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El planeta de los simios

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Hostia, no sé... Si después de un viaje interestelar de 200 años aterrizara en un planeta donde los monos hablan en inglés, montan a caballo y persiguen a unas mujeres de nuestra especie en taparrabos, yo, desde luego, le daría una vuelta al asunto. O el viaje ha sido circular y he caído en el mismo sitio -pero en algún tiempo extraño del calendario- o resulta que una educadora de monos se fugó de la Tierra y ha creado un colegio Montessori en las inmediaciones de una estrella lejana, allá por la constelación de Orión. 

Por cierto: ¿y las estrellas en el cielo? A Cristóbal Colón, con sus astrolabios y su ciencia básica del siglo XV, no se le hubiera escapado lo que sí le escapa al astronauta Heston: que si miro al cielo nocturno y veo las mismas constelaciones que en la Tierra, son su estrella Polar, y su estrella Sirio, y su Venus brillante en el horizonte, tal vez, eh, sólo tal vez, exista la posibilidad de que el cohete hiciera pum p’arriba y luego pum p’abajo, como si lo hubiera lanzado la Agencia Astronáutica Española desde la base de Minglanillas. 

(Pero claro: quizá juego con ventaja porque en el año 2023 ya conocemos el final de la película y te anticipas a la ceguera científica de Charlton Heston. El Capitán a Posteriori es un cabrón intergaláctico que nos perturba el pensamiento).

Pero da igual: para revisitar "El planeta de los simios" no me importaba el qué, sino el cómo, la pura curiosidad de ver la película. Y la verdad, vergonzosa para mí, es que no le he encontrado ninguna mística ni clasicismo. Esto no tiene ni pies ni cabeza y además es cutre hasta el sonrojo. Las persecuciones en ese poblado de los Picapiedra son como de Chiquito de la Calzada perseguido por Lucas Grijander: “Noorl”, “quietorrr”, “cuidadín”, “te voy a hacer pupita”...

Te quedas, eso sí, con la esencia filosófica del asunto: que los monos, cuando nos suplanten, serán tan hijos de puta como nosotros, sádicos y pueriles. Y no solo eso: la corrupción de su almas será bendecida por unos curas inevitables que aspirarán no a ser cardenales primados, pero sí cardenales primates.





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Un domingo cualquiera

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Los jugadores de fútbol americano parecen muy hombres porque se visten como si libraran una guerra medieval -la de los Cien Años, o las Cruzadas en Jerusalén- siempre pertrechados con su casco y con su armadura. Además dicen mucho “fuck”, y "bullshit", y "motherfucker", acompañando los tacos con una mano en los cojones, y en esos corrillos que hacen antes de cada jugada se mientan a las madres y proponen tratos ilícitos con las mujeres de los rivales. 

Sin embargo, los aficionados al deporte sabemos que los hombres de verdad -como aquellos que deseaba Alaska en su canción- son los que juegan el rugby que se estila en Europa y en el hemisferio Sur: el que se practica a cara descubierta y a pecho descubierto. El que se pelea con el único amortiguador de una camiseta y de un protector bucal para no dejarse los sueldos en el dentista. Las hostias son las mismas, pero la entereza y el estoicismo están del lado de nuestros muchachos, que se enfrentan a la suerte de un placaje con el cuerpo tenso y el rostro sin enmascarar.

La película de Oliver Stone mola mucho porque sale Al Pacino desatado y Cameron Díaz tan guapa que te mueres. Y al final, la épica del deporte es la misma en el fútbol que en la petanca: solo es cuestión de darle ritmo a la película y de encontrar diálogos jugosos; y en eso, Oliver Stone es un maestro del engatuse. Puede que “Un domingo cualquiera” sea una película tan excesiva como hueca, pero joder: dura dos horas y media y nunca te aburres.  

Lo que no consigue el bueno de Oliver -y ya nadie conseguirá jamás- es que a los europeos nos interese este juego. Gracias a las películas y a las bases militares, los yanquis han gozado de cien años de influencia cultural para intentar seducirnos con el "football" y solo han conseguido que lo repudiemos cada vez más. Por tostón, y por americano. Hace años, en España, se puso un poco de moda porque en Canal + quisieron darle mucho bombo a la Superbowl. Había patrocinios y tal. Yo piqué un par de veces y a la media hora me fui a dormir bostezando. No sé: no juegan, están todo el rato parados y debatiendo. Se mueven menos que los tertulianos de José Luis Garci.



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Horizontes de grandeza

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Horizontes de grandeza es lo que yo tenía cuando retomé el sueño de escribir hará un par de años. El confinamiento hizo que los juntaletras nos creyéramos escritores solo porque ya teníamos tiempo para sentarnos ante el ordenador. “Yo lo que no tengo es tiempo, pero cosas que contar, buf, una jartá...”, se decía mucho en los círculos provincianos, antes de la pandemia. 

Mis horizontes de grandeza -que llegaron a ser tan vastos como el rancho de los Tirrell- ahora vuelven a ser los senderos de mi pueblo. Y es bueno que así sea, porque tras la experiencia he regresado a la vida tranquila de La Pedanía: la escritura de estas gilipolleces, y las lecturas en el soto, y los paseos con Eddie por los alrededores. El tiempo que ya no dedicaré a dar giras promocionales ni a quitarme a las mujeres de encima, lo aprovecharé para seguir las finales de la NBA, y el snooker, y las eliminatorias últimas de la Champions League, donde mi equipo, el Real Madrid, no tiene horizontes de grandeza, sino que ya es grande de por sí, y grande de cojones además. 

Si aquel chino no se hubiera comido el bocata de pangolín -ahora dicen que fue un filete de murciélago- yo no hubiera tenido tiempo para escribir esos recuerdos del Mundial 82 que ya no interesan ni a la generación que los vivió. Ni tampoco hubiera escrito ese anecdotario impublicable de mi paso por las aplicaciones del amor, una aventura que me dejó ilusiones rotas, sonrisas irónicas y certezas muy soberanas sobre lo ruines, mentirosos, simplones, básicamente neuróticos, que somos los seres humanos. Ellos y ellas por igual, querida Irene. Y elles. 

Anteayer, antes de ir a la feria del Libro a dármelas de escritor con libro publicado, cartel promocional y bolígrafo en ristre para firmar autógrafos -al final solo picaron tres conocidos que se vieron comprometidos- yo estaba en el salón de mi casa viendo, precisamente, “Horizontes de grandeza”, que es un película de paisajes muy bonitos y música que no se me va del tarareo, pero que es larga como un día sin pan, o como un rancho de los americanos, que hacen así con el brazo para enseñarte la extensión de sus posesiones y se te achinan los ojos como a aquel tragaldabas imprudente y puñetero. 




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