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Celebración

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No hay nada más aburrido que una tarde de domingo sin fútbol. Los dioses crearon los domingos y el fúbol al mismo tiempo, en fiesta santificada, en unidad indivisible. Días como el de hoy son atentados contra el orden divino de la Creación. Días propensos al pensamiento, a la comunicación infructuosa, a las tentativas de ocio que se diluyen en la apatía. El fútbol es el opio del pueblo. La pastilla azul que nos redime de Matrix. Tan eficaz que no tiene sustituto posible. Al menos en mi vida. Ni siquiera las películas, a las que amo más que a mí mismo, son capaces de llenar ese vacío infinito de las horas muertas. Porque las tardes de domingo son algo más que aburridas: son deprimentes, funestas, oscuras incluso en verano. Son el recordatorio de que la vida, a fin de cuentas, no vale nada. El colofón sombrío de una semana desperdiciada, Las tardes de los domingos son el tiempo muerto de la esperanza.

Condenado, pues, a ver una película en domingo, me apetecía una destructiva, desangelada, de esas que tiran a dar. Celebración. La había visto hace años, en un ciclo patrocinado por Caja Usura, pero no recordaba de ella más que una simple sinopsis. Y no sé por qué, la verdad, porque esta recreación de la Gran Familia Disfuncional es el reflejo -exagerado, pero no desencaminado- de todas las familias disfuncionales que hay en el mundo. Y que son, en realidad, todas ellas: la mía, la de usted, la de cualquiera, aunque no la comande un padre pederasta ni la mangonee una madre imbécil, como en la pelicula. Basta con ser uno mismo, con preservar el espacio privado, con defender los propios intereses, y la familia, como unidad de destino en lo universal, se va al garete. Cualquier cena de Nochebuena basta para desmontar el mito, incluso el de las familias más unidas y entrañables, quizá las peores.




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