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Estoy pensando en dejarlo

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Yo también estoy pensando en dejarlo... A Charlie Kaufman, precisamente. Al menos, al Charlie Kaufman que dirige películas y no se limita a escribir guiones para otros. No compensa el tiempo invertido en sus películas de auteur. No hay quien le siga en sus onirismos, en sus barroquismos, en sus simbolismos para iniciados en el misterio. El  misterio insondable de su mundo interior, claro. No hay nada más aburrido que escuchar los sueños de alguien, y Kaufman, salvo en aquella película de Anomalisa, se está convirtiendo en un turras de mucho cuidado.



    Que los sueños propios son un rollo para los demás lo sé por experiencia propia, porque yo soy mucho de contar mis sueños a mis parejas, cuando las tengo, llevado por la inquietud que me atormenta al despertar. Pero sé que en el fondo no les interesa, y que sólo fingen que me escuchan por educación, porque los sueños son un absurdo muy personal, incomunicable, y sólo tienen relevancia porque afectan al ánimo de quien los sueña. Y eso mismo ocurre con Charlie Kaufman y su pesadilla Estoy pensando en dejarlo: que es una ida de olla, un producto del subconsciente, y yo termino desconectando como espectador que se pierde y en el fondo no se entera. Sólo entiendo -y firmo debajo- que el amor verdadero es el Gordo de Lotería, y que la mayor parte de lo que vivimos como amores son el outlet del mercado. Queda claro en los primeros minutos de la película, y es lo único hermoso y comprensible en este fregado. Lo demás es infumable, insondable, carne de diván para el psicoanalista carísimo de Los Ángeles que seguramente atiende al señor Kaufman.

    Luego están, por supuesto, los exégetas. Los enterados. Quizá -y siento, entonces, meterme con ellos- los espectadores inteligentes y sensibles. Los que han visto la película, vienen a la red y aseguran ofrecerte una explicación coherente de toda esta cacharrería simbólica. Son los que traducen las pelusas del ombligo al lenguaje de los humanos. Me río yo, de los traductores del arameo, o del suajili…

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Anomalisa

🌟🌟🌟

La Anomalisa del título es Lisa, la chica simpática y rellenita con una marca en la cara que le impide mirar de frente a los hombres por miedo al rechazo. 

    La anomalía de Lisa es que esa noche, después de ocho años sin haber probado el sexo, por fin va a compartir un lecho desnuda, piel con piel, aliento con aliento. Ella había venido a Cincinnati a conocer a Michael Stone, pero no carnalmente, sino intelectualmente, porque Michael es un ejecutivo que da conferencias muy estimulantes sobre las argucias exitosas del markéting, y ella se gana la vida vendiendo productos por teléfono. Michael es un cuarentón que ya peina canas, de voz profunda, gesto seguro, parco en palabras. Muchas mujeres que acuden a la conferencia se pirran por sus huesos. Alguna, incluso, sueña con llevárselo al huerto tras una sesuda conversación sobre estrategias y balances comerciales. Lo que pocas sospechan es que Michael está disponible, sexualmente avizor, y que bastaría un sólo gesto, una sola insinuación, para tenerlo de profesor particular en la habitación mullida del hotel.


    El matrimonio de Michael se tambalea, su sexualidad fogosa se marchita, y aprovechando su viaje de negocios, decide engañar a su mujer con una antigua novia del lugar. Pero la antigua novia, aunque acude a la cita, no está por la labor de reverdecer viejos laureles en la cama. La escena terminará con gritos, reproches, un vete a tomar por el culo muy sonoro. Michael decide lamerse las heridas en su habitación del hotel, y olvidarse de la fallida aventura extramatrimonial. Pero la erección sigue allí, alegre, empecinada, como si la frustración no fuera con ella Así que Michael vuelve a probar suerte entre las huéspedes menos selectas, y así descubrirá a Lisa, que lo reconoce, y lo admira, y se deja llevar por su elocuencia viril de las tantas de la madrugada. 

    Aunque él lo vista de romanticismo, de flechazo instantáneo, de mujer única encontrada entre la multitud sin sustancia, su deseo por Lisa es simplemente un polvo fácil, un desahogo casi asegurado para sobrellevar la pena y la soledad. Ella, tan feúcha, tan necesitada, no va a decir que no. De hecho no dice que no. Pero Lisa no es una mujer estúpida: sabe cuál es su papel, y lo interpreta a la perfección. 


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Synecdoche, New York

🌟🌟

El síndrome de Cotard es una alteración muy rara de la conciencia que consiste en la desconexión mental de sentirse vivo. El paciente, o la pacienta, vive convencido de que está muerto y de que continúa entre los vivos gracias a un designio de los dioses, o a un milagro inexplicado de la medicina. Estos sujetos -que a veces son gente infortunada que se ha dado una hostia monumental en la cabeza- afirman que su cerebro ya no funciona, y que sus órganos, a los que sienten paralizados y huelen putrefactos, han dejado de servirles. Es una pedrada mental de una entre cien millones. Una que figura en las páginas más recónditas de los manuales de psiquiatría. 

    En Synecdoche, New York -que ya es un título rarito de cojones para que nadie pida luego reclamaciones- Kaufman coloca de personaje principal a un tipo apellidado Cotard con toda la intención. Caden Cotard -al que da vida el no suficientemente llorado Philip Seymour Hoffman-  es un autor teatral que sobrevive como puede en la jungla de Broadway y sus circuitos colaterales. Ya en las primeras escenas descubrimos que algo no funciona bien en su cabeza: le asaltan olores extraños, se ve a sí mismo en la televisión, le salen hipocondrías de todo tipo...  Pero cuando su mujer decide abandonarle y llevarse consigo a Olive, su hija, Caden Cotard, sin dar un grito, sin romper nada frágil que estuviera a su alcance, se enchaveta por completo y ya decide declararse muerto en vida, cotardiano perdido, como esos tipos extrañísimos de los manuales.

    A partir de ahí, Synecdoche, New York es el porro mental de Caden Cotard construyendo una obra de teatro que refleje su propia vida, ya que la suya ha sido declarada fallecida. Y así se tira años y años, encaneciendo y deformándose, mientras sus subalternos, que también se dejan allí la vida, se quejan todo el tiempo de "a ver cuándo estrenamos". Lo dicho: un porro.  

    Luego -creo- la vida real y la vida del teatro se anudan, se confunden, y lo que era real pasa a ser imaginario, y viceversa, y hay actores que hacen de los propios actores, y mujeres que interpretan el papel central de Caden Cotard, y cosas así... O algo parecido. No sé. Synecdoche, New York es un juego mental para las élites culturales en el que yo descabalgué al poco de empezar. Até mi caballo al poste, entré en el saloon a tomarme la zarzaparrilla, y desde allí, a través de los ventanales, me puse a contemplar esta extrañísima película como quien mira un cuadro abstracto, o escucha la locura alucinante de un cotardiano de verdad.




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El ladrón de orquídeas (Adaptation)

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"Hay demasiadas ideas, y cosas, y gente... Demasiadas direcciones que tomar. Empiezo a pensar que la razón por la que es bueno que algo te interese apasionadamente, es que reduce el mundo a un tamaño más manejable".

     Esto lo escribe Susan Orlean, que trabaja para el New Yorker, y que acaba de conocer a John Laroche. John es el ladrón de orquídeas, un tipo estrafalario que arranca flores protegidas en los pantanos de Florida fascinado por sus formas, y por sus mecanismos adaptativos. Un fulano inquieto, neurótico, poco aseado en el vestir, pero que habla con tanta pasión sobre el universo de las orquídeas, y de su vínculo íntimo con el resto de la creación, que la escritora, que en principio estaba allí para escribir un reportaje, cae fascinada ante su discurso y decide escribir una novela inspirada en su obsesión. Porque la obsesión -comprende Susan- no es la tontuna de los locos, ni el empeño de los maníacos, sino un modo muy sabio de poner orden en el caos. De encontrar el sendero en la espesura. De no perderse en el viaje errático y ramificado de la vida.


    Años después, Charlie Kaufman, el marciano que un día decidió ganarse la vida escribiendo guiones, recibió el encargo de adaptar El ladrón de orquídeas a la gran pantalla. Pero la novela de Susan Orlean es un relato de acomodo imposible, pues está llena de reflexiones, de apuntes, de filosofías particulares, intraducibles en imágenes. Así que Kaufman, bloqueado ante la máquina de escribir, decide bajar al terreno personal -que puede ser real o ficticio o una tomadura de pelo monumental-, y se coloca a sí mismo como el protagonista principal de la película. El ladrón de orquídeas resulta ser finalmente la historia de tres obsesiones: la de Laroche por las orquídeas, la de Susan Orlean por Laroche, y la de Charlie Kaufman por sacar adelante una adaptación que resuma tanta fascinación sin horizonte. 

¿El resultado?: otra película de Charlie Kaufman imposible de contar, de resumir. Una ida de olla maravillosa. Personajes reales que hacen de ficticios, y personajes ficticios que hacen de reales. Un guión que habla sobre la escritura de un guión. El metaguión. La puta locura. 



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Cómo ser John Malkovich


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Cómo ser John Malkovich empieza con una marioneta igualita que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, bailando la danza de una depresión. El parecido es asombroso: la misma barba, la misma coleta, los mismos ojos entrecerrados al estilo tártaro de Lenin...

    La marioneta se mira al espejo, no se gusta, lo rompe. Destroza los objetos de la habitación y se revuelca en el suelo dominada por la rabia. Es una performance como de político derrotado en unas elecciones. Poco antes, en los telediarios, uno ha visto al Pablo Iglesias de verdad sostener un florido debate contra las fuerzas del Mal en el Parlamento. Y ahora, en lo que iba a ser una ficción de media tarde, una película escrita por Charlie Kaufman -el raro- para Spike Jonze -el extravagante-, uno vuelve a encontrarlo convertido en un muñeco manejado por un hábil titiritero, como si esto fuese 13 TV insinuando subordinaciones del "Coletas" al chavismo venezolano, o al régimen iraní. Uno, que conoce de sobra el argumento de la película, y sabe que lo del títere sólo es una coincidencia de fisonomías, acaba, sin embargo, de abandonar los vapores alucinógenos de la siesta, y teme por un segundo no haber despertado todavía, y estar soñando una pesadilla imposible donde John Cusack mueve los hilos de la izquierda española y John Malkovich, aunque afeitado de barba y de cabeza, hace el papel de un político gallego que aparece en todas partes soltando obviedades sin pudor y trabalenguas sin sentido. Malkovich, Malkovich, Malkovich...




    Pero los vapores del sueño sólo duran unos minutos, y al despejarse la niebla uno ya está metido en la trama absurda pero absorbente de la película: el piso siete y medio, la portezuela escondida tras el archivador, el acceso imposible a la mente de John Malkovich durante un cuarto de hora de sensaciones subrogadas... La película, así contada, parece la ocurrencia de un loco, o la resaca de un borrachuzo, pero puesta en imágenes es un relato que da para mucha reflexión sobre los límites del yo, los caminos del éxito y los amores imposibles. Cómo ser John Malkovich es una película venida de Marte, imaginada en un manicomio. Irresistible, e hipnótica, como Catherine Keener.

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Confesiones de una mente peligrosa

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Al principio de Confesiones de una mente peligrosa, Chuck Barris, arrepentido de su mala vida y de sus malas decisiones, confiesa que su único objetivo en la vida era que las mujeres le amaran, y, a ser posible, que le chuparan la polla. Esto último como guinda del pastel, si no era mucho pedir.

    Si hacemos caso de su caracterización, el pobre Chuck lo llevó bastante crudo en su juventud, porque era un muchacho sin atractivos físicos, y sin habilidades de galán, un fracasado sexual en el paraíso donde otros triunfaban y retozaban. Así que tuvo que esperar varios años para comprender que su creatividad -su mente peligrosa- sería el arma de combate que finalmente conquistaría a las mujeres. Mientras intentaba meterse en el mundo de la televisión como creador y productor, legó al mundo varias canciones que en su momento fueron éxitos tan fulgurantes como pasajeros. Chuck empezó a ligar, a tomarse cumplida venganza de los despechos juveniles, y hasta es posible que alguna novieta le pusiera por fin la guinda a su pastel. 

    Pero Chuck, ya subido en la ola, aspiraba a algo más: a mujeres guapas de verdad, con las que poder pasearse por Nueva York despertando envidias y levantando admiraciones. Así que se puso pesado, hizo carrera en el mundo de la tele, y allí, gracias a su mente inquieta, creó productos que lo catapultaron a la fama y a la cama de las gachíes más cotizadas. A él le debemos el formato primero de Contacto con tacto, o  El Semáforo, que tanto hicieron por nuestra educación y por nuestra formación cívica allá en la desperdiciada juventud.

    Pero a Chuck Barris le faltaba algo. Una inquietud muy personal que satisfacer. Un afán tan primario como el sexo, y tan vetusto como los primates: ser un matarife de la CIA. Kaufman, el guionista de la película, es un tipo muy hábil a la hora de sortear estas contradicciones, y crea mundos y personajes que podrían ser tan verídicos como fantásticos, tan apegados a la realidad como delirantes que te cagas.  Ése es su mérito incuestionable. La CIA, por supuesto, lo niega todo. Según ellos, la doble vida de Chuck Barris sólo es un invento publicitario y un filón para la película. Nada más. Faltaría más. 





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Rebobine, por favor

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El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Human Nature

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Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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¡Olvídate de mí!

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El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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