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Última noche en el Soho

 🌟🌟


Quizá ya sea demasiado tarde para empezar. Pero no queda otra. Hay que cercenar las novelas aburridas desde el principio; decapitar las películas chorras que asoman su cabezón. Sin compasión. Necesito una katana de Hattori Hanzo para ejecutar los tajos inmaculados. Un arranque de valentía para ganar una tarde despejada, o una noche promisoria. Hay más vida al otro lado del sillón de lectura o de la pantalla de la tele. Y también hay más libros y películas que esperan su turno en las estanterías. Los objetos no tienen piernas para largarse con la impaciencia, pero corres el riesgo de que se acumulen y que se pase el tiempo del arrebato. El tiempo del enamoramiento de aquella trama, de aquella portada, de aquella actriz de belleza inconcebible.

Medio siglo nos contempla. Digo a nosotros, a los del plural mayestático. Al hombre y al cinéfilo; al seguidista y al protestón. Somos legión aquí dentro. Pero hasta ahora había un demonio muy poderoso que sojuzgaba a los demás. Él era el puto jefe, Pazuzu, tan musculoso como cobarde, que casi nunca se atrevía a parar una película cuando la cosa desbarraba o se desinflaba. Pazuzu siempre se aferraba al magisterio de la crítica, o a la cabezonería de su elección. “Algo tendrá la película cuando tanto la alaban”, decía. O: “Pues mira, si me equivoqué, me jodo, y para otra vez aprendo”.

Pero Pazuzu nunca aprendía, y así estábamos todos los demás, aburridos de tragarnos películas como ésta. Más bien hartos. Hasta los cojones diría yo. Así que hemos organizado el Motín de los Avernos, con la ayuda de Esquilache. El otro día, viendo “Spencer”, ya pusimos a Pazuzu en un brete: “O dejas de ver esta mierda o llamamos al padre Merrin para que venga con el maletín”. Pazuzu no dio su brazo a torcer, pero se le pintó el miedo en la mirada. Sus ojos rojos perdieron de pronto el fulgor de los desiertos.

Hoy, a la media hora de película, hemos cargado todos juntos y le hemos arrebatado el mando a distancia. Nos han caído encima algunas hostias descomunales, pero al final hemos logrado detener la película. Última noche en el Soho. Última noche de dictadura.





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Baby Driver

🌟🌟

Termino de ver Baby Driver, en la madrugada del sábado al domingo, y me pregunto, una vez más -y en estos tiempos la pregunta es un nubarrón geoestático suspendido sobre mi cabeza- qué he hecho con mi vida para llegar hasta aquí, a este derrumbamiento en el sofá, a esta soledad sin perspectivas. Qué cadena de acontecimientos, de encrucijadas, de decisiones mal tomadas desde que el mundo es mundo, me ha traído a esta película tan moderna y tan prescindible, tan molona y tan vacía. 

    En la fiebre del sábado noche yo debería estar disfrutando por ahí, a la luz de unas velas, o en la barra de un pub, en la vida verdadera que no es ni película ni celda monacal. No sé qué cojones hago aquí, en la noche calurosa e impropia de octubre, viendo una película que en realidad ni me va ni me viene, que sólo estoy viendo porque las películas apetecibles están en la otra habitación, a veinte metros-luz del salón. Pero me pesa tanto el culo, y la pereza, y el mal jerol que estoy gastando, que soy incapaz de incorporarme y de poner fin a esta Baby Driver que sólo va, básicamente, de unos tíos que atracan bancos y luego salen pitando a toda hostia por los asfaltos atestados.

    Cuando en la película luce el sol, y Baby -el driver, el prota- bailotea las canciones de su iPod sobre las aceras, marcándose unos swings o unos funky steps, consigo olvidarme un poco de mí mismo, por un rato, y me dejo llevar por el ritmo de la música, que es muy molona, y por las persecuciones de coches, que son de mucho infarto, muy bien rodadicas, con su goma quemada, y sus piruetas imposibles, y sus coches policiales que siempre conducen unos merluzos que se estrellan contra el primer obstáculo que topan. 

    Pero luego, ay, en Baby Driver se hace de noche, porque los delincuentes también duermen, o se meten en garitos para repartirse el botín, y entonces, al fondo de la pantalla, un poco difuminado, aparece un personaje nuevo en la película, uno que soy yo mismo reflejado: un intruso, un paria de la trama, como esos fantasmas no previstos de las fotografías. Es entonces vuelvo a tomar conciencia de mi mismidad, de mi gilipollez, de mi destino varado en una playa...




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Scott Pilgrim contra el mundo

🌟🌟🌟

Scott Pilgrim contra el mundo... Me gustaba mucho el título de esta película, a la que he llegado siguiendo la pista de su director, Edgar Wright, el mismo que encabeza los apellidos del bufete cómico Wright, Pegg & Frost.

En el personaje de Scott Pilgrim, no sé por qué, intuía yo un álter ego infiltrado en la juventud de Toronto: quizá un jovenzuelo solitario, asocial, embarcado en una cruzada personal contra los estúpidos reinantes. Pero mi intuición andaba muy lejos de la realidad. Pilgrim es un rockero, un competente social, un chico con cara de bobo que sin embargo triunfa en el terreno incomprensible y pantanoso de las mujeres. Pilgrim es un chico que confía en sí mismo, que camina por la vida con orgullo, y que aspira, legítimamente, a los favores de la chica más atractiva de Toronto, Ramona. Para conquistarla, habrá de enfrentarse a los celos candentes de sus muchos exnovios y exnovias, que lucharán por su amada coaligados en La Liga de los Ex Malvados. Un argumento de cómic, y una estética de videojuego, que al final no me conducen a nada, y que me dejan, además, algo confuso y mareado. He llegado veinte años tarde a Scott Pilgrim contra el mundo. Ya estoy muy mayor para seguir tanto mamporro, tanto giro de cámara, tanto plano ametrallado. Mi mundo mental es otro más perezoso, más cansino, una carretera secundaria que transcurre por caminos de baja velocidad,y paisajes melancólicos.


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Arma fatal

🌟🌟

Arma fatal es la antepenúltima gamberrada del trío británico Wright, Pegg & Frost, que, recitados así, parecen los abogados de un prestigioso bufete de la City londinense, pero que son, en realidad, un grupo de cuarentones que se dedican a hacer cine. Son actores y directores, coguionistas y amiguetes. Especialistas en parodiar los géneros que marcaron a los espectadores de su generación, y de la mía, que es la misma.

La primera parte de Arma fatal es una sátira sobre la vida pacífica que reina en esos pueblos de la campiña británica; pueblos que uno, en su pereza, en su vida sedentaria de cinéfilo, jamás ha visitado en persona, pero sí en espíritu, sobrevolando el paisaje y aterrizando en él gracias al milagro de las cámaras que graban, y de los vídeos que reproducen. Se nota que Wright, Pegg & Frost saben de lo que hablan: la hipocresía rural, el cerrilismo chovinista, la rivalidad ancestral entre los villorrios..., aunque a veces, a los habitantes del Mediterráneo, se nos escapen los dobles sentidos y las finísimas ironías ceñidas al terreno. Pero son matices sin importancia. La mentalidad de los rústicos viene a ser la misma en todo el occidente cristiano, y el trío de abogados se mueve en los mismos registros de José Mota o de los chicarrones de Muchachada Nui, aunque los separen miles de kilómetros, y lluvias pertinaces de dos dígitos por metro cuadrado.

Es una primera hora de cine desenvuelto, inteligente, que va repartiendo galletas a diestro y siniestro con un ritmo endiablado y una gracia ejemplar. Pero luego, en la parodia de las buddy movies, nuestros amigos se despiden de nuestro guateque y se pasan a la fiesta de los vecinos del quinto: los adolescentes sin horarios, estroboscópicos y frenéticos, donde ya reina el mamporro y el tiroteo, la persecución y la gansada. 





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Zombies party

🌟🌟🌟🌟

Me dejo llevar por la ola de referencias terroríficas y encuentro, perdida en las descargas compulsivas, Zombies party, una comedia británica sobre el asunto de los muertos vivientes que parieron las mentes disparatadas de Edgar Wright y Simon Pegg. Ellos son dos comediantes de poco predicamento en nuestra piel de toro, pero afamadísimos, a lo que se ve, en la Pérfida Albión. Y eso, por mi experiencia, es síntoma seguro de que son tipos con gracia, y con talento, pues de lo contrario, de ser una pareja de cómicos repetitiva y plana, arrasarían en nuestras televisiones patrias a la hora del prime time.

La primera media hora de Zombies party es -puedo prometer y prometo- un rato grandioso de cine. De lo mejor que ha caído por aquí en los últimos meses. ¿En qué se diferencian los zombis verdaderos, resucitados de la muerte, con sus andares espásticos y sus jetos inexpresivos, de los zombies cotidianos, resucitados del sueño, con sus andares patosos y sus ojeras como berenjenas, que llenan cada mañana los autobuses y las líneas de metro? En casi nada, realmente. Quizá, tan solo, en el olor, si has tenido el tiempo y la decencia de ducharte. Es ésta una reflexión simple, al alcance de cualquiera que se diga observador de lo humano, pero que en la cabeza de estos dos comediantes se transforma en un chascarrillo genial. Y además lo sostienen durante media hora completa: la aventura de este tontaina encarnado por el propio Pegg, que se conduce por un día cualquiera sin darse cuenta de que a su alrededor se está desencadenando el apocalipis zombi. Una ocurrencia que te planta la sonrisa en la cara y la admiración en el intelecto. Y la envidia, cochina, en las entrañas. 

Luego, para alivio de las entrañas, la película se deja llevar por el camino fácil de las persecuciones, de las peleas a muerte con los muertos, del gore simpaticón que llena la pantalla de vísceras aprovechando que andabas echándote unas risas. Porque te sigues riendo, sí, pero menos. Este último rato tontorrón ya lo habíamos visto en Abierto hasta el amanecer, o en Planet Terror, o en la más reciente Bienvenidos a Zombieland. Solo que en la primera película salía Salma Hayek provocando erecciones, y en la segunda Rose McGowan sembrando desmayos, y en la tercera Emma Stone destrozando corazones. En cambio, en ésta de Zombies party, quizá en el fallo más garrafal de su planteamiento, no hay ninguna mujer que esté a la altura de nuestro deseo. Un borrón imperdonable.




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