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Todo lo demás

 🌟🌟🌟

A los hombres del montón, las mujeres siempre nos han venido de cero en cero, o de una en una, y jamás nos hemos visto en ese dilema -al parecer muy estresante, de necesitar incluso un psicoanalista- de tener que elegir entre dos mujeres que se interesan y rivalizan al mismo tiempo. Un postureo depresivo que no se entiende muy bien, la verdad, ni en la película ni en la realidad, porque el hombre así requerido no suele ser agasajado por dos mujeres cualesquiera, además, sino por lo mejor de cada ecosistema, una rubia y una morena, o las dos rubias, e incluso alguna pelirroja, que ya son harina de otro costal.




    Es por eso que uno, arrellanado en su sofá, en este ciclo Woody Allen que me está saliendo los viernes por la noche, no termina de entrar en la trama de Todo lo demás, aunque de vez en cuando la película te haga sonreír, y te saque unas actrices que jodó petaca, como decíamos de chavales en León, jodó petaca, para exclamar ante las bellezas que mostraba la vida. Qué más quisiera uno, ay, que empatizar con el personaje de Jason Biggs para enseñarle a resolver ecuaciones de segundo grado, con dos incógnitas igual de seductoras para despejar. Pero uno es lo que es, como cantaba Serrat, y nunca ha sabido resolver nada más complejo que una ecuación de primer grado, con su única X impepinable.  (Y la de veces, pienso ahora, que me habrán despejado a mí las mujeres guapas, de un matemático puntapié, en sus ecuaciones de múltiples incógnitas que las sueñan…)

    Un huevo metafórico, hubiera dado yo en la mocedad, por vivir esa desventura de Jason Biggs en la película, ese quilombo, ese martirio, esa duda existencial de tener que elegir entre las neoyorquinas más atractivas que corretean por Central Park. Ya no sólo por el orgullo, por la hombría satisfecha, sino por poder darle un buen consejo al chaval, una sapiencia de buenorro curtido y veterano, y decirle, lo primero, antes que nada, que deje de hacer el panoli con esa manipuladora de Christina Ricci, y que se vaya -¡pero en qué cojones está pensando!- con esa chica llamada Connie que es, jodó petaca, más guapa que un ángel del Señor, y que además lee sus mismos libros, y escucha sus mismos discos, y frecuenta sus mismas galerías de arte, allá en la 7ª Avenida de los neoyorquinos.

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La tormenta de hielo

🌟🌟🌟🌟

Cuando el matrimonio de Ben y Elena Hood termina por congelarse en La tormenta de hielo -porque la chispa de la pasión ya no se enciende, y las manías del otro se han vuelto insoportables-, lo primero que piensan es en acudir a un asesor matrimonial para que les diagnostique el origen del mal, y le ponga remedio con unos cuantos consejos de Perogrullo, de puro sentido común, que ya recitaban las abuelas de los malcasados en los tiempos medievales. 

    La cosa, por supuesto, no funciona, porque nadie conoce mejor los secretos de la pareja  que la pareja misma, que se ha visto desnuda en la cama, y cagando en el váter, y vomitando intimidades en las fiestas alcoholizadas. ¿Qué va a saber de ellos un terapeuta que sólo los conoce de visita, que sólo dispone de recetarios de aplicación general? Un terapetura que tal vez -Dios no lo quiera- sea él mismo un hombre separado, o una mujer divorciada, y tenga una versión muy particular o muy sesgada del asunto.


    Desengañados de la terapia -y con muchos menos dólares en el bolsillo- el matrimonio Hood probará con el método más tradicional de acostarse con una persona de confianza para descongelar los hielos perpetuos. Y ya de paso, después del coito, o de lo que sea, aprovechar para aligerarse el espíritu con varios desahogos: que si mi marido no me comprende, que si mi mujer es una arpía, que si tengo que rehacer mi vida con otra persona y tal y cual.

    El señor Hood no tardará mucho en encontrar otra cama donde volver a sentirse un ser humano sexualizado. Pero lo que allí encuentra es más hielo todavía cuando el pito se le baja. Sexo del bueno, sí, pero nada más, porque la señora Carver, una vez satisfecha, no tiene humor para aguantar sus rollos postcoitales de macho proclive al autobombo. La señora Hood, por su parte, necesitará tomarse varios vasos de ponche para jugar al intercambio de parejas en la fiesta de unos vecinos sofisticados, y terminará -irónicamente- en los asientos abatibles de Mr. Carver, que no tarda ni tres segundos en confirmar que aquello es una cana al aire bastante lamentable. 

    Si esto era la prometida infidelidad, el cacareado adulterio, mejor me quedo como estaba, piensa la señora Hood mientras regresa a su casa cabizbaja. Allí se encontrará con el también derrotado señor Hood, tan bien follado como ninguneado por su amante, y entonces, mirándose a los ojos desengañados, ambos comprenderán que aún existe una tercera solución para los matrimonios mal avenidos: el ajo y el agua.





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