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Nobody

🌟🌟🌟

Llegan los días sombríos, los últimos de la primavera, y yo sólo tengo ganas de refugiarme en las películas. Quisiera invernar en este salón durante meses, mientras los demás salen al sol como lagartijas evolucionadas. Mitad vampiro mitad fotofóbico, me agazapo en los escondrijos para que la luz no desvele mis miserias, y no me hiera la piel. El verano es una putada para los cinéfilos. Durante el invierno la humanidad se recoge en las cafeterías, o en las casas particulares, y uno puede vivir su aislamiento sin parecer el tipo raro de la función. Las calles barridas de gente crean la ilusión de un mundo civilizado, regulado, donde el atardecer es un toque de queda impuesto por la naturaleza. Pero ahora llegan los mosquitos, y las solanas, y las camisetas resudadas, y el mundo entero se lanza a las aceras a pegar gritos de felicidad, como orates licenciados de un manicomio.

    Más allá de mi ventana todo es deslumbramiento y algarabía. Con el buen tiempo ya nadie ve películas, ni habla sobre las películas. Los allegados quieren que te unas a su cuerda de locos, a bailar la conga, a tomar refrescos, a desnudarse sobre las hierbas. Les entran unas ganas inmensas de vivir, y no reparan en que existe gente a la que el solsticio le da mucho por el culo. Uno sólo vive pendiente de que se renueven las carteleras. Y de la Eurocopa de fútbol... La única mejoría del tiempo que a uno le interesa es la del mar Caribe, donde se pescan las películas que no se pueden o no se deben pagar.  Todo lo demás -las alergias, los picores, las quemaduras, las insolaciones, el mal dormir, el sofoco, el sudor, la sed permanente – se lo dejo a mis congéneres.

    ¡Ah, sí! Nobody... Pues una tarantinada, pero sin diálogos de Tarantino. Una gilipollez muy bien hecha. La manufactura impecable de la nada. Violencia gratuita, y pasotes que te cagas. Tiros y hostias, coches y machos.... Un truño entretenido. Sale Saul Goodman, pero no hace de abogado, sino de matarife profesional. A pesar de todo, te lo crees. Es que es muy bueno, el amigo Bob. De todos modos, esta historia ya nos la había contado -y mucho mejor- David Cronenberg en “Una historia de violencia”.



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Gladiator

🌟🌟🌟🌟

Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.

    Pero llega ese momento inolvidable, el de Russell Crowe dándose la vuelta, y a uno se le siguen encogiendo los huevos, aunque lo haya visto mil veces en YouTube, y lo haya imitado mil veces ante el espejo, recitando el texto y forzando esa voz grave y barriobajera del gladiador, y al mismo tiempo altanera, de orgullo muy medido para no levantar las iras del Emperador. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…”, y por un momento ya no estoy viendo una película de romanos, sino que estoy en la misma Roma, en la arena del Coliseo, escuchando con la boca abierta a este hombre regresado de la tumba para vengarse. “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte…” y ya puede uno quedarse tranquilo en el sofá, porque ha vuelto a ver el cogollo de la película, su nudo gordiano, lo que nunca caerá en el olvido.



    Lo que hubiera ligado yo, con ese nombre, con esa retahíla, en los tiempos de la juventud. Entrar en la discoteca, acercarme a la chica más guapa y decirle: “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Ninguna mujer se hubiera resistido a esa sucesión de nombres guerreros, y también algo filosóficos, en extraña mezcolanza que resuena en los oídos como un encantamiento. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Joder: es que es impresionante.  Aunque el jeto de Russell Crowe también ayuda lo suyo, claro,  tan macho, tan sudoroso, quitándose el casco y enfrentando su rostro ante el de Cómodo, el emperador. Russell desprende hombría, seguridad en sí mismo, y lo mismo en su voz original que en la de quien le dobla al castellano, sus palabras retumban en el Coliseo acojonando a los hombres y seduciendo a las mujeres. Y sacando de sus casillas a ese emperador tan inútil como rastrero.

    “Hola, me llamo Máximo Décimo Meridio, y me estaba fijando en ti…” Hubiera sido la hostia, ay,  en lugar de este Alvaro Rodríguez Martínez que empezaba tan bien, en aquella época en la que apenas había Álvaros por el mundo, pero que luego, a golpe de apellidos, se iba diluyendo en la vulgaridad y en el anonimato. Cómo no se me ocurrió antes, idiota de mí, la romana tontería, aunque sólo hubiera sido para sortear las primeras vallas de la seducción. Pero antes del año 2000, claro, cuando vimos Gladiator por primera vez y nos quedamos con la copla. Porque ahora ya parece un cachondeo lo del Máximo y el etc., y ya son muchos los que han probado la gilipollez, rezando para que ella no haya visto la película con sus novios anteriores.



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Pactar con el diablo

🌟🌟🌟🌟

Más allá de que la trama da para escribir un verdadero tratado sobre la vanidad y la avaricia, y de que Charlize Theron es una actriz que cuando aparece en pantalla te sulibeya con sus perjúmenes y ya casi no te deja ni respirar, Pactar con el Diablo es una película que siempre me ha gustado mucho porque yo, al Diablo, de existir, siempre me lo he imaginado muy parecido a Al Pacino: pequeño, listo, histriónico, visceral, sumamente persuasivo cuando saca el repertorio de sabidurías. Con esos ojos chispeantes y malignos que a veces subrayan el discurso y a veces lo contradicen, dejándote pasmado... Mira que es feo, y canijo, y contrahecho, mi admirado Al, que lo ves un día caminando por la calle y a lo mejor ni te fijas en él, pero cuando pisa las tablas o los sets de rodaje se transforma en un torbellino que es puro fuego y pura intensidad nacida de algún volcán italiano en erupción.



    El Diablo, de existir, tiene que ser así, como Al Pacino, un tipo normal pero con superpoderes, inmortal a lo sumo, pero no un ángel caído, no una deidad deforme salida de la imaginación de los pintores medievales. El Diablo es un cabroncete, un liante, un pandillero juvenil. Un maleante simpático. No, desde luego, el contrapeso exacto a la bondad de Dios. No su némesis cornamentada al otro lado del tablero. La Creación ya es de por sí bastante chapucera, bastante maligna en sí misma, desequilibrada y hostil, y no hace falta un Dios Malvado que se ponga a torcer renglones o a desatar los huracanes. Al Diablo, de existir, me lo imagino más bien como un supervillano de la Marvel Comics, viviendo en una mansión como la de Al Pacino en la película, o quizá en una nave espacial, geoestacionaria, de la que sube y baja cada cierto tiempo para ir sembrando las tentaciones. Porque el Diablo sólo es eso: un tentador, un tocacojones, un mero intermediario entre nosotros y nuestros instintos. Un provocador, y un facilitador. Nada más. Todos los pecados posibles ya existen en potencia, y él sólo quiere que los convirtamos en acto, y en rebeldía.



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Wonder Woman

🌟🌟

Confío mucho en la opinión de los críticos cinematográficos. Soy así de inseguro y de confiado, qué le vamos a hacer. Aunque lleve veinte años de cinefilia en cada una de mis posaderas, y no suela equivocarme con lo que me gusta y con lo que no, a veces tengo que recurrir a ellos para decidir si una película de la que no tengo referencias -porque es el último hito de la cinematografía paraguaya, o la opera prima de un jovenzuelo desconocido de Arkansas-  merece el esfuerzo de pagar una entrada o de programar una grabación. O de fletar un barco que intercepte la mercancía en las rutas comerciales que nunca llegan a provincias.

    Si Quentin Tarantino -por poner un ejemplo- estrena nueva película, leo las críticas para saber qué voy a encontrarme en su nueva chifladura, pero nunca para decidir si voy a verla o no. La veré. Lo mismo me sucede, aunque al revés, cuando se estrenan las obras maestras de los coreanos impronunciables, o de los viejos maestros que gozan de bula pontificia. O, como en el caso de Wonder Woman, con las adaptaciones de los superhéroes del cómic que me pillaron ya muy mayor, medio sordo a los estruendos, y medio ciego a las pirotecnias.

    Hace unos cuantos meses, cuando se hablaba del estreno de Wonder Woman, ni siquiera me tomé la molestia de leer las sinopsis. Hostias y ruidos. Buenos de mazapán y malos de pacotilla. Y una actriz de evidente belleza...  Un cómic para la chavalada del centro comercial. Así que me olvidé por completo de la película hasta que hace unas semanas, en la revista de cine, con motivo de su lanzamiento en DVD, leí que la crítica sesuda y barbuda, ilustrada y veterana, curtida en mil y un festivales del ancho mundo, aplaudía esta película con adjetivos muy bonitos y altisonantes. Y yo, que me hago tan poco caso, que me dejo llevar por la primera contradicción de casi cualquiera (el Zelig que se mimetiza con el paisanaje) me desdije de mi renuncia y me planté en el sofá para descubrir este tesoro oculto. Esta adaptación que decían atrevida y diferente. 

Han pasado dos días desde que vi la película y todavía lo estoy buscando...




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La cosecha de hielo

🌟🌟🌟

Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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