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Borgen. Temporada 3

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En España tenemos el sol, la playa, la cervecita fresca en la terraza. Mientras ningún gobierno cancele estos privilegios, va a dar igual que nos roben otras cosas, los dineros, o la dignidad, o la salud. La gente de este país, cansada, atracada, humillada, ha pasado el invierno conjurándose para dar un vuelco electoral en las próximas citas. Ha sido un invierno pre-revolucionario como aquellos de Odessa y del acorazado Potemkim, o casi. Pero ha llegado la primavera, ha salido el sol, la gente ha sacado las monedas que juraba no tener en diciembre, y las terrazas están llenas de clientes que ya no quieren hablar de política, que se encogen de hombros cuando los aguafiestas recuerdan que este país necesita una reforma de arriba abajo.

    “Como en España, en ningún sitio”, te dicen los mismos que hace dos meses renegaban del país, de la bandera, del carácter incorregible de nuestra raza, y que soñaban con los países limpios del bienestar donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros corruptos gobernantes, el opio verdadero del pueblo, y no la religión que dijera Marx, porque la religión, hasta los más creyentes se la toman ya un poco a cachondeo. Qué es, si no, la Semana Santa, este carnaval de gente disfrazada por el mismo modisto que sólo va cambiando los colores.



    En Dinamarca, en cambio, tienen el frío, las playas impracticables, la cerveza a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y la depresión amenaza con mandarlo todo al garete, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les dibuje una sonrisa de orgullo, e incluso de honda satisfacción. En esta serie modélica que es Borgen, hay mucho hijo de puta y mucho político indeseable pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que nosotros los mediterráneos. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde transcurren los trapicheos, en Borgen se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país, con sus impuestos rigurosos, sus servicios públicos, su conciencia ecológica, su dominio del inglés, su comportamiento cívico... Sus mujeres de belleza infartante, también, que no son obra y gracia del Estado del Bienestar, por supuesto, pero que allí, por alguna razón insondable, sonríen más luminosas y felices. 
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Borgen. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que ha comenzado la primavera en el terruño donde escribo, la mayoría de mis conocidos dicen preferir el sol con corrupción al frío con transparencia. Puestos a elegir entre la España casposa que ven a diario en la televisión, o la Dinamarca modélica que se adivina en Borgen, ellos se quedan con la playita, con el chiringuito, con la cervecita en la terraza a cuarenta grados a la sombra, y que le den por el culo a los cielos grises y a las heladas del amanecer. Que España es el mejor país del mundo para vivir, te dicen sin rubor, y uno se queda mirándolos con cara de no entender nada, como recién aterrizado en una pesadilla de bobalicones. Y así nos va, claro, que cambiamos el bienestar social y la dignidad laboral por cuatro rayos de sol y una tapa de aceitunas.




            En el episodio número seis de Borgen, el presidente ficticio de Turgisia firma un contrato millonario con el gobierno danés para adquirir palas eólicas. La noticia es recibida con alborozo en la oficina de la Primera Ministra, porque eso supone miles de puestos de trabajo asegurados. Pero ay: el marido de la susodicha, que vive de sus propios recursos, tiene invertida una pasta en acciones de la compañía, y la opinión pública no vería con buenos ojos que él se lucrara gracias a un contrato firmado por su señora. Esa misma noche, en la intimidad de la alcoba, bastará una pequeña conversación para que él comprenda la gravedad del asunto, y decida vender unas acciones que iban a producirle unos réditos millonarios. 

    Uno se imagina esta escena en la intimidad ibérica de un dormitorio presidido por la gaviota, o por la rosa en el puño, y de la risa que te entra, y del cabreo que coges a continuación, te descubres en el aeropuerto más próximo comprando un billete para Copenhague. Sólo de ida.






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Borgen. Temporada 1

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En la ficción de Borgen, la mujer del primer ministro danés es una compradora compulsiva que una mala tarde de invierno, en una boutique del centro de Copenhague, se queda sin dinero para agenciarse un bolso carísimo. Para evitar la vergüenza pública, decide llamar a su marido, que anda muy ocupado en sus asuntos de gobierno. La mujer le grita al teléfono y exige su presencia inmediata en la tienda. En caso contrario, porque va muy loca y muy empastillada, amenaza con montar un escándalo de padre y muy señor mío. Nuestro hombre, resignado, se planta allí con su comitiva de asesores y guardaespaldas. Sólo lleva encima una tarjeta de crédito, la que está reservada para los gastos de su cargo, pero decide hacer una pequeña trampa, una que cualquiera de nosotros hubiese improvisado allí mismo: pagar el bolso con el dinero que pertenece a los contribuyentes, y al día siguiente, cuando abran los bancos, restituir el gasto desde nuestra cuenta personal. Cualquier cosa antes de escuchar a su mujer pegando voces. Fin del problema.



Pero esto, ay, es Dinamarca, y el Primer Ministro, como la mujer del César, no sólo tiene que ser honesto, sino además parecerlo. Porque al día siguiente restituye el dinero, sí, 70.000 míseras coronas que al cambio son 9000 míseros euro. Más o menos lo que aquí gastaban los impresentables de las tarjetas black en un centollo y en una buena mamada. El caso del Primer Ministro es filtrado a la prensa danesa y el asunto explota justo antes de las elecciones generales. El partido liberal queda sentenciado en las urnas. Nadie ha robado nada, pero el votante se siente molesto. El dinero de la compra, al fin y al cabo, era suyo, y nadie le pidió permiso para tomarlo prestado. Los daneses, como se ve, hacen una lectura muy radical del concepto de lo público, una idea que aquí en España nos suena a chino mandarino, a cosa muy difusa y poco respetable. Allí, sin embargo, en la península de Jutlandia, la cosa pública vertebra el engranaje social, y por eso ellos están como están, y nosotros estamos como estamos. 

Una serie como Borgen sería imposible de rodar en España, porque nadie se creería los comportamientos honrados de nuestros políticos. Acostumbrados al latrocinio indisimulado de las comisiones, de los sobresueldos, de los pagos en B, que luego, un alto dignatario ibérico, con el dinero de todos, y sin afán de restituirlo, le pagara un bolso de Loewe a su señora, nos parecería poco más que una travesura, el desliz inocente de un hombre detallista y muy enamorado.
           

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