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Crímenes del futuro

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“Crímenes del futuro” podría ser el slogan de Vox para las próximas elecciones generales. Ellos van a darlo todo para que un fascista tome los mandos del Ministerio del Interior y ya todo el monte sea orégano para policías y paramilitares... Pero no: “Crímenes del futuro” es el título de la nueva película de David Cronenberg. ¿He dicho nueva? Tampoco vayamos a exagerar. Es la misma película de siempre, ustedes ya saben: gente rara y vísceras asomándose al fresco de la mañana.

Cronenberg, en esto, es como un director de películas porno. En el porno se trata de sacar pollas y coños en acción y el argumento es un poco lo de menos. Da igual que pongas a un rey de Shakespeare que a un butanero trayendo la bombona. Y Cronenberg, cuando vuelve a sus orígenes, es un poco igual: su objetivo es sacar casquería humana cada diez o quince minutos, y lo otro es desarrollar una historia más o menos coherente que hilvane las escenas.

Esta vez la cosa va de mutantes del futuro, que desarrollan órganos internos que son la fascinación de la ciencia y también la jaqueca de los antropólogos. Porque un ser humano que desarrolle órganos únicos tarde o temprano ya no será humano, sino pos-humano, y solo podrá reproducirse con otro humano que también tenga dos estómagos o un corazón vuelto del revés. Mientras la deformidades no pasen al ADN, vamos bien; pero ay, cuando los gametos incorporen tales deformidades en la sucesión de bases nitrogenadas... (De todos modos, digo yo, ¿esto no era el lamarckismo ya denostado por la ciencia?)

La única gracia de la película -que se mueve todo el rato entre lo grotesco y lo ridículo- es el nuevo sentido que Cronenberg da a la expresión “belleza interior”. La belleza interior es esa monserga que se inventaron los estudios Disney para que los feos y las feas nos consolásemos en nuestra desgracia. “Sí, soy feo, pero valgo más que tú...” En el futuro imaginado por Cronenberg ya puedes ser bello por dentro de verdad, no metafóricamente, pintándote el hígado o tatuándote los pulmones. Exhibiendo tus entrañas en Tinder como quien exhibe su mentón cuadriculado o sus pechos exuberantes. 






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Inseparables

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Cuando decimos -con más o menos sinceridad- que elegimos a nuestras parejas por su belleza interior, hablamos, por supuesto, de la inteligencia, de la cultura, del sentido del humor, y no de la hermosura del intestino, o a la delicadeza del bazo. Del dibujo armonioso del estómago, cruzado sobre el vientre.

    Y es una pena, porque yo, que nunca fui guapo por fuera, y jamás alumbré las virtudes teologales, ni tampoco las cardinales, siempre fantaseé con ser muy bello por dentro, orgánicamente hablando. En la adolescencia, como eran recónditas y nadie las conocía, yo presumía de tener unas entrañas modélicas, de portada de revista: el tío más guapo del barrio si la piel fuera reversible, como el forro de los abrigos. Irresistible, si las mujeres me mirasen con la profundidad de los rayos X. Mientras otros más chulos fantaseaban con ligarse a las top models del futuro, yo hacía planes con la doctora que un día quedara prendada de mis adentros. Una que me recibiera en la consulta con la frialdad destinada a los transparentes, pero que poco después, tras conocer la belleza de mis cuevas, me pidiera el número de teléfono para tratar mi caso en la mayor de las intimidades, ya fuera del hospital.

    Hasta que una vez, en un arrechucho, un internista me dijo que tenía un páncreas más bien contrahecho, y un hígado más bien retorcido, y se terminó la fantasía de mis entretelas.

    Cuento todo esto porque en la película Inseparables este pensamiento gilipollas se hace realidad en el personaje de Beverly Mantle, que en su consulta ginecológica se enamora de sus pacientes no por su aspecto exterior, al que concede un valor relativo, sino por la formación singular de sus entrañas. Lo que le vuelve loco de las mujeres no son las piernas esbeltas, ni los pechos airosos, ni los ojos gatunos, sino la arquitectura de sus órganos reproductivos, que son el receptáculo de la vida.. Un romanticismo histológico que parece de tarado, o de depravado, pero que en realidad tiene su razón de ser, y hasta su cosa de enamorado. Es la otra belleza interior.



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Crash

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La sexualidad humana es rara de cojones. Donde los bonobos simplemente chingan y desfogan el instinto, nosotros, sus bisnietos, hemos elaborado una contradicción biológica en la que cabe el asco, la castidad, la perversión, la parafilia... La rutina aburrida del sábado-sabadete, que es quizá la práctica más satánica de todas. Como cantaba Javier Krahe de su esposa ficticia: “su arte de amor es tan sólo el barroco/las líneas sencillas le dicen bien poco”.

A decir de los antropólogos y los primatólogos -que vienen a ser, en esencia, la misma profesión- la orgía perpetua de los bonobos es el Paraíso Terrenal del que se habla en el Génesis. Sexo a todas horas, de buen salvaje, desprejuiciado y muy benéfico para el miocardio, hasta que llegó la evolución de las especies a joderlo todo: el homo sapiens, la agricultura, el afán de poseer y la envidia de los vecinos, y todo eso, simbolizado en el ángel flamígero, convirtió el sexo en algo oscuro y vergonzoso. El deseo reprimido que Freud encontró en la cueva del inconsciente. El amor libre, que predicaron los hippies cuatro millones de años después, y que venía a ser el rescate de aquella filosofía tan sencilla como jovial. Algún día sabremos qué hizo la CIA con ellos... Con Freud y con los hippies.

El sexo reprimido es un volcán que nunca sabes por dónde va a salir. El magma aflora a veces por grietas insospechadas, fallas del terreno donde no esperabas que pudiera manar la excitación sexual, la erección sorpresiva del pene o de los pezones. Estos chalados de Crash han encontrado en los accidentes de coche -y en sus quirúrgicas secuelas, cicatrices y ortopedias- el puntito morboso que los enciende por dentro como si estuvieran hechos de yesca, y no de química orgánica. Uno, la verdad, no entiende su parafilia, ni se excita con ella, pero entiende, de sobra, que tengan una parafilia. El que esté libre de una rareza que tire la primera piedra. En realidad, aquella parábola de Jesús en los evangelios versaba sobre las desviaciones sexuales. A mí, por ejemplo, me ponen cantidubi las orejas sin pendientes.

La otra teoría que viene a explicar estas chaladuras de Crash es que todos sus protagonistas son tan guapos, y tan guapas, y están ya tan hartos de follar por los caminos trillados, tan acostumbrados a que les digan que sí en el Tinder o en la cama de matrimonio, que se lanzan a explorar territorios salvajes y desafiantes, a ver qué pasa por ahí. Lo mismo que decía, en su monólogo inmortal, Pablo Calavera de John Lennon, cuando conoció a Yoko Ono.





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Falling

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En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera, van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.

Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual,  o bianual como mucho, en el que hay que vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.

El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.

De todos modos, el momento más inquietante de la película es ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario. Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica, y quizá sanguinolenta.





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Inseparables (II)

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Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



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La zona muerta

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En La zona muerta, Christopher Walken es un profesor de instituto que tras sufrir un accidente de coche adquiere el poder de adivinarte el futuro cuando te estrecha la mano. Pero nunca te saca el porvenir de las buenas noticias: el aumento de sueldo, la victoria de tu equipo, el revolcón con la mujer largamente deseada... Nuestro protagonista sólo posee la clarividencia de las desgracias, de las muertes trágicas. De los hundimientos de tu economía. No es, por tanto, un chollo de amigo, ni una suerte de cuñado. Hay que tener un par de bemoles para ir a su casa y pedirle consejo en una sesión de "estrechamiento manual". Cuando Christopher Walken vislumbra tu dolor, tu accidente, tu muerte sangrienta, el pobre hombre se agita en convulsiones como si le azuzaran con una picana. Y siendo ya de por sí un tipo de ojos saltones, éstos todavía se le asoman más al precipicio, amenazando con convertirse en yoyós de materia orgánica y viscosa.


       Uno, en la vida real, quisiera un amigo así para las pequeñas cosas, para los consejos de andar por casa, pero nunca para los proyectos importantes, de largo recorrido. Pedirle, por ejemplo, cada lunes por la mañana, que me agarrara del brazo y me predijera si el próximo fin de semana voy a acertar el pleno el 15 de la quiniela. Sólo eso. Me ahorraría unos euros muy majos que todas las semanas terminan en la papelera del despacho de loterías. Sería un chollo, la verdad, disponer de un  Christopher Walken al que yo pudiera molestar de vez en cuando para ahorrarme mucho tiempo de fútbol vacío y de lecturas condenadas al fracaso. Y de películas que son un coñazo insufrible. Y dejar de perder el tiempo con mujeres que en realidad no buscan nada, sólo pasar la tarde, chacharear, desahogar sus penas con un tipo que sólo es "amigo y tipo enrollado". 

Se me ocurre que este amigo imaginario podría hacerse millonario abriendo un negocio llamado Administración y Gerencia del Tiempo. Por apenas tres minutos de consulta, y unos cuantos aspavientos de trastornado, a 10 eurillos por consejo, Walken podría organizarte una agenda inmaculada, fructífera, repleta de aconteceres bien encaminados. Una bendición para los hombres y mujeres del siglo XXI, tan faltos de tiempo y de esperanza. Sería, por fin, la vida provechosa, condensada, nutritiva, todo lo contrario de esta vida que arrastramos en La zona viva, que es mayormente una sucesión de esperas, de colas, de tiempos muertos que llevan de una tontería a un fracaso, de una nadería a una gilipollez supina. Como estas entradas del diario, sin ir más lejos, que mira que malgasto el tiempo en ellas...




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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund, allá en su consulta de Viena, fue el primero en comprender que el sexo era el gran tema de nuestras vidas. La fuente de todos los conflictos interiores que volvían tarumbas a sus pacientes. Lo que Freud descubrió en sus mentes neuróticas debió de dejarle boquiabierto, abochornado, como un niño curioso que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías. Corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena, y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían cuatro gatos enterados del movimiento psicoanalítico, que quizá se los tomaban como un compendio de relatos eróticos, divertidos y guarros al mismo tiempo, y no como teorías sesudas sobre el légamo de nuestro alma.

    Freud metió el telescopio de Galileo por las fosas nasales y descubrió que en el laberinto del cerebro siempre había un bonobo dando paseos, aburrido, que preguntaba a todas horas por el  momento de darse un alegrón. El bonobo era el que provocaba el ruido, el conflicto que volvía locos a sus pacientes. El vecino de arriba que no paraba de dar golpes y de tocar los cojones. La gente de Viena, como la de todas las partes del mundo, sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo  en un cuarto muy oscuro y sólo de vez en cuando le oía quejarse en la oscuridad. Las soluciones intermedias, no resueltas, provocaban neurosis, psicosis, trastornos sin fin... Si Darwin afirmó que éramos monos recién bajados del árbol, Freud confirmó que todos llevamos dentro, a modo de souvenir, un simio interior que protesta por pasar vestidos la mayor parte del tiempo. Un argumento que Carl G. Jung, el discípulo amado, terminó por repudiar, asqueado, porque le parecía demasiado grosero, demasiado “anti-humano”, muy poco sofisticado en términos espirituales, y prefirió irse con su bonobo por los cerros de Úbeda, como el niño Marco con Amedio, a explorar territorios místicos que explicaran la dificultad del ser humano para ser feliz.





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Promesas del este

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En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.

    Anna es una mujer con agallas -o una completa inconsciente, eso nunca queda claro- y ha plantado una queja en la casa donde viven unos rusos muy mafiosos Una chica ha muerto desangrada en su hospital mientras daba a luz, y entre sus pertenencias ha dejado un diario en el que explica cómo fue violada y maltratada por el jefe de la banda, Semyon el respetable, y por su hijo Kirill, el heredero incapaz. Como los rusos -por muy mafiosos o comunistas que sean- tienen una larga tradición de hospitalidad que proviene de su pasado estepeño, Anna es recibida la primera vez con sonrisas de cordialidad y ganas de entendimiento. Le hacen una oferta difícil de rechazar... Deja de tocarnos los cojones, básicamente. Pero Anna no se cosca, o no quiere coscarse, o quizá nunca ha visto El Padrino I, y por eso, para la segunda advertencia, los rusos le envían a Nikolai, el chófer que hace de matón, o el matón que hace de chófer. 

    Nikolai es un profesional de la tortura, un tipo impertérrito, hierático, de los que habla casi en susurros para helarte la sangre. Viggo Mortensen, el leonés honorario, borda su papel de malote. Pero ni Nikolai es el tipo que dice ser, ni Anna, que ha sido poseída por el espíritu de Juana de Arco, va a dejarse acoquinar por unos tatuados que cada domingo van a Stamford Bridge a animar al Chelsea de Roman Abramovich. Y así, donde menos se esperaba, surge el amor, o al menos su tensión, su posibilidad, y las violencias de David Cronenberg quedan en parte rebajadas, tres partes de sangre y una de agua, y le sale una película por encima de su media, con cosas muy chulas, como siempre, y las incoherencias chapuceras de toda la vida.





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Una historia de violencia

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Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...

    Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales.  Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.

    En las películas, sin embargo, los amantes suelen ser personas poco normales, gente “peliculable”, de biografías excitantes u oscuras, extravagantes o complejísimas. Y por eso, en ese momento terrible de la noche de bodas, uno puede llegar a pensar que quien duerme pecho con espalda es un prófugo de la justicia, un testigo protegido, un agente de la CIA, un extraterrestre con forma humana como aquellos que pululaban por Men in Black... Su nombre verdadero podría no ser el que figura en el carnet de identidad. El carnet de identidad, mismamente, podría estar falsificado... Nuestro amor podría tener, incluso, un pasado de matón en Filadelfía, a sueldo de la mafia local, con varios fiambres en la conciencia y en la no-conciencia. Quién sabe si una vocación de asesino bien disimulada bajo esos aires de honrado ciudadano...



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Maps to the stars

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Maps to the stars es el nuevo tratado de David Cronenberg sobre el alma podrida de los seres humanos. Su filmografía entera es un recorrido por las basuras interiores que no podemos reciclar: los traumas de la infancia, la taradura de los genes, las desgracias de la vida... Se nos acumulan las bolsas de mierda, y nos volvemos hediondos por dentro, y tristes por fuera. O coléricos, si la frustración estalla. O depresivos, si la rabia implosiona. Ninguna película de Cronenberg termina con un canto a la esperanza, con una banda sonora que cante a la felicidad. No hay cura posible para sus personajes. Los desdichados que caen en sus manos nacen condenados desde las escenas iniciales, y siempre dan algo de pena, algo de cosilla, aunque luego, en este mundo cronenbergiano de excesos y salvajadas, se revelen como unos hijos de puta nada recomendables.


      Los neuróticos que pueblan Maps to the stars son personajes del mundillo hollyvudiense capaces de cualquier cosa por medrar, por triunfar, por tener las letras más grandes en los títulos de crédito. Una gentucilla que luce muy bien en las fotografías y en las alfombras rojas, pero que luego, en sus salones, en sus cuartos de baño, son mezquinos y vengativos como cualquier espectador que asiste a sus tribulaciones. A estos tipos ya los conocíamos de otras películas, pero en Maps to the stars, gracias a la mala uva de David Cronenberg, nos resultan especialmente desagradables y sucios. Unos, porque Julianne Moore o John Cusack son actores cojonudos que esconden mil registros en las mangas, y otros, porque Mia Wasikowska o Evan Bird ya tienen de por sí unos jetos extraños e inquietantes. 

    También sale, en Maps to the stars, esta actriz de belleza inconcebible que es Sarah Gadon. Ella es el fantasma nocturno que atormenta al personaje de Julianne Moore. Su piel blanquísima flota en las tinieblas de la noche. Su perfidia crece en el territorio de las pesadillas. Sarah es el personaje más terrorífico de la función. Siendo tan guapa y tan mala, provoca en los hombres un miedo instintivo y primitivo. Cagadito y enamorado, me quedé.


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Cosmópolis

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Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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Videodrome

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Videodrome cuenta la historia de un productor de televisión-basura al que unos sujetos de oscuras intenciones, nunca bien explicadas, hacen llegar unas “snuff movies” cuya visión produce un tumor cerebral instantáneo (sic) y unas alucinaciones de las de cagarse por la pata abajo. Al pobre James Woods se le abren coños en la barriga, y se le funden las manos como derretidas por el sol. Una cosa como de Luis Buñuel, o como de sueño salvaje de Fellini, pero a lo bestia.

    Videodrome sólo tiene sentido en su primera media hora. Hay momentos en que Cronenberg parece reflexionar sobre la violencia en los medios, y sobre la mierda catódica que nos salpica. Pero luego, en un giro lisérgico e imprevisto, le cede el testigo de la locura a su hermano gemelo Bergcronen, y ya no hay manera de discernir la realidad de la alucinación, la vigilia de la pesadilla. La idea coherente de la excusa gratuita que sólo busca provocar el asco –es un decir, con estos cutre gores del año 83- y cazar, de soslayo, como quien no quiere la cosa, alguna teta golosa que pasaba por allí.

Si uno se fía de lo leído en los foros, hay gente que sí parece haber entendido la moraleja: el profundo alcance humanístico de esas cabezas reventadas como cocos. De esos vivos que estaban muertos desde el principio y luego reviven en las alucinaciones metálico-cárnicas de James Woods.  Mi pobre inteligencia, desde luego, no llega a tanto. Donde yo, tan primario y tan simple, sólo veo vísceras gratuitas y tetas que tampoco son gran cosa, la verdad, otros ven un futuro distópico de los medios, y un análisis contemporáneo de la locura. Una indagación metafílmica de la violencia como arquetipo antropológico consustancial al verbo... Donde yo, tan superficial, tan ciego, tan somnoliento siempre a según qué horas del día, sólo veo manías inveteradas del director, y ganas de montar tertulias con sus pasotes, otros, los cinéfilos, analizan la cosmovisión de un iluminado y casi de un profeta... 

No sé. Está claro que falta algo en mi educación, en mi sensibilidad, en mis entendederas. Soy el espectador fallido de los productos ambiciosos. De los simbolismos autorales. De las películas con múltiples capas.  O con capa ninguna. Soy un engaño andante. Un impostor de la cinefilia. Un mentiroso.

           

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