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Babylon

🌟🌟🌟


En una sala de cine -con la oscuridad, las palomitas, la obligación de amortizar el dinero apoquinado- puede que “Babylon” sea otra cosa. Como película no sé, pero como espectáculo acepto que es la hostia al cuadrado: una orgía exuberante de imágenes. También una asquerosidad innecesaria donde solo falta el señor Creosota echando la pota; y Diana, -la de “V”, no la de Gales- comiéndose un roedor de aperitivo. En el cine, además, Margot Robbie saldrá el cuádruple de grande, qué digo, saldrá multiplicada por cien, y ocupará todo el espacio sexo-visual cuando baila puesta de coca con ese peto de albañil. 

“Babylon” está hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Chazelle ha rodado un clásico como Dios manda. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas: todo es carísimo, y la gente habla, y mastica cosas que ronchan, y los teléfonos móviles están todo el rato en funcionamiento. Da igual que los silencien: vibran, y los consultan, y te distraen de la pantalla. Además, en las provincias nunca subtitulan las películas, y yo estoy muy mal acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rotulicos en castellano.

Así que he visto “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, en una tele de 42” que no le hace mucha justicia a toda su pirotecnia. Porque la peli -vamos a decirlo ya- desbarra, autocombustiona, se va por los cerros de Hollywood. Y allí todo es más excesivo y demencial que en los cerros de Úbeda. La mar de divertido. Una orgía perpetua donde se queman los billetes recaudados en taquilla. Para los ricos, cualquier década de cualquier siglo son los locos años 20... 

El mayor problema de “Babylon” es que dura demasiado. Tres horas en el sofá de casa no hay quien las aguante. Todo dura una eternidad hoy en día: las series, las películas, los partidos de fútbol estirados por el VAR. Antes podías programarte un poco el día: veo la película y luego leo un rato o paseo por el monte. Ahora te sientas en el sofá y ya no sabes cuándo vas a levantarte.




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Bullet Train

🌟🌟🌟

Mañana mismo regresaré a La Pedanía en una carraca que nada tiene que ver con este Tren Bala de los japoneses. Esto que transcurre por los villorrios leoneses es el “Snail Train”, más que el “Bullet Train”.

Será la casualidad, pero justo antes de poner la película en el ordenador, en el penúltimo día de vacaciones, compré en la app de RENFE el billete que habrá de devolverme a la madriguera. Un tren regional, sí, pero un regional exprés, ojo. Quiere decir que no para en todos los pueblos que se extienden entre León y La Pedanía, que son unos cuantos. Solo en unos pocos escogidos, con un mínimo de población que justifique la demora. O así era antes, al menos, porque en el viaje de ida también se suponía que íbamos en un exprés y al final paramos hasta en los descampados, a ver si se subía alguna vaca despistada. Me da que esto de “exprés” ya se ha quedado como un truco publicitario; como una coletilla que quiere dar caché a lo que ya es, a todas luces, un tren pre-jubilado, que se ha resignado a recoger a todos los pueblerinos de la provincia. Total, qué más da: una vez disipado el sueño de la Alta Velocidad, ya da lo mismo tardar dos horas que dos horas y media, y además, con tu billete, como cuando compras el cupón de la ONCE, contribuyes a una obra social.

El Bullet Train que une Madrid con Galicia estuvo a punto de pasar por La Pedanía. Parecía casi hecho, decían los políticos muy orondos, pero al final, entre las dificultades orográficas y la presiones de no sé quién, el Tren A Toda Hostia (TATH) enfiló por tierras zamoranas, al sur de la cordillera. Fue un planchazo ferroviario. Desde entonces cunde el desánimo y todo está manga por hombro. Los trenes traquetean mucho, o se averían, o viajan sin revisor. Es un poco desmadre. Pero siguiendo las enseñanzas de Brad Pitt en “Bullet Train”,  puede que sea mejor así: en estos trenes regionales, aunque sean exprés, jamás viajarían estos asesinos de la peli para montar un movidón. Mañana tardaré horas en llegar a La Pedanía, pero iré leyendo tranquilamente, o viendo alguna que otra película, mientras Eddie duerme su sueñecito en el transportín. 





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La gran apuesta

🌟🌟🌟🌟


Cuando todo se desmoronó, allá por el año 2008, empecé a leer libros de economía. No lo había hecho jamás. A veces me aventuraba en las páginas salmón de los periódicos y terminaba mareado. Sí: en 2008 todavía leíamos el suplemento dominical, que manchaba los dedos de tinta y luego servía para recoger el pis de los perretes.

Como no tenía ni papa del asunto, leí libros de “divulgación”, sencillitos, economía para dummies. Sabios muy prestigiosos se ofrecieron a darnos la comida masticada como a polluelos hambrientos de saber. Yo era de ciencias, pero de ciencias físicas y químicas, con un ojo siempre puesto en la astronomía o en los designios de la genética, para nada en este enredo de germanías financieras y verborreas de lo bursátil. Lo explican al principio de “La gran apuesta”: todo esto es así para que usted no se entere, para que no se meta en el negocio. Para que estos cuatro hijos de puta puedan seguir robándole parapetados en lo incomprensible.

Aun así, pese al esfuerzo didáctico de los autores, yo no me enteraba de gran cosa. Me fallaba la motivación -que se desinfló rápido, y el tiempo precioso -que repartía con la Liga de fútbol.  Pero algo sí que aprendí: que el dinero no son los billetes ni las monedas. Que el dinero es una cifra, una entelequia. Humo. Dinero es lo que pone en la cartilla del banco, nada más. Pero no es real. Se puede convertir en billetes cuando acudes al cajero, pero podría no hacerlo si vienen mal dadas. Que se lo digan a los argentinos del corralito.... El dinero es una cosa ficticia que hoy vale tanto y mañana vale tanto dividido por dos, o por cien. El dinero que usted tiene en la cartilla -esto de la cartilla ya es un hablar, claro- está atado a otros dineros. En realidad, lo que hay detrás de la ventanilla de su oficina es un gran casino donde una pandilla de desalmados -y los políticos que lo permiten- cogen su dinero y lo transforman en fichas para apostar. 

De eso va en realidad “La gran apuesta”: una versión dolorosamente real del “Casino” de Scorsese, donde se juega con el dinero de usted y al final terminan por desplumarle. Ayer como siempre. 




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El curioso caso de Benjamin Button

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro de unos cuantos eones, cuando la materia oscura alcance la masa predicha en las ecuaciones, el universo detendrá su expansión y empezará a contraerse, impelido por la gravedad. Las galaxias se aproximarán y la flecha del tiempo emprenderá el camino de regreso, como rebotada en una goma. Las agujas de los relojes girarán en sentido contrario, y los dígitos iniciarán el "final countdown" que cantaban aquellos melenudos de Europe. Tanto dar la matraca y mira: no iban desencaminados.

    Después del Big Crunch, las consecuencias precederán a las causas, y la mierda nos entrará por el culo. Será gol cuando se inicie la jugada, y será viernes cuando comience la semana laboral. Los amores nacerán cuando nos bloqueemos en WhatsApp, y terminarán justo cuando nos demos el primer beso. Cuando el calendario invertido alcance el día de nuestra muerte, nos levantaremos de la tumba, o nos reharemos de nuestras cenizas, y resucitaremos como estaba prometido en las Escrituras. Transitaremos, como Benjamin Button, de la vejez hacia la infancia, y moriremos, sonrosaditos y tiernos, en el vientre de nuestra madre. La conciencia de estar vivos -lo poco que quede de ella- se extinguirá cuando el zigoto se escinda en dos gametos, rompiendo nuestro yo.

    Así será nuestra segunda vida, nuestra resurrección de la carne, y todos seremos un poco como Benjamin Button, que ahora nos parece un personaje de fantasía, el curioso caso que desafió las leyes de la naturaleza. Si los astrofísicos no se equivocan, trece mil millones de años después de nuestra muerte invertida el universo se contraerá hasta un punto de dimensiones ridículas, y se producirá otro Big Bang que devolverá las cosas a su curso normal. Y así, en este juego pendular, después de otros trece mil millones de años, yo volveré a estar aquí, en el sofá, en el eterno retorno de Nietzsche, viendo por enésima vez “El curioso caso de Benjamin Button”, disimulando las lágrimas de contento. Porque sabré, o intuiré, que el amor de Benjamin y Daisy, aunque trágico, es eterno y nunca morirá. Como todos los amores, los de usted y los míos. Y que la espera, tan larga, habrá merecido la pena.  



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Érase una vez en... Hollywood

🌟🌟🌟🌟

¿Cuándo se jodió todo? Esa es la pregunta del millón. La que nos hacemos todos, a todas horas. La que se hace Quentin Tarantino en la película, hablando de su mundo. Cuándo se jodió el Hollywood de su infancia, el de las películas alegres y las tramas inocentes. El Hollywood al que llegaban los cineastas europeos como a nuestras playas llegaban las turistas de Suecia, y de pronto, gracias al aire fresco, y a las costumbres importadas, ya todo parecía otra cosa, un país menos paleto y menos obsesionado con la guerra.

Cuándo se jodieron los hippies, se pregunta Tarantino, que nacieron con una flor en la mano y un pétalo en la boca. Y el sexo como el arma definitiva para dirimir las disputas. El flower-power de los bonobos. La revolución verdadera, quizá, después del fracaso de las utopías europeas, que lo dejaron todo sembrado de cadáveres. Los hippies iban a traernos la concordia universal, la paz entre hermanos, la inacción al solete como forma de protesta. La marihuana y la sonrisa, el amor libre y los vestidos holgados. Hasta que un loco bajito -tan distinto a los que cantaba Serrat- se adueñó del negocio y convocó a cuatro jamados para celebrar un aquelarre sangriento en Cielo Drive, como en un juego de palabras. Quizá nada de esto hubiera sucedido si Sharon Tate y Roman Polanski hubieran vivido en la autopista al infierno que cantaban los AC/DC.

Cuándo se jodió todo, me pregunto yo también, en esta película que transcurre fuera del televisor. Cuándo se fue al carajo el mundo, y la vida, y la marcha triunfal del Madrid. Vayamos por partes. Se marchó CR y se terminaron los goles. Todo lo demás es literatura. ¿La vida? El destino está en el carácter, dijo el sabio griego. La perdición va inscrita en los genes. Cada uno la suya. Somos bombas de relojería. Nacemos con una cuenta atrás, y cuando la cuenta llega a cero, la cagamos. Nos puede el ansia, o el instinto, o la impaciencia, o la excesiva mansedumbre, y un día, de pronto, ya sólo nos queda el lamento y la nostalgia. 

¿Cuándo se cagó el mundo? Nunca, en realidad. Ya nació cagado, que es otra manera de decirlo. La humanidad no tiene remedio. El mono se bajó del árbol con el pie izquierdo en un error trascendental. El verdadero pecado original. Es ése del que habla la Biblia, pero de una manera muy enrevesada.




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El club de la lucha

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Los que en El club de la lucha sólo vieron la violencia del club de la lucha, no entendieron nada de la película, o no lo quisieron entender. Se quedaron con quince minutos de metraje  y luego salieron en tropel a denunciar el cine moderno, el exceso violento, la influencia malvada de Quentin Tarantino. Hubo hasta psicopedagogos que salieron a la palestra a soltar su monserga, como si las personas cabales llevaran a sus retoños a ver una película así. Y a la que no es cabal y los llevó, ya le puedes cantar misa en latín. Los críticos del establishment dijeron que la película de Fincher era un videoclip, una cosa pre-fascista, una provocación gratuita... Corría el año 1999, yo acababa de ser padre, y comprendí que  ya nunca pertenecería al club de la cinefilia oficial.

    El club de la lucha habla de las dos revoluciones pendientes que nunca podremos consumar: la social y la personal. Demoler los centros financieros y parecernos a Brad Pitt cuando nos miramos al espejo. Dos afanes imposibles que además ya nos pillan algo mayores, sobre todo si uno no quiere pasar a la clandestinidad para lo primero, ni pasar por las mil jodiendas de la cirugía plástica para lo segundo. Edward Norton, en la película, al menos logra cargarse unos cuantos edificios emblemáticos, porque aun siendo cosa inverosímil esto de organizar la sublevación bolchevique en las catacumbas de la noche americana, es mucho más fácil que torcer la voluntad férrea de nuestros genes, que se empeñan en sacarnos el pelo canoso, y los ojos oscuros, y la barriga fofa, y la sonrisa triste, tan alejados de esa estampa del bello Brad Pitt al que todo le sale rubio, estilizado, alegre, casi divino. 


    No me extraña que al final Edward Norton se lo cargue de un tiro, tan pluscuamperfecto y meticón. Y tan inteligente, y tan peligroso, porque Tyler Durden no es sólo guapo, y soñador, y follarín de envidiar hasta el verdín, sino que además es la puñetera voz de la conciencia. El memento mori. El Pepito Grillo. El tipo que arremete contra nuestra comodidad y nuestra cobardía. El que nos recuerda que no hay nada en realidad, que todo es vacío, y que quizá habría que vaciarlo todo para comprenderlo cabalmente.



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Snatch. Cerdos y diamantes

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En mi colegio también había un gitano rubio como éste que encarna Brad Pitt en la película. Juan José de Tal y Tal, de ojos azules, y con anillos de quincalla. Me acuerdo perfectamente de sus apellidos pero no quiero sacarlos aquí, en escritura pública, porque no tengo los permisos necesarios. Qué habrá sido de él, me pregunto, ahora que treinta años después le he recordado.... ¿Se preguntará él, alguna vez, qué ha sido de mí, de aquel empollón de las gafas, de aquel madridista sin remedio?

    Qué habrá sido, en realidad, de todos aquellos chavales… Dónde estarán, aquellos 41 fulanos que hicimos la EGB codo con codo, ocho años en las trincheras de los pupitres, como quintos de la mili, juntos como hermanos y miembros de una iglesia, la del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde el Cielo de los clérigos reaccionarios. Sé que unos quintos  han muerto de cáncer; que otros se ganan el pan como pueden; que a otros les va de puta madre por la vida… Pero no sumo más de diez conocimientos ciertos, apenas un cuarto de aquellas biografías que se quedaron en León, o se dispersaron por el mundo.



    Qué habrá sido de Juan José, de Juanjo, que tampoco era un gitano en realidad, sino un merchero, un quinqui, como este personaje de la película. Juanjo era un chaval impredecible, tan jovial como peligroso, que venía del barrio de Corea -que no sé por qué lo llamaban así-, un arrabal chungo, de marginales, de drogatas, de gente sin trabajo conocido. Con Juanjo lo mismo te descojonabas de la risa que luego te soltaba un puñetazo, como estos que arrea Brad Pitt en la peli, a mano descubierta. A mí una vez me partió la nariz de un hostíón, por una discusión tonta sobre un gol. Luego, el maestro, en clase, le soltó un bofetón que le hizo caer del pupitre. Recuerdos…. 

    Eso fue antes de que Juanjo empezara a llevar navajita, en el pantalón del vaquero, como estos canallitas de Snatch. Cerdos y diamantes. A veces nos la enseñaba, medio sacándola del bolsillo, con una sonrisa que nos dejaba helados. Los dos últimos cursos ya nadie se arrimó a él. En clase en convirtió en un fantasma; en el barrio nos lo cruzábamos a veces, cuando iba y venía de Corea, a sus cosas, cada vez más perdido en su mundo sospechoso, sin saludar a nadie. Qué habrá sido de él…

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Doce años de esclavitud

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Poco después de haber visto Doce años de esclavitud, en una de esas casualidades que a veces unen la vida real con la vida en las películas, los jugadores de la NBA, al otro lado del charco, han decidido plantarse y no jugar los partidos del día, a modo de protesta, de ya estamos hasta los cojones, porque la policía ha vuelto a abatir a un ciudadano negro por un quítame allá esas pajas. O directamente por nada, porque sí, porque los maderos andarían de mal jerol y a algo tenían que dispararle, como el señorito Iván en Los Santos Inocentes, a la Milana Bonita.




    Han pasado casi doscientos años desde que Solomon Northup fuera secuestrado y convertido en esclavo de las plantaciones, y el racismo en Estados Unidos sigue ahí, imperturbable, consustancial, como una mugre que formara parte del mito fundacional. Ni Lincoln, ni Rosa Parks, ni Martin Luther King… Ni los jugadores de la NBA, me temo. Abraham Lincoln… El muy listo abolió la esclavitud sólo para dar paso a la explotación laboral, que convenía más a los industriales del Norte, y tras la Guerra de Secesión, los negros regresaron al tajo con el único beneficio de que ahora ya no les podían azotar -al menos en público- si no se entregaban como bestias a su trabajo. Antes no les pagaban nada, y les proporcionaban una comida de mierda, y después empezaron a pagarles una mierda para que pudieran comprarse la misma comida de antes. Un cambiazo de Mortadelo, una engañifa, un truco de trileros para que Abraham Lincoln pasara a la historia como un prócer de la Patria.

    Pablo Ibarburu, el humorista, dice que una película, para que mole, debe tener un protagonista que supere un conflicto, y que aceptado esto, los negros de las películas tienen una cosa, que es “problemas”, mientras que los blancos tienen otra, que es “inconvenientes”. Una peli de blancos -decía- es ”Colega, ¿dónde está mi coche?”; una peli de negros es “Doce años de esclavitud”. Pues eso.


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Thelma y Louise

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La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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Ad Astra

🌟🌟🌟

Recuerdo a Carl Sagan, en la serie Cosmos, soñando con la existencia de vida extraterrestre. Se le ponía cara de bobo, de niño entusiasmado, con la posibilidad de establecer contacto con alguna civilización más inteligente que la nuestra, una liberada de las penurias de los instintos que nos marcara el camino del progreso y de las estrellas. Ad astra... Y yo, que era un niño de verdad, que le veía en la tele con las piernas colgando en el sofá, me dejaba llevar por su razonamiento científico -la ecuación de Drake que multiplicaba churras con merinas para dar casi con una certeza absoluta -y me preguntaba si tendría vida suficiente para ver ese acontecimiento algún día en el telediario: “En el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se ha recibido una señal de radio extraterrestre que dice ¡Hola!, buenos días, cómo anda el tiempo por ahí…”



    Han pasado cuarenta años desde entonces. A Carl Sagan se lo llevó un cáncer galopante poco después de alimentar nuestras fantasías, y de los extraterrestres bondadosos que él describió en Contact, la novela, todavía no hemos tenido noticia. De los malos tipo V o La Guerra de los Mundos tampoco, a Dios gracias. Mi salvapantallas de SETI@home aún no ha detectado ninguna señal de radio esperanzadora en su porción de cielo asignada, y los astrobiólogos actuales, que seguramente encontraron su vocación en la fe contagiosa de Carl Sagan, ahora viven resignados a encontrar bacterias miserables en el subsuelo de Marte, o en el recoveco de algún cometa congelado, que son biología, sí, exobiología de la hostia, pero que no satisfacen ningún sueño infantil de encontrarse cara a cara con E.T., o con Chewbacca, repostando el Halcón Milenario en alguna gasolinera de Campsa.

    Si Carl Sagan se levantara de su tumba para ver cómo anda el tema del contacto, se volvería a ella con un bostezo y nos dejaría el recado de resucitarle cuando tuviéramos noticias contrastadas. Pobre Carl Sagan… Y pobre de mí. La cosa no pinta nada bien. ¿Cuántos años me quedan para escuchar una señal de radio alienígena abriendo el telediario del mediodía: 20, 30…? Y encima viene James Gray, el plasta que dirige Ad Astra, a decirnos que el sueño verdadero es que no haya vida inteligente más allá de la Tierra, porque así los humanos nos concienciamos de que somos únicos y especiales, y afianzamos nuestros lazos, y hermanamos nuestro aliento, y demás paparruchas almibaradas. Si la única vida inteligente del universo -¡del Universo Entero y Verdadero!- es la nuestra, la del homo sapiens que va a comprar a la tienda de la esquina con su vehículo todoterreno, prefiero declararme apátrida, aplanétida, extrasolar… Irme con don Carl, de cañas galácticas, donde quiera que esté.



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El árbol de la vida

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El árbol de la vida es una película sobre el misterio de la vida. Y como la vida, en realidad, desde que Watson y Crick descubrieran la estructura autorreplicante del ADN, ya no tiene gran misterio que contar, y todo se reduce al designio de las bases nitrogenadas ascendiendo por la espiral, Terrence Malick -que al parecer no se conforma con una explicación tan materialista de la existencia-se enreda en una metáfora sobre árboles y puentes que se parece mucho al discurso de la semillita cuando tratas de camuflarle a un niño el intríngulis fornicador de la concepción.  

     En su largo transitar por las trascendencias del Ser y de la Nada, la película se vuelve teológica, paulocoelhiana, muy pesadota, y termina siendo un floripondio visual muy del agrado de los creyentes, o de los que quisieran aferrarse a la creencia. Es una película inefable, confusa, tan difícil de entender como la poesía personal o como la homilía clerical. Aunque eso sí: hipnótica y fascinante. Las imágenes son bellísimas, casi tanto como la banda sonora,  o como Jessica Chastain, que no necesitaba la escena de la levitación para que todos entendiéramos que interpreta a un ángel del Señor descendido sobre Texas.

    Los ateos materialistas navegamos por El árbol de la vida sin asumir su discurso, pero maravillados por las formas. Esto es cine de la hostia, aunque sea así, en minúscula, sin consagrar, para nosotros los descreídos. Somos visitantes de un museo donde se expone el alma de Terrence Malick en varios cuadros de preciosa composición. Y árboles, muchos árboles, como metáforas continuas que atraviesan el metraje. ¿La vida que surge del barro bíblico y asciende a las alturas donde mora el Creador? ¿Los árboles como ejemplo de seres vivos que nacen, crecen, se reproducen y mueren a manos de un ser humano con económicas intenciones? Tal vez. Pero entonces nos hubiera dado igual La cucaracha de la vida, o incluso El césped de la vida, ése que el niño Jack O'Brien siega un día tras otro como un Sísifo con cortacésped. 

    Las pelusillas del ombligo son difíciles de interpretar, y El árbol de la vida es una gran pelusa que Terrence Malick se sacó de su ombligo artístico y muy particular. 





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La suerte de los Logan

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Los chicos de Ocean's eleven eran unos ladrones muy profesionales que no necesitaban el dinero para vivir. A George Clooney y a su pandilla les gustaba vestir bien, rodearse de bellas mujeres, alojarse en hoteles de nueve estrellas de quitar el sentío, como decía nuestro añorado Chiquito de la Calzada, pero ellos, realmente, eran unos artistas del butrón, unos estilistas del cambiazo, y disfrutaban más con el acto del robo que con lo robado en sí.

    En cambio, en La suerte de los Logan, que es la nueva película de atracos del retornado Steven Soderbergh, los hermanos ya tal no se parecen una mierda a George Clooney ni a Brad Pitt. Los Logan no son ladrones de guante blanco carismáticos y resultones, si no white trash que habita los parajes industriales de la Virginia Occidental: esa especie de Asturias a la americana a la que cantaba John Denver en su canción inmortal. 

    Los Logan, al contrario que los Ocean, sí necesitan el dinero para vivir mejor, pero tienen el inconveniente de no ser unos ladrones profesionales.Los Logan, que han puesto sus ojos en la recaudación del circuito de Charlotte, son unos delincuentes muy poco prometedores que arrastran, además, una especie de maldición familiar que siempre los aboca al fracaso y a la decepción.

    Pero la white trash, en Estados Unidos, anda muy desesperada, muy depauperada, y votar en masa a Donald Trump no les ha servido para salir de su pobreza secular. Y ya se sabe que la necesidad, y el orgullo, agudizan el ingenio. Aunque todo sería más fácil para ellos si no tuvieran que contar con la ayuda de Joe Bang, el experto en explosivos que parece sacado de un tebeo de Mortadelo y Filemón, y que todavía cumple condena de varios meses en la prisión del Estado...



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Doce monos

🌟🌟🌟🌟

Como ya sucediera en Brazil, el artificio barroco de Doce Monos sólo es el envoltorio que utiliza Terry Gilliam para contar una historia de amor. Doce Monos -con sus viajes en el tiempo, su humanidad arrasada, sus gadgets de Mortadelo y Filemón- sólo es una película de ciencia-ficción en apariencia. Gilliam, por debajo de esa creatividad desbordada, de esa fama de ex miembro pirado de los Monty Python, no es más que un romántico incurable que esconde sus sentimientos bajo toneladas de cacharros y de efectos especiales. Un tímido que se pondría rojo como un tomate rodando directamente una comedia romántica, o una pasión amorosa de las que anegan los ojos y mojan las camas, o viceversa.

    De todos modos, los amoríos que ocupan a Terry Gilliam son de un tipo muy raro, altamente infrecuente. Son esos amores que uno crea en la imaginación y luego sueña continuamente en la profundidad de la noche, o en el marasmo del día, como una obsesión enfermiza. Ectoplasmas bellísimos y sonrientes que de pronto, por el azar de un milagro -como le sucedía a Jonathan Pryce en Brazil- o por el capricho de una paradoja temporal -como les sucede a Bruce Willis en Doce Monos- se vuelven reales y tangibles, y uno no termina de creérselos del todo hasta que la realidad de la carne se impone con un beso o con un bofetón.

    Cuando en Doce monos el viajero del futuro y la psiquiatra del presente cruzan sus miradas por primera vez, no pueden evitar un primer conato de atracción, pero también, surgida de la galería de los sueños como una voluta de humo, una extraña sensación de reconocimiento. Un déjà vu que la doctora, tan racional, tan formada en su materia de trastornados, achacará a la fiebre primeriza de todo enamorado. Porque ella todavía no sabe -como sí sabe el viajero del tiempo- que ellos ya se conocían de mucho antes, de otra línea temporal aún más fantástica que los sueños...


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Quemar después de leer

🌟🌟🌟🌟

Quemar después de leer es una película ignorada de los hermanos Coen. Sobre sus obras maestras existe un consenso general, una fraternidad universal entre los cinéfilos, pero hay películas como ésta, o como Un tipo serio, o El gran salto, que a veces amenazan con provocar un cisma en nuestra sagrada religión.
           Yo soy de los que defienden Quemar después de leer en cualquier tertulia, en cualquier foro, a pecho descubierto. Y aunque tal postura suele costarme el abucheo general, y el repudio de los culturetas, cada cierto tiempo vuelvo a verla para reafirmarme en la opinión. Los Coen rodaron esta cuchipanda un año después de No es país para viejos, y la gente tal vez esperaba otra película sombría y sesuda, con diálogos crípticos y personajes trascendentes, o trascendentales. Pero los Coen son así, imprevisibles y caprichosos, y ruedan lo que más les apetece en cada momento. De los desiertos abrasadores de Texas -donde se recocían las meninges y la gente se desnortaba con facilidad- nos trasladaron a los entresijos gubernamentales de Washington, donde la locura ya casi viene de serie entre sus habitantes, en forma de paranoia o de  engreimiento personal.

       Donde otros, en Quemar después de leer, ven personajes excéntricos, exagerados, caricaturas casi propias de un cómic, yo, salvadas las distancias entre Georgetown y este villorrio donde vivo, veo una legión de gente estúpida y superficial muy parecida a la que me cruzo cada día, en el trabajo o en la vida civil. Reconozco en las tramas a fulano de tal, y a mengana de cual, y me echo unas risas mefistofélicas yo solito en el sofá. La raza humana viene a ser igual en todos los sitios, y si prescindimos del idioma o de los hábitos del desayuno, los imbéciles que los hermanos Coen sacan a pasear son intercambiables por los que uno sortea en las aceras, o en la barra del bar. Donde otros ven misantropía y mala uva, yo sólo veo el pan nuestro de cada día. 




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Guerra Mundial Z

🌟🌟🌟🌟

Lo más terrorífico de Guerra Mundial Z no es la parte de ficción, sino el documento de realidad, que viene insertado, y que ocupa los primeros minutos del metraje. No dan miedo los zombis hiperactivos (que al fin y al cabo son actores que descoyuntan la mandíbula y hacen el grito sordo de Ignatius Farray) sino las imágenes, reales y tristísimas, que acompañan los títulos de crédito. En ellas vemos al ser humano ensuciando las aguas, arrasando las vegetaciones, exterminando las especies. Un ejército de cucarachas bípedas que lo devora todo a su paso, que crece y se multiplica siguiendo el mandato de la Biblia. En mala hora pronunció Yahvé semejante orden taxativa. Podría haber dicho “reproducíos con criterio, con responsabilidad, según el lugar y el momento”, pero prefirió dejar el versículo mondo y lirondo, sin complementos circunstanciales, ni atenuantes de ningún tipo, convirtiendo en pecado mortal cualquier desviación del chorromoco, que diría el gran Pepe Colubi.


       Hace dos siglos que vivimos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, desde que Thomas Malthus hiciera sus cálculos y concluyera que nuestra expansión geométrica se zamparía los recursos del planeta. La ciencia nos ha echado una mano para combatir esta vorágine de seres humanos que follan como Dios manda, pero la catástrofe maltusiana es una profecía que tarde o temprano se verá cumplida. Es quizá por eso que Guerra Mundial Z, como todas las películas de catástrofes donde la espicha medio planeta, tienen algo de catarsis, de sensación de limpieza. Son películas de terror, pero en realidad son de venganza, de la Tierra contra sus ensuciadores, sus repobladores, sus especies parasitarias.



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Malditos Bastardos

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Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




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Corazones de acero

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Gracias al generoso esfuerzo de un barco corsario, que supongo centroamericano por los subtítulos que su grumete ha colocado en la película, con mucho chingón y mucha pinche de tu madre aderezando las batallas, ha llegado a mi pantalla esta película de Brad Pitt y sus muchachos matando nazis desde su tanque indestructible y afortunado.

    Si los alemanes hablaron en Das boot de la claustrofobia guerrera que se sufría en un submarino, los americanos, que no iban a ser menos, han embutido a sus héroes de acción en un tanque que cruza Alemania camino de Berlín, a ver quién es el primero que le mete el cañón a Hitler por el culo. Corazones de acero tiene un arranque prometedor, con horrores de la guerra, y éticas arrastradas por el barro. Hay batallas de un realismo sangriento y metálico que acojonan al más pintado de los espectadores. Pero es su propia americanidad -la misma que les anima a producir estos grandiosos espectáculos- la que luego, a la hora de resolver los argumentos, les apuñala por la espalda y les condena a repetirse una y otra vez en la heroicidad tonta, en la cachaza casi mesiánica de estos tipos musculosos nacidos en Wisconsin o en Alabama que se quitan la guerrera, se cuelgan el cigarrillo en la boca y se ponen a ametrallar alemanes mientras las balas del enemigo les pasan rozando el hombro. Una calamidad, y un bostezo, este remate final de Corazones de acero, que nos deja como estábamos, con el corazón frío, y el alma hueca, y las meninges de pedernal.

      (Uno, por estar viendo gratis lo que otros, a esta misma hora, están pagando en los cines, debería sentir el gusanillo de la conciencia hurgando en el aparato digestivo. Pero ya hace tiempo que no siento el mordisqueo de los remordimientos. Las películas que me gustan luego las compro en DVD, o en Bluray, en las Grandes Estafas de los Grandes Almacenes. Mi bucanería sólo es una estrategia de espectador, no una filosofía de vida).


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Moneyball

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Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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Mátalos suavemente

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Brad Pitt es el asesino a sueldo que en Mátalos suavemente ha ido matando, suavemente, a los ladrones de poca monta y a los estafadores de cuarta categoría. Richard Jenkins es el abogado de la mafia que lo ha contratado, y que en la última escena, sentado frente a él en la barra del bar, negocia la paga que le debe. Por encima de ellos, en el televisor, Obama pronuncia un grandilocuente discurso sobre que América es un pueblo de ciudadanos unidos, una comunidad que avanza hacia el futuro en abrazo conmovedor y bla, bla, bla... Brad Pitt corta la conversación de los dineros y se dirige al televisor como si hablara con Obama:

Brad: No me hagas reír. “Somos un pueblo” es un mito creado por Thomas Jefferson.
Jenkins: Oh, ¿ahora vas a hablarme de Jefferson?
Brad: Jefferson es un santo americano. Escribió la frase “Todos los hombres fueron creados iguales” que él no se creía, pues permitió que sus hijos vivieran como esclavos. Era un snob harto de pagar impuestos a los británicos. Sí, escribió unas bellas palabras, y agitó a la plebe que luchó y murió por ellas, mientras él se recostaba y se bebía su vino y se follaba a su esclava. Este tío [Obama] quiere que creamos que vivimos en una comunidad. ¡No me hagas reír! Yo vivo en América, y en América estás solo. América no es un país, sólo es un negocio. Así que paga, hijo de puta.



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