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El indomable Will Hunting


🌟🌟🌟🌟

Ningún recuerdo es del todo fidedigno. Lo enseñan en las facultades de Psicología, y cualquier ciudadano honesto puede comprobarlo en su cotidiano recordar. Sólo un segundo después de ver y escuchar, nuestro yo, que es el guardián en la puerta, ya está poniendo filtros, subrayando lo interesado, difuminando lo que nos deja en mal lugar… Nuestro cerebro es un censor que recorta los recuerdos con las tijeras; un pintor que los retoca con pinceladas o brochazos; un segurata que revisa la maleta para que nada peligroso traspase la frontera. Esa memoria incuestionable que decimos conservar como si fuera una foto o un vídeo en el teléfono móvil, siempre es una reconstrucción, una obra de arte, una versión inspirada por nuestra subjetividad. Una película montada a nuestro gusto para que la vida nos sea más digerible, y nuestro yo no sufra demasiado con las contradicciones. La memoria nos ayuda, pero nos traiciona. Nos preserva, pero nos convierte en mentirosos. O en mentirosillos, al menos.



    Y si esto ocurre con nuestras vivencias personales, en las que siempre somos el actor principal y omnipresente, qué decir de los recuerdos que guardamos de las historias que nos cuentan, o de los libros que leímos hace tanto, o de las películas que vimos en la otra vida de la juventud. Pensaba en estas cosas mientras veía el final de El indomable Will Hunting, que es una película que no figuraba en mis retrospectivas, pero que una persona muy querida me recomendó con una convicción de esas que no se pueden rechazar. Todos recordamos al personaje entrañable de Robin Williams, el psiquiatra que se pone a la altura barriobajera de Will Hunting para demostrarle que él, en su consulta, es el puto amo, el jefe de la banda, el macho dominante que puede molerte a hostias… Durante veintidós años hemos pensado que era él finalmente quien ayudaba a Will, a salir del pozo, a encauzar su vida de estudiante superdotado. Y es cierto, sí, pero sólo a medias. Porque Will, aunque entra al buen rollo, y se repantinga en el sofá de la consulta, en realidad desconfía de su psicólogo, recela, da vueltas en círculo, y sólo cuando su amigo de toda la vida le canta las cuarenta, y le reprocha estar a su lado desperdiciando su talento y su futuro, en la cabeza de Will se encenderá esa bombilla de lucidez que faltaba en su brillante repertorio.



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The Old Man and the Gun

🌟🌟🌟

Cuando yo era niño todavía había señoras mayores -amigas de mi madre, o vecinas del arrabal- que cuando te hacían una carantoña te decían que te parecías mucho a Rodolfo Valentino, de lo guapo que eras, cuando Rodolfo Valentino llevaba ya más de medio siglo actuando en las películas del Más Allá. Esas señoras tan amables -y tan mentirosas, todo sea dicho- ya están casi todas reunidas con él, haciendo quizá de extras en sus películas celestiales, o quizá vegetan en un asilo a la espera del próximo cohete que las lleve al Paraíso del Caíd. 

     Las señoras mayores de ahora, las que tomaron el relevo de sus madres y de sus abuelas, cuando se topan con mi hijo en las tiendas le llaman Robert Redford -esta vez sin mentir demasiado- porque él es un poco rubiajo, y tiene una sonrisa enigmática y picarona que las encandila, y las retrotrae a su juventud perdida de los cines de verano. En los años 70, Robert Redford prestó su nombre a un sinónimo de la belleza, a un piropo coloquial, que todavía se encuentra en el habla de la calle. Robert Redford todavía no ha fallecido, e incluso sigue trabajando en pequeñas películas para matar el gusanillo, como ésta del atracador de bancos que sólo tiene que desenfundar su sonrisa para reducir a las cajeras y acojonar a los interventores. 

    Dice Redford que es su última película, que se retira, y a sus ochenta y tantos años presumo que tarde o temprano también se retirará de la vida involuntariamente, y que se reunirá con Rodolfo Valentino para hacer extrañas películas que serán medio mudas y medio habladas. No deseo su muerte, por supuesto, pero sí siento curiosidad por saber cuánto tiempo perdurará su nombre en el imaginario de la belleza. Si se olvidará primero su legado semántico o su legado cinematográfico.




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Interstellar

🌟🌟🌟🌟

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.



    Interstellar es, en estas filosofías, una película dubitativa. El personaje de Anne Hathaway, arrebatada en un trance mayúsculo, afirma que el amor es un sentimiento que traspasa las dimensiones del espacio y del tiempo, como dando a entender que es algo metafísico que no está hecho de protones, ni de energía, algo que no guarda relación con la física de los ateos recalcitrantes. En esto la película se pone del lado de la teorías espirituales y contenta más o menos a la mitad de la platea. Pero luego, en otro diálogo, la película hace como que recula, como que se arrepiente, y lanza la teoría de que el amor, como fuerza atractiva que es, puede ser una manifestación muy particular de la fuerza gravitatoria, que al parecer es la única de las conocidas que navega sin problema por las dimensiones que nos contienen y nos rodean. ¿Es el amor una interpretación cerebral de los gravitones que emite la persona amada? He ahí la peliaguda cuestión, que al final, por supuesto, queda sin responder.




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A Ghost Story

🌟🌟

Si hacemos caso de lo que nos cuentan en las películas, los fantasmas parecen más apegados a sus hogares que a sus parejas. Les tira más lo inmobiliario que lo romántico. Lo hipotecario que lo amatorio. No sé qué hacen los espectros verdaderos del folklore, pero desde luego, en el mundo del cine, si el amante que permanece vivo se muda a otra vivienda, el fantasma prefiere hacer nesting en lugar de acompañarle en la mudanza como un ángel guardián, o como un amante que no ceja en su empeño. Es una querencia curiosa e inexplicada. Jerry Seinfeld diría que con lo que cuesta encontrar un apartamento en Manhattan, ni siquiera los muertos están dispuestos a dejarlos así como así. Y quizá tenga razón: las casas encantadas, por lo general, son casas cojonudas, de alto valor inmobiliario, caserones decimonónicos o palacetes de aristócratas, nunca un cuarto piso sin ascensor en Vallecas, o la covacha del tío Anselmo en los Ancares. En los barrios pobres no existen los fantasmas y quizá por eso yo nunca he visto ninguno.

    En un episodio de Seinfeld, Jerry y sus amigos se pateaban los funerales de la zona para preguntar, fingiendo ser familiares o allegados, si el muerto dejaba tras de sí un apartamento apetecible, antes de que lo anunciaran en los periódicos y alguien más rápido se lo birlara. Lo que no sabían Jerry y sus secuaces es que el muerto, por muy muerto que estuviera, no iba a irse realmente del apartamento, y que en caso de conseguirlo iban a tener que convivir con una sábana blanca que les acecharía por las noches. Y quien dice un apartamento en Manhattan dice una casa como ésta que habitan Rooney Mara y Casey Affleck en A Ghost Story, que es una monada de vivienda, de planta única, en las afueras de la ciudad, ideal para una pareja de jóvenes fornicadores que buscan el retiro espiritual para componer sus músicas y sus artes. 

Cuando empieza la película, uno piensa que el espíritu ya está allí en forma de Rooney Mara, porque Rooney es verdaderamente un ángel caído del cielo, una mujer demasiado hermosa para ser verdad. Pero no: es su novio quien muere en un accidente de tráfico, y decide, una vez revestido con la sábana mortuoria, en aberrante pero tradicional decisión, dejar que su pareja se vaya lejos mientras él se instala en el salón a contemplar el paso de la no-vida: los nuevos inquilinos, la ruina del tiempo, el vacío de los eones... 




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Manchester frente al mar

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"El carácter de un hombre es su destino". Esto lo escribió hace dos milenios y medio Heráclito de Éfeso, el filósofo que entonces apodaron "El Oscuro" porque hablaba en sentencias crípticas como de oráculo de Delfos. En esto, sin embargo, Heráclito no pudo ser más claro, y después de ver Manchester frente al mar yo estoy tentado de poner un póster suyo en las paredes, o un busto de escayola sobre la estantería, para homenajearlo cada mañana y ahuyentar de paso a los malos espíritus que niegan la evidencia. Heráclito, por supuesto, no conocía los misterios del código genético, ni las leyes mendelianas de la herencia, pero sí era un tipo inteligente, intuitivo, que allá en Éfeso tenía su prestigio y su magisterio, su barba de anciano venerable, y los domingos por la tarde era invitado a las tertulias del café para ilustrar a los tontos e iluminar a los ciegos.


    El carácter -que es esa insistencia neuronal que sólo se puede aplazar o disimular en ocasiones- nos salva o nos condena, nos guía o nos pierde, nos da una de cal y nos quita una de arena, y no hay educación ni propósito de enmienda que lo revierta. Somos lo que somos, y quien asegure que cambia, que evoluciona, que "madura", sólo se está engañando a sí mismo, o recitando como un loro los manuales de autoayuda. No es cierto que el hombre sea él y su circunstancia, como dijo el filósofo Ortega, porque es el hombre - con su carácter- el que va creando sus propias circunstancias, y al final todo es él, y todo emana de las mismas bases nitrogenadas que tejen las voluntades.

    Y dicho esto, basta una negligencia tonta, un accidente estúpido, una confabulación traidora de "la circunstancia" para que se produza una tragedia como ésta de Manchester frente al mar, para que la vida de uno cambie para siempre, y pueda decirse aquello tan manido de "soy un juguete del destino". Y que luego, para más inri, en otra jugarreta de la circunstancia, se te muera el familiar, y obligado por la ley, e impelido por la voz de la sangre, tengas que salir de la cueva donde el carácter te recluyó para hacerte cargo de ese adolescente que te da mil vueltas en el asunto. De tomar las decisiones más lógicas para enfrentar el resto de la vida. A mis cuarenta y tantos años, y humillado por un chaval. La madurez se tiene o no se tiene, definitivamente, como el talento artístico, o la almorrana en el culo. 


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