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Hace unos meses
me sulfuré por culpa de I Origins, aquella
película del científico darwinista que terminaba enredado en las creencias de
la reencarnación. Y ahora, casi sin tiempo para sacudirme el azufre, me llega,
recién cocida en Alemania, esta hostia sacramental que se titula Camino de la cruz. La película, en sus compases iniciales, es una
cosa que da mucho miedo, con ese cura preconciliar que prepara a sus pupilos
para la próxima Confirmación. Entre ellos está María, la niña mártir que se va
tragando las enseñanzas como Lacasitos
de chocolate. Una feligresa disciplinada que emprenderá su propio Via Crucis de
sacrificio y salvación...
Uno quiere reírse del cura cuando suelta sus
barbaridades sobre la vida y el ultramundo, pero el tono es tan crudo, y el
plano es tan hierático, como de Michael Haneke o de Ulrich Seidl, que la risa
se queda ahogada en la tráquea, y en su lugar asciende un regüeldo de la cena
que sabe a hiel y a cosa fermentada. En la segunda escena descubrimos a la
madre de María, una pirada que aún no ha salido del Concilio de Trento y que lleva con mano férrea
las riendas de su educación. Una mujer de gesto adusto que además, al reñir en alemán, multiplica por cien su efecto acojonativo, como una guardiana nazi de los
campos de concentración. Uno siente compasión por María, la pobre tontaina
embaucada, y una repugnancia infinita por esta pandilla de iluminados que no
ven más allá de sus alucinaciones neuronales. Llevado por el laicismo
militante, uno se cree envuelto en una cruzada como las que encabezaba
Voltaire, y casi le grita al televisor "Écrasez l'Infâme", enardecido
por tanta majadería. Pero ojo, repito, que esto es cine sibilino y untuoso, y
al final, para dejarnos mudos a los ateos, Camino
de la cruz esconde una sorpresa y un giro de cámara que hará las delicias
de los católicos que ya abandonaban la sala derrotados, o se levantaban del
sofá para tomarse un refrigerio de vino consagrado. Nuestro gozo, en un pozo.
De perdición.