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El crítico

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Me jode disentir de Carlos Boyero cuando le leo. O cuando le escucho en la radio cada semana, en el programa de Carlos Francino. Son solo veinte minutos de charleta, pero para mí es una consulta ineludible, tan necesaria como la del médico o la del amor.

Menos mal que no discuto muy a menudo con él; que casi siempre comulgo y asiento con una carcajada cuando voy con los auriculares. Sería insoportable, insufrible, un motivo más para atiborrarse a tranquimazines. Porque yo, de algún modo, me siento identificado con él. No somos de la misma generación, ni hemos compartido experiencias vitales más allá de haber sufrido a los curas en nuestra infancia. Yo no viví la Movida, ni probé las drogas, ni conocí a Fernando Trueba, ni escribí en periódicos de prestigio. Yo me quedé en la provincia, fume una vez un porro y soy amigo de otros seres muy anónimos como yo. Una vez tuve una columna semanal en un periódico de por aquí y ni siquiera escribía sobre cine, sino de movidas locales, pasadas por el filtro de mi ignorancia. Como no me dejaban escribir sobre películas, al final me las montaba yo solo en el ordenador. Un día los del Opus Dei compraron el periódico y me echaron por rojo. Y por mal escritor, supongo. Y por pecador de la pradera, por supuesto.

Boyero y yo, cada uno en la galaxia de su influencia -la suya de panorama nacional, la mía de menos de cien seguidores en Instagram- tenemos un perfil similar. Unos gustos coincidentes. Una personalidad catastrófica e hiriente. Nos la sopla todo, al menos de cara al público. Luego, supongo, la procesión va por dentro. A mí al menos me pasa. Tenemos una afinidad preocupante, quizá. Él no sabe nada de mi, pero yo sí sé mucho de él, y más ahora que acabo de ver este documental. Le miro, le escucho, le sigo en sus argumentos, y siento por un lado que me hubiera gustado vivir su vida: los festivales, los amigotes, los pasotes...., el ego de saberse leído e influyente. Pero por otro lado veo en él el reverso tenebroso del Álvaro que no fue. Pero que puede, ay, que esté a la vuelta de la esquina: el cinéfilo derrotado, de voz quebrada y alicaída. 




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