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El regalo

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Esta película, El regalo, yo ya la había visto. Transcurría en París, se titulaba Caché, y la dirigía un filósofo metido a cineasta -y a tocapelotas- llamado Michael Haneke. En ella había otra pareja de burgueses encantados de conocerse hasta que un psicópata empezaba a acosarles, a entregarles paquetes, a filmarles clandestinamente en la intimidad... Todavía siento escalofríos al recordarla. Caché era puñetera y malsana, inquietante y perversa, como todo el cine perpetrado por Haneke. El austríaco es un cabronazo que te mete la mano por la garganta, o por el trasero, y hace operaciones muy dolorosas en los territorios del miedo o de la culpabilidad. De sus películas siempre sale uno tocado, como si una nube negra se instalara sobre la cabeza y te quitara los rayos del sol, y la alegría de vivir.


    El regalo, como Caché, es una película sobre fantasmas de las navidades pasadas que de pronto se hacen carne molesta y peligrosa. Tipos a los que no veíamos desde la infancia, y a los que habíamos olvidado por completo, que sin embargo se acordaban muy bien de nosotros. Que -más aún- nos llevaban grabados a fuego en su rencor. Niños a los que un día, por hacernos los chulos, o por vengar la injusticia de unos cromos escamoteados, acusamos de algo que no era verdad, o que no era verdad del todo. Un agravio que fue creciendo sin control, tomando forma, creando malentendidos, hasta que acabó con la reputación y el buen nombre del chaval. Una vida tal vez arruinada, tal vez irrecuperable, que tuvo su origen en una maledicencia de patio de colegio, o de intercambio de clases. 

    Sobre mí, en aquellos tiempos, mis archienemigos del balón o del sobresaliente vertieron más de una injuria que por fortuna nunca llegó a nada. La desgracia en la vida me la he ido labrando yo solito. Yo, en venganza, o en pura maldad, también solté varias andanadas al aire, a ver si colaban... Nunca supe si acertaron de lleno o se perdieron en el mar. Tal vez algún día, en la cola de un supermercado, o en la terraza de una cafetería, me encuentre a un tipo de rostro vagamente familiar que me enseñe la herida, y me devuelva el proyectil en una bolsa.  


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Caché

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Michael Haneke es un tipo puñetero y malévolo. Mientras apela a tu inteligencia de espectador -cosa que es de agradecer en estos tiempos- te agarra de los huevos en el halago para hacerte saber que tú serás muy listo, pero que él lo es mucho más. Incluso en sus películas más indescifrables notas la inquietud de su presencia, el susurro al oído de quien te conoce mejor que tú mismo, y pone al desnudo tus inseguridades más inconfesables.

           Haneke es un hijo de puta muy listo. Tiene estudios. Está muy leído y muy vivido. Tiene cara de profesor hueso de la universidad. Ves las entrevistas que le hacen en los DVDs y a todo lo que razona y explicotea no tienes más remedio que responder amén. Es un embaucador y un genio. Es sugerente y sugestivo. Cuando terminan sus películas, le odias; cuando explica sus películas, le amas. Me recuerda a esos profesores que yo tuve de chaval, en los Maristas de León, gente que te exigía, que te puteaba, que te hacía la vida imposible, y que luego, años después, por esas ironías del destino, se convirtieron temporalmente en mis compañeros de trabajo, y me desvelaron, entre risas de complicidad, sus secretos pedagógicos de falsos torturadores.

            Cuento todo esto porque hoy he vuelto a ver Caché, experimento de confuso final que ha hecho correr ríos de píxeles en los foros de internet. Caché es de esas películas que dividen al personal en dos bandos antagónicos: o la encuentras pretenciosa y mala, o te parece una obra maestra incontestable. Yo pertenezco a este segundo grupo, minoritario y combativo, quizá porque el misterio de quién enviaba las cintas a Daniel Auteuil me la trae un poco al pairo, como un macguffin de los de Hitchcock. Lo importante de Caché es que al mismo tiempo que desnuda el sentimiento de culpa de Daniel Auteuil, desnuda el que todos escondemos en algún lugar recóndito de nuestra memoria. Haneke nos lanza una acusación directa: todos hemos puteado a alguien, alguna vez, a sabiendas, con flagrante injusticia y regodeo. De niños, de adultos, siempre que lo hemos necesitado para obtener un beneficio o para ganar una aprobación. Haneke nos recuerda  que todos somos, en el fondo, egoístas y malos. Ocurre, a diferencia de Caché, que la mayoría de las veces no le hundimos la vida a nadie con nuestras malicias y faenas. O no al menos de un modo definitivo. Pero no podemos estar seguros. Quizá nuestra burla infantil hacia un compañero fue la gota que colmó el vaso de su desesperación, antes de que tomara un camino oscuro y sin retorno. Quién sabe. A esto juega Caché. A esto juega Haneke. 




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