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Deadpool

🌟🌟

Wade Wilson es un exmilitar que trabaja como soldado de fortuna para una empresa de mercenarios. Como el Equipo A, vamos, solo que en plan llanero solitario, y además en régimen de empleado, y no de autónomo, sin poder elegir libremente sus objetivos.

    Wade Wilson, además, no es humano del todo, como sí lo eran aquellos extolais del Vietnam que estaban tan mal de la cabeza. Wilson es mitad hombre y mitad mutante, y el profesor Xavier, el general manager de los X- Men, le tiene echado el ojo desde hace tiempo. Lo que sucede es que las células todopoderosas de Wilson no terminan de dar el salto, de apoderarse del organismo, y sólo cuando sufra un cáncer, y decida someterse a una terapia radioactiva experimental, los genes que hasta entonces permanecían mudos en los cromosomas empezarán a expresarse, a traducirse en proteínas, y convertirán su cuerpo en una verdadera máquina de matar, y de soltar gilipolleces por la boca. Algunas graciosas y otras no, como los pimientos de Padrón.



    El superpoder de Deadpool reside en la capacidad vertiginosa de sus células para reponer cualquier tejido dañado. Lo que impide, en la práctica, que caiga muerto en las trifulcas con los malos. Habría que partirle en mil trozos, o enviar su cabeza al Polo Norte y el resto del cuerpo a Sebastopol. El superpoder está chulo y tal, yo no digo que no, y permite que el CGI de la película nos deje con la boca abierta reconstruyendo miembros y cerrando heridas como boquetes. Pero ya está muy visto. El otro día, sin ir más lejos, en El ascenso de Skywalker, Rey y Kylo Ren e imponían sus manos sobre las heridas y se dejaban como nuevos con la ayuda de la Fuerza.


    Me aburro con estos superpoderes tan trillados. A mí, lo que me molaría de verdad, es tener el don de la telequinesia. Como los chavales  de aquella película que sí era interesante de verdad, Chronicle. A mí me gustaría, con un solo golpe de ceja, ups, tirar de la silla al pesado que da voces en la terraza del bar y no me deja concentrarme en la lectura; descabalgar de la moto al cabronazo que pasa a mi lado con el tubo de escape recortado; levantar la mierda de un perro en el aire y estampársela en la cara del dueño que no ha hecho nada por recogerla.  Maldades así, de andar por casa, la mar de prácticas. Que no dan, ay, para una película del mainstream.



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Chronicle

🌟🌟🌟🌟

En Chronicle, tres adolescentes adquieren el don de la telequinesia gracias al encuentro con un objeto extraño que yacía enterrado en el bosque. ¿Era un ovni? ¿Un artefacto del futuro? ¿Un experimento del gobierno? Un mcguffin sin importancia, en cualquier caso.

Al principio de la película, los chavalotes utilizarán sus nuevas habilidades para tomarle el pelo a la gente, y cachondearse de los alumnos más bravucones del instituto. Y dejar impresionadas a las rubias más guapas de Seattle, claro está, sin desvelar el secreto de sus nuevos atractivos, haciéndolos pasar por un exceso de testosterona, o por una destreza insospechada de mago profesional. Ellas, las muy ladinas, las muy veleidosas, dejarán a sus novios del equipo de fútbol americano y caerán rendidas a sus pies. Sus orgasmos de inducción telequinésica las volverán muy locas y muy agradecidas.


            Nuestros muchachos, al principio, se manejan torpemente con los poderes, y se pegan unos leñazos de impresión, y rompen los objetos que pretenden manipular. Se parten el culo de risa, y sus vidas transcurren felices y traviesas. Sin embargo, con el discurrir de la película, haciendo el tontico por aquí y por allá, aprenden a dominar sus asombrosas capacidades, y se convierten en superhéroes abrumados por la disyuntiva de lanzarse a salvar al mundo, en fatigosa e interminable tarea, o quedarse en el barrio a pegarse la gran vidorra del milagrero ocasional. Es la disyuntiva de todo caballero Jedi que siente la llamada perezosa del Lado Oscuro de la Fuerza...

A partir de ahí, Chronicle deriva hacia una película de acción con sus persecuciones y sus mamporros, que ya interesa algo menos. Era al principio, en las travesuras de los adolescentes, cuando la sonrisa complacida casi me llegaba hasta las orejas. Lo que hubiera dado yo, hace un cuarto de siglo, por disfrutar de un poder así. ¡Mis cien calificaciones de estudiante ejemplar!, por la cuarta parte de semejante fortuna. De qué me iban a servir ya, los sobresalientes de los cojones, con la vida resuelta gracias a la magia invisible que brotaría de mi cerebro, y de las puntas eléctricas de los dedos. Futbolista de élite, o estrella del espectáculo, o manipulador rastrero de las altas finanzas. De cuántos tipejos del colegio me hubiera vengado. A cuántas bellezas de la diadema en el pelo hubiera conquistado con la demostración chulesca de mis proezas. Todavía hoy, pasados los cuarenta años, sigo soñando con un poder invisible que hiciera justicia y callara las bocas. Un ciudadano anónimo, grisáceo, con un aire celtibérico a lo Clark Kent, que hiciera un despliegue dosificado de sus facultades: un empujón por aquí, una hostiaza por allá, una falda traviesa que levanta la brisa. Un bikini juguetón que se desata justo antes de saltar a la piscina...  Un gol de mi retoño que entra justo pegado al palo, cuando ya parecía marcharse por la línea de fondo. La Copa de Europa del Real Madrid, con Pitufo ejerciendo de gran capitán, conseguida desde el anonimato telequinésico de mi sofá. Pequeñas justicias, modestas venganzas, cotidianos gozos que me harían inmensamente feliz. Una reconciliación con la vida en toda regla. 

Una lástima que en Invernalia jamás aterricen los ovnis, ni yazcan escondidos los secretos tecnológicos del ejército español. En Estados Unidos, por lo que se deduce de Chronicle, las posibilidades de que te toque esta lotería son mucho más altas. Las mismas que de ser abducido por los extraterrestres, también sea dicho. O de morir tiroteado por un trastornado. No todo iban a ser ventajas.



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