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Orígenes

Me las prometía muy felices en el arranque de Orígenes porque su protagonista es un biólogo que estudia la evolución del ojo humano, y quiere poner fin a las monsergas de los creyentes en un Diseño Inteligente de la vida: esos tipos que aseguran que la selección natural no pudo cincelar paso a paso tal maravilla biológica, y que tuvo que ser un anciano con barba el que lo creara en un sólo golpe de ingenio, allá en el laboratorio de su nube interestelar.

    El doctor Ian es un hombre metódico, trabajador, convencido de la verdad científica que predicara Charles Darwin a sus discípulos. Los espectadores que militamos en el agnosticismo o en el ateísmo le animamos desde nuestro sofá cada vez que entra en el laboratorio y se pone a trajinar con los microscopios, como si no estuviésemos viendo una película, sino un partido de fútbol con penalti a favor. Yo, desde chaval, gracias a la labor misionera de los curas, soy hincha del Anticlerical F. C., y en Orígenes me pongo muy fanático, muy forofo. Cada vez que un personaje desliza la duda metafísica me levanto del sofá como si me levantara de mi asiento en la grada, y maldigo su nombre en varios idiomas irreproducibles.

         Llegamos a la mitad de la película y nuestro equipo va ganando por goleada a los creyentes, a los curas, a los catequistas que enseñan  la Creación de los Seis Días y el Séptimo en el sofá. El doctor Ian y la doctora Karen han activado y desactivado unos cuantos genes para otorgar la vista a gusanos que no antes no veían, como dicen que hizo Jesús con los ciegos humanos de Judea. Pero ojo (y valga la redundancia): aqui hay una chica preciosa que tiene cogido a nuestro héroe por la bragueta, enviada por el diablo para tentarle y hacerle dudar de sus demostraciones. Ella, entre polvo y polvo, trata de convencerle de la cortedad de sus planteamientos, de la existencia de un más allá espiritual  que él está incapacitado para percibir. Cualquier otro hombre hubiera sucumbido a las filosofías de esta mujer perfecta de ojos magnéticos. Pero Ian, para nuestro asombro, para nuestra envidia de hombres volubles y poco voluntariosos, aguanta como un coloso las embestidas de su lengua juguetona y viperina. Si no fuera porque juega en nuestro equipo, diríamos que es un santo varón.

    Pero ay, de Mike Cahill, el responsable de la función, que en el intermedio del partido recula posiciones como un cobarde en medio de la batalla, y empieza a pitarnos penaltis en contra, y a conceder goles que no son, y a sacarnos tarjetas rojas por cualquier tontería. Y así, en un plis plas, ante nuestros ojos atónitos, el F. C. Espiritual remonta el marcador y se pitorrea de nosotros. Cahill, al que yo creía paladín de nuestra causa, se saca de la chistera varios trucos para hacernos creer que bueno, que en fin, que quién sabe, que tal vez es posible que los cuerpos se pudran pero las almas permanezcan. Que la duda es beneficiosa y sana, y que hay que estar abiertos a otras posibilidades existenciales. Que millones de  personas en el mundo no pueden estar tan equivocadas cuando se abarrotan los templos y dan gracias al anciano alquimista que dicen que nos creó. 

    Nos han robado el partido, otra vez, a los mismos de siempre.



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Otra Tierra

🌟🌟🌟

En la película Otra tierra, un planeta idéntico al nuestro aparece de pronto en el cielo, con los mismos mares, los mismos continentes, la misma luna orbitando pesadamente a su alrededor. Los astrónomos de nuestro planeta, ahora rebautizado como Tierra 1, establecen comunicación por radio con los habitantes de la denominada Tierra 2, y comprueban, atónitos, que también las personas vivimos repetidas en el nuevo astro, con los mismos recuerdos, y con la misma voz que responde a las preguntas. Tierra 2, para bien y para mal, es la imagen especular de lo que ocurre en la Tierra 1, con el mismo Papa, la misma contaminación, la misma Charlize Theron dejando turulatos a los cinéfilos del ancho mundo.

            Tras conocer el hallazgo, mucha gente de la Tierra 1 vive presa de la inquietud y del miedo. La existencia de Tierra 2 implica que hace dos mil años también hubo otro Jesús predicando en otra Judea, con lo cual habría dos Hijos únicos del mismo Dios, o quizá dos dioses gobernando cada uno su dominio particular, al igual que los emperadores romanos se repartieron el Imperio de Oriente y el de Occidente. Tierra 2 es la negación de las Sagradas Escrituras, y el principio del fin... Otros terrícolas, en cambio, como Rhoda, la protagonista de la película, viven fascinados con la idea de viajar a Tierra 2 para encontrarse consigo mismos, en la cafetería duplicada de la esquina, y charlar con esa persona que comparte al cien por cien sus gustos e inquietudes. Una oportunidad única para conocerse a sí mismo,, por fin, en el sentido estricto de la expresión, sin necesidad de filosofías socráticas ni de libros de autoayuda. 




    Algunos científicos sostienen que en Tierra 2 suceden exactamente las mismas cosas que aquí, en el mismo orden causal y cronológico, y que, por tanto, existe otra Rhoda que también planea el mismo viaje hacia Tierra 1, con lo cual ambas coincidirían en el trayecto, y terminarían por chocar en mitad del espacio, tal vez para morir ambas en el accidente, o para fundirse molecularmente en una sola Rhoda verdadera. Pero hay un científico que aboga por la teoría del Espejo Roto, según la cual, en el mismo instante en que nosotros los vimos y ellos nos vieron, las líneas temporales gemelas se rompieron, y cada planeta tomó sus propios derroteros. Como en la película ya han pasado cuatro años desde el encuentro sideral, Rhoda,  arrepentida de sí misma y de su vida, sueña con conocer a la otra Rhoda que triunfó en los estudios, que conoció al chico adecuado, que no cometió el error imperdonable que cercenó sus sueños de raíz. Sueña, quizá, con presentarse en Tierra 2, asesinar a su doble afortunada y usurpar su vida como en La invasión de los ladrones de cuerpos, abandonando la triste existencia a la que ha sido condenada en Tierra 1.


            Como se ve, Otra tierra es una película de altos vuelos filosóficos, de profundos debates sobre la incertidumbre de ser uno irrepetible. A mí, personalmente, no me gustaría encontrarme con mi doble paseando por la calle. No sabría qué decirme, ni cómo saludarme. Si ya es un incordio hacerlo con el vecino, o con el conocido del bar, cuánto más fastidio sería toparse con nuestra viva fotocopia, que nos conoce al dedillo, que sabe nuestras flaquezas, que podría avergonzarnos con sólo tres ágiles estocadas del florete lingual. Pero claro: si yo le rehuyera, él me rehuiría también, pues ambos seríamos el mismo tipejo acobardado y tristón,  y nos haríamos los suecos para agachar la cabeza y torcer ligeramente hacia la derecha. Y luego, con un poco de suerte, no volver a encontrarnos jamás. 

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