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El hijo de la novia

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Los seguidores de este blog infumable ya saben que últimamente, a veces guiado por la búsqueda activa, y otras manipulado por el inconsciente traidor, veo mucho cine de cuarentones sumidos en la crisis existencial. Es lo que toca. Con el trabajo consolidado, el hijo criado y el matrimonio finiquitado , se abre ante mí la terra incognita de la vida. Y el cine, a veces más que la vida real, me proporciona apuntes que voy anotando en el cuadernillo de la pequeña sabiduría. 

    Ante mí está el desafío de reinventarse, el afán de reenamorarse, el reto de asumir la lenta decadencia de los sueños y las energías... La pitopausia, y las resacas como hostiazos. Las ganas de revivir mezcladas con la baja forma de los sistemas corporales. El cuarentón -y yo no escapo de esa caricatura- es un personaje complejo, tragicómico, un tipo algo ridículo que está a medio camino de la tonta juventud y de la docta decrepitud. Un tipo que da mucho juego en las películas, y que lo mismo te da para soltar un par de lagrimones que para liberar un par de carcajadas, según como lo pille la cámara, y como nos coja el ánimo en la butaca.

    En El hijo de la novia, el personaje de Ricardo Darín tiene cuarenta y dos años, un restaurante que atender y una custodia que compartir. Y una novia mucho más joven a la que satisfacer. Físicamente, moralmente y diplomáticamente. Darín, además, tiene un padre que aún siendo ateo quiere casarse por la iglesia con una mujer enferma de alzhéimer. Y un amigo muy cargante que siempre aparece en el momento más inoportuno para hacer su humorada. Un porro descomunal, como se ve.

    Darín, por supuesto, no da abasto con tanto personaje salido del vodevil. Y aunque no tiene ni una cana en el pelo, el jodío, ni un mellado en la dentadura, ni una puta nube en la sonrisa, al final su cuerpo le dice que hasta aquí hemos llegado, y se desploma derrotado por el sinvivir.  La moraleja es evidente: a los cuarenta y tantos hay que priorizar objetivos, ralentizar el ritmo, entrenar la cachaza... Hacer el amor con más esmero, y el trabajo con más mimo, y la amistad con más mansedumbre. Cribar, sosegar, tolerar... Como venía a decir Nietzsche por debajo de tanta filosofía sobre los superhombres y los dioses muertos, lo importante, al fin y al cabo, son las buenas digestiones.




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El mismo amor, la misma lluvia

🌟🌟🌟🌟

Uno de los libros que más me han ayudado a entender el mundo se titula La supervivencia de los más guapos. En él, Nancy Etcoff, que es una psicóloga americana muy lista y muy intuitiva, cuenta que ser guapo o guapa no es sólo una ventaja evolutiva que permite encontrar más y mejores parejas sexuales. Su éxito también se extiende al ámbito laboral, al mundo de las amistades, a las colas de las panaderías o de los restaurantes. A los así agraciados se les abren puertas que a otros se nos cierran en las narices. Se les conceden oportunidades que a los demás se nos deniegan con mal gesto. Los guapos nos seducen, nos confunden, nos secuestran la voluntad. La simetría facial tiene algo de hipnótico; los ojos bonitos son como ascuas brujeriles que nos hechizan. Los cuerpos bien formados nos acomplejan, nos aturullan, nos vuelven serviciales y sumisos. A un hombre de bandera, o a una mujer de rompe y rasga, les perdonamos cosas a que nuestros congéneres de la fealdad, a nuestros hermanos del infortunio,  tardaríamos mucho tiempo en olvidar. Lo que enseña Nancy Etcoff es que nadie es culpable de todo esto, ni los seductores ni los seducidos: es la biología en marcha, el instinto en acción...




    En El mismo amor, la misma lluvia, el personaje de Ricardo Darín es un fulano execrable que pone los cuernos a su pareja, deniega la ayuda a sus amigos y extorsiona a los artistas para escribirles una buena crítica en su columna. Un tipo de conducta errática, caprichosa, que sin embargo sale bien parado de todos sus lances porque tiene ojos azules de niño y sonrisa pícara de truhán. Y maneja, además, esa verborrea argentina que seduce los oídos y enreda las voluntades. Un tipo muy peligroso. Un superviviente nato. Un canallita. Un estafador biológico de primera categoría. Incluso el personaje de Soledad Villamil -que es una mujer guapísima que podría tener a cualquier hombre que deseara- cae rendida una y otra vez a los encantos de este fulano que mientras se la tira, sonriendo con cara de amante beatífico, de hombre comprometido para la causa, ya está pensando en el próximo movimiento sexual de su partida de ajedrez. No sé de dónde han sacado que El mismo amor, la misma lluvia es una película romántica... Despojada de músicas y de lirismos, la cinta de Campanella es el crudo National Geographic de un macho alfa que medraba en el ecosistema argentino de los años ochenta.




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Vientos de agua

🌟🌟

Hoy quiero confesar, como cantaba la tonadillera, que he abandonado Vientos de agua en su episodio número seis, como un pecador cualquier de la pradera. Me impele a ello la vergüenza, la baja autoestima del telespectador que quiere ser refinado y termina naufragando en estos productos tan serios y respetables. 

    Vientos de agua es una serie que Tele 5 primero financió, luego maltrató, y finalmente suspendió de su programación, hará cosa de diez años. Hubo muchas protestas, muchas cartas airadas que no conmovieron a los directivos de la cadena. La serie, con el tiempo, tuvo gran éxito en las catacumbas de internet, y en el mercado legal del DVD, y se convirtió en un lugar de culto donde sus feligreses se refocilaban y se vengaban complacidos. Vientos de agua, obviamente, no era una serie para el prime time de la telebasura. Campanella y sus acólitos ofrecían una serie densa, currada, de cinema qualité, que tenía incluso subtítulos en los primeros episodios, cuando los mineros asturianos bableaban entre ellos para picar sus carbones y planear sus revoluciones. Y la audiencia media de la cadena, claro, al primer subtítulo, se piró a Antena 3 para ver un programa basura sin aspiraciones intelectuales.   




    Yo vine a Vientos de agua engañado por un mal razonamiento. Que el espectador medio de Tele 5 rechazara la serie, y que yo, al mismo tiempo, rechazara al espectador medio de Tele 5, no implicaba en absoluto que Vientos de agua y yo fuéramos a congeniar. La historia que vamos a llamar A, la del argentino que deja Buenos Aires para encontrar trabajo en nuestro país, después del corralito, todavía tiene un pase, y un entretenimiento, porque este actor, Eduardo Blanco, con su cara de perrete apaleado por las circunstancias, hace creíble cualquier aventura loca de las que le suceden en Madrid, y mira que son locas, y hasta absurdas algunas. Pero la historia que vamos a llamar B, la de su padre emigrando a Buenos Aires en los tiempos de la Revolución de Asturias, se me hace chicle en la atención, y yo la masco, y la masco, tratando de digerirla, y nunca termino de deglutirla. No sé si es el color sepia de la fotografía, si la pedantería impostada de los diálogos, si el aire permanente de una versión argentina de Amar en tiempos revueltos... Pero al llegar a esa parte de la historia se me desvía la atención, y casa episodio se convierte en una cuesta interminable y fatigosa como las del Tour de Francia. Al sexto repecho, avergonzado de mí mismo, hermanado, sin querer, con la audiencia estándar de Tele 5, he decidido abandonar y que me recoja el camión escoba para que haga conmigo lo que quiera. Yo lo entenderé. 


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