nublado en el destino- encuentra la perdición en forma de mujer felina, algo feúcha y con peluca de bote, pero que desprende sexualidad en cada hálito y en cada mirada. Sudor precoital en cada músculo accionado. Y, además -pero eso MacMurray no lo sabe- una maldad muy putrefacta en cada pensamiento. Una femme fatal de manual. La femme fatal por antonomasia, quizá.



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El rey del juego


🌟🌟🌟

Entre los muchos defectos que tiene este blog hay uno que reconozco imperdonable, y que prometo corregir algún día: la poca presencia del cine clásico, o viejuno, según los gustos del personal. Los cinéfilos de verdad emigran a otros blogs donde el escribano habla de películas anteriores a 1980, que es la fecha primera de mis recuerdos, y también de mis raciocinios. En los primeros fascículos hice incursiones en el cine de Godard, de Bergman, de Alain Resnais incluso, pero la mayoría de las veces salí decepcionado de la experiencia, incómodo conmigo mismo por no saber apreciar, por no poder entender. Y en vez de fingir, como hacen otros, y de lanzarme a la escritura solemne de la obra maestra, me dio por hacer ironía con las películas sagradas. Y ahí morí. Cualquier pretensión de construir un blog para los círculos intelectuales se fue por el retrete en aquellas escrituras, que querían poner humor donde sólo había analfabetismo cinematográfico, y rendición de la inteligencia.


           Mi desencuentro con el cine viejuno viene de los tiempos mozos, de cuando me quedaba roque los lunes por la noche viendo los debates de Qué grande es el cine. José Luis Garci y sus eruditos diseccionaban truños infumables que a mí me dejaban noqueado en el sofá. Me los imagino, por ejemplo, hablando de esta película que hoy he pescado en el TCM, en un esfuerzo titánico por redimirme. El rey del juego no es una película en blanco y negro, pero es de 1965, que casi es lo mismo. Steve McQueen es un as del póker que quiere derrotar al mejor jugador del país, un viejete con el aplomo y la mirada penetrante de Edward G. Robinson. Si cambiáramos la baraja francesa por el taco de billar, casi nos saldría otro El buscavidas, con Paul Newman desafiando al Gordo de Minnesota.

    En El rey del juego también hay amores tortuosos y aromas de fracaso. Un homenaje a los losers del sueño americano, tan impropio en aquella cinematografía de colorines. La película no está mal, con sus actores de tronío y sus doblajes de la época, que me retrotraen a los tiempos felices del Sábado Cine. Pero no es más que eso, una partida de póker estirada en sus prolegómenos, y en su desarrollo. Pero claro: esto lo digo yo, que sólo me fijo en lo accesorio, porque en Qué grande es el cine harían retratos psicológicos, y análisis socioeconómicos, y tesis doctorales sobre las posiciones de cámara, y no dirían ni mu sobre el único recuerdo perdurable que a mí me dejará esta película: la belleza mareante de Ann Margret, a la que dedicaría una florida y tierna poesía de no haber terminado ya con el espacio. 


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