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Boyhood

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Boyhood -como ya saben nuestros amigos de la cinefilia- es un experimento único que se rodó a lo largo de doce años, con los mismos actores, y las mismas actrices, aprovechando las coincidencias en sus agendas laborales o estudiantiles. Cada vez que se juntaban, estos amigos rodaban una nueva escena del guion, o le sugerían a Richard Linklater una improvisación que surgía en el tiempo de espera, ligada a sus propias biografías. Nunca hizo hacía falta caracterizar a nadie para añadirle unos centímetros de más, o quitarle unos cabellos de menos; para poner pelillos en el bigote o estirar la panza de sus padres, porque el mismo calendario -que no conoce rival en cuanto al Oscar al Mejor Maquillaje- ya se encargaba de poner a cada uno en su sitio.

Doce años, exactos, son los que tarda el niño Mason -y en paralelo, claro, el actor que lo encarna -en recorrer la distancia entre el uso de la razón y el ingreso en la Universidad. No es casual que la película empiece con Mason tumbado en la hierba, con seis años, abriendo los ojos como quien despertara al mundo. Porque antes de los seis años se vive, pero es como si no hubiera existido nada, un espacio brumoso, sin conciencia, sólo estampas sueltas y recuerdos confundidos. La última escena de la película es la de Mason mirando al primer de su vida, arrobado, con una sonrisa de tonto que todos hemos sufrido alguna vez. Este amor será, por supuesto, con el correr del tiempo, el primero que le parta el corazón y le rasgue las entrañas. Cuando te enamoras por primer vez, empieza, en cierto modo, la cuesta abajo, y tampoco es casualidad que la película termine justo ahí, al borde del abismo...

En paralelo a la vida de Mason, doce años separan la juventud de sus padres del inicio de su decadencia. En doce años -y muchos lo hemos constatado en la vida real- da tiempo a casi todo: a divorciarte, a reencontrar el amor, a volver a perderlo, a sufrir un susto, a engordar, a adelgazar, a quedarte sin energías, a recobrarlas, a volverte un cínico, a ver cuatro Champions insospechables del Madrid...  Y a ver, por supuesto, a nuestros hijos crecer -madurar, con un poco de suerte. Pero verles, en cualquier caso, abandonar la infancia y la adolescencia montados en un cohete espacial, en un rayo velocísimo. Un visto y no visto. Para un niño, doce años transcurren con la pesadez insondable de doce siglos, pero para sus padres, doce años son apenas doce minutos en el reloj. Te despistas un momento viendo la repetición de un gol, y cuando giras la cabeza para comentárselo a tu hijo, ya no está.




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