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Larry David. Temporada 1

 🌟🌟🌟🌟🌟


Acabo de ponerme una foto de Larry David como avatar en el WhatsApp. Los que me conocen ya saben que no soy yo, y los que no me conocen, pues mira, qué más da. 

No es la primera vez que me transformo en Larry David para comparecer en sociedad. Cada vez que retomo sus aventuras en el DVD me acuerdo de que somos hermanos separados por un océano y le hago el homenaje. Larry, por supuesto, no sabe que yo existo, pero yo sí le tengo muy presente en mis oraciones. Él es el santo varón que nos guía en la cruzada contra los estúpidos, y yo soy el caballero armado que le secunda. El más humilde de sus templarios destemplados.

En "Black Mirror" hay un episodio que pronostica que algún día encenderás la tele y encontrarás una serie que habla exactamente de ti: las aventuras y desventuras de un fulano igualito a ti en el físico, con tu mismo nombre y tu mismo contexto, con la misma mujer (si la hay) y los mismos amigotes en el bar. Un auténtico clon que exhibe las mismas virtudes y oculta las mismas manías. Un shock capaz de dejarte turulato, claro. Y algo parecido me sucedió cuando descubrí las andanzas de Larry David hará cosa de veinte años. Le veía y es como si me hubieran fotocopiado el alma, o escaneado el carácter. 

Larry David es millonario, vive en Los Ángeles y seduce a mujeres que yo no puedo ni soñar, pero su temperamento, y su idiosincrasia, son, ya digo, como si me hubieran comprado los derechos televisivos. No existe un personaje de ficción al que yo me parezca tanto. A veces es... mosqueante, de tan divertido. En uno de los primeros episodios le dan una clave de cuatro números para desactivar una alarma del hogar y Larry se anticipa: “Me liaré, me confundiré, se me olvidará, no seré capaz de acertar a la primera y montaré un cristo del copón...”. Y la caga, claro. Joder: es que yo debería pedirles dinero por el plagio.

Cuando se estrenó la 1ª temporada de “Larry David” él tenía 53 años. Yo ahora tengo casi 52. Quiero decir que en cierto modo ya soy más Larry que nunca. La distancia que nos separaba se la han ido comiendo los calendarios. Hemos convergido. “De viejo seré como él”, pensaba yo cuando le conocí. Y en el año 2023 resulta que ya soy viejo y que las profecías se han cumplido. 



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Breaking Bad. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟🌟

“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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Better Call Saul. Temporada final.

🌟🌟🌟🌟🌟


La vida tiene casualidades que puestas en un guion nadie se las creería. Ni siquiera en un guion escrito a cuatro manos por Vince Gilligan y Peter Gould.

Ayer, por ejemplo, mientras yo veía el último episodio de “Better Call Saul” y cerraba el universo expandido de Albuquerque y sus proveedores de la droga, T., al otro lado de la cordillera, desconsolada aún por la muerte del agente Hank Schrader, veía el último episodio de “Breaking Bad” sin todavía creerse que Walter White hubiera devenido un criminal cegado por el ego. No estaba pactado este visionado paralelo de ambos finales, que llegaron con apenas veinte minutos de separación en el WhatsApp, “Joder, qué final más bueno, ya terminé la serie. ¿Tú por dónde vas..?”.  Simplemente, coincidió. Los hados se encargaron de que ambos destinos se entrecruzaran en el vasto espacio electromagnético, yo muy tranquilo en mi cama, con el ordenador puesto en la rodillas asistiendo al último timo de Jimmy McGill, y T. hecha un manojo de nervios aovillada en su sofá, con la tele de muchas pulgadas escupiendo la balacera final donde se decidió el destino final de Walter White y Jesse Pinkman.

Yo había tardado siete años en completar “Better Call Saul” en una digestión lenta pero muy saludable, mientras que T. se había zampado “Breaking Bad” en apenas dos semanas de deberes aparcados y sueños hipotecados. 62 episodios como aquellos huevos duros que se comió Paul Newman de una sola sentada en “La leyenda del indomable”. De ahí mi mansedumbre final, y su descomposición por momentos.

Pero ahora, ante mí, ya no queda nada. Dicen que Gilligan ha dicho que volverá y tal, pero yo no veo de dónde sacar hilo para una tercera serie. Los muchos muertos ya están en el hoyo y los pocos vivos siguen a su bollo. T., en cambio superada la llorera y la perplejidad, aún tiene por delante las seis temporadas de la segunda parte del espectáculo: la conversión de Jimmy en Saul, y la conversión de Kim Wexler en su ángel de la guarda.





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Breaking Bad. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟🌟


Sí, la temporada 4, sin haber repasado las tres anteriores, porque T. llegó a casa como un vendaval y me pidió que le chutase mis viejos DVD para seguir la trama donde ella la dejó, justo cuando Walter y Gustavo deciden matarse a la primera oportunidad.

T. -que venía muy agitada, un tanto demacrada desde la última vez que la vi- me dijo que no podía aguantar más, que desfallecía, que confesaba ser una adicta a la serie y vivir descoyuntada desde que salió conduciendo de su pueblo. Que las pocas horas que había pasado sin su dosis de metanfetamina  habían sido para ella como el sueño del mono loco, o como la última abstinencia de Renton en “Trainspotting”.

Mientras yo rebuscaba los DVD en la estantería del salón, T. me confesó que llevaba días sin apenas dormir, amorrada al logotipo de Netflix y a la cabecera del Bromo y del Bario. Que no atendía los recados, que apenas comía, que ya ni siquiera descolgaba el teléfono ni atendía a los wasaps. Que por eso había estado perdida, asociable, incomunicante... Que se había encerrado en casa a cal y canto, a pestillo puesto y a persiana bajada. Que la perdonara, pero que la culpa era mía, por haberle recomendado la serie semanas atrás, “¿Cómo es posible que nunca hayas visto “Breaking Bad”..?

Me dijo, nada más desplomarse en el sofá, que a la porra las películas que teníamos programadas, y las otras series, y la vida más o menos en general. Que ella consumía la droga televisiva más pura y ya no podía detenerse. La droga que fabrica Walter White en los desiertos de Nuevo México y que luego vende Vince Gilligan a 11 euros la suscripción. Me dijo– impaciente, nerviosa, casi atacada, porque el viejo aparato tarda en cargar los DVD y primero salen las advertencias de la autoridad- que las horas pasadas lejos de Albuquerque le habían parecido el decimoquinto círculo de los infiernos. Pero que no se engañaba, y que era plenamente consciente de su adicción, y que yo, que también había pasado por estos trances, tenía que entenderla y arroparla. Y ponerle los DVD de una puta vez... Y sentarme a su lado para hacer de pañuelo de lágrimas, y de alivio de tensiones, y de confidente de teorías.





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Better Call Saul. Temporada 6.

🌟🌟🌟🌟🌟


Lo que me pasa con “Better Call Saul” no me pasa con ninguna otra serie del santoral cristiano: que me deslumbra, y me llena de gozo, pero muchas veces no entiendo lo que me cuenta. Supongo que ese es el milagro de la religión, tan parecido al milagro del amor. Y yo vivo enamorado de “Better Call Saul”. El misterio y la fascinación. Quizá si la entendiera del todo dejaría de interesarme y migraría a otras costas para pasar la primavera.

La precuela de “Breaking Bad” consigue que se pasen los minutos como palomitas de maíz. Pero me pierdo con más frecuencia de la debida, incluso teniendo en cuenta mi edad, y mis ánimos fluctuantes entre la placidez de quien dormita y la agitación de quien se preocupa. Muchas veces no sé qué motivos empujan a los personajes más allá de la trama básica de los abogados corruptos y los psicópatas mexicanos. Entre una temporada y otra pasa demasiado tiempo, y Vince Gilligan y Peter Gould tampoco se paran a explicar dos veces la misma cosa. En eso son como los maestros que yo tenía en los Maristas, que jamás repasaban una lección. “El que no siga el ritmo, que se joda, o que cambie de colegio”: ése era el lema pedagógico del beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat.

Gilligan y Gould valoran tanto la inteligencia de sus espectadores que a veces se pasan de listos y nos creen más capaces de lo que somos. O quizá, simplemente, es que yo ya no pertenezco a su grey. Que no estoy preparado para seguir series tan exigentes como esta, que requieren una atención de feligrés y una memoria de elefante. Pero da igual, ya digo: las cinco estrellas de cada temporada vienen pactadas en un contrato confidencial. Solo por esos prólogos de cada episodio y por esos ángulos imposibles de la cámara ya merecen la pena las sentadas en el sofá. Y Jimmy, claro... Y su chica...  ¿Que la parte contratante de la primera parte ahora es la parte subcontratante de la segunda parte? Qué más da. Después de todo, ya sabemos dónde termina todo esto: en el principio de incertidumbre de Heisenberg.





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Nobody

🌟🌟🌟

Llegan los días sombríos, los últimos de la primavera, y yo sólo tengo ganas de refugiarme en las películas. Quisiera invernar en este salón durante meses, mientras los demás salen al sol como lagartijas evolucionadas. Mitad vampiro mitad fotofóbico, me agazapo en los escondrijos para que la luz no desvele mis miserias, y no me hiera la piel. El verano es una putada para los cinéfilos. Durante el invierno la humanidad se recoge en las cafeterías, o en las casas particulares, y uno puede vivir su aislamiento sin parecer el tipo raro de la función. Las calles barridas de gente crean la ilusión de un mundo civilizado, regulado, donde el atardecer es un toque de queda impuesto por la naturaleza. Pero ahora llegan los mosquitos, y las solanas, y las camisetas resudadas, y el mundo entero se lanza a las aceras a pegar gritos de felicidad, como orates licenciados de un manicomio.

    Más allá de mi ventana todo es deslumbramiento y algarabía. Con el buen tiempo ya nadie ve películas, ni habla sobre las películas. Los allegados quieren que te unas a su cuerda de locos, a bailar la conga, a tomar refrescos, a desnudarse sobre las hierbas. Les entran unas ganas inmensas de vivir, y no reparan en que existe gente a la que el solsticio le da mucho por el culo. Uno sólo vive pendiente de que se renueven las carteleras. Y de la Eurocopa de fútbol... La única mejoría del tiempo que a uno le interesa es la del mar Caribe, donde se pescan las películas que no se pueden o no se deben pagar.  Todo lo demás -las alergias, los picores, las quemaduras, las insolaciones, el mal dormir, el sofoco, el sudor, la sed permanente – se lo dejo a mis congéneres.

    ¡Ah, sí! Nobody... Pues una tarantinada, pero sin diálogos de Tarantino. Una gilipollez muy bien hecha. La manufactura impecable de la nada. Violencia gratuita, y pasotes que te cagas. Tiros y hostias, coches y machos.... Un truño entretenido. Sale Saul Goodman, pero no hace de abogado, sino de matarife profesional. A pesar de todo, te lo crees. Es que es muy bueno, el amigo Bob. De todos modos, esta historia ya nos la había contado -y mucho mejor- David Cronenberg en “Una historia de violencia”.



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Better Call Saul. Temporada 5.


🌟🌟🌟🌟🌟

Tengo un amigo del alma que tiene sus manías, como todo el mundo, cuando opina sobre series de televisión. Aparte de mi hijo, él es la única persona con la que puedo compartir impresiones sobre Better Call Saul, y el otro día, para contener mi verborrea entusiasta -que tiende a desbordarse y a no dejar hablar al interlocutor-, me recordó que a él le gusta mucho la serie, sí, pero sólo cuando no aparece su protagonista, el propio Saul, que es como si me dices que te gusta Kojac pero cuando no sale Kojac, o, sin salir de Nuevo México, que disfrutas mucho con Breaking Bad si no sale Walter White en pantalla, cocinando la metanfetamina, o cargándose a los narcos con la barba sin afeitar.



    Mi amigo es así, un poco tocapelotas, capaz de defender la paella sin arroz, o la casa sin tejado, pero yo entiendo lo que quiere decir. La transustanciación de Jimmy McGill en Saul Goodman es la espina dorsal de la serie. La caída en el lado oscuro de quien ya tenía el alma oscura, aunque el corazón lo siga teniendo limpio, y eso le siga provocando remordimientos en las tripas. Una metástasis de la hostia, que muchas veces le oprime el plexo solar…  Pero a su lado hay muchos personajes que también lidian con su Darth Vader interior, que se sienten tentados por los caminos más rápidos, más fáciles, más seductores de la Fuerza, pero no más fuertes, ni más éticos, como enseñaba el maestro Yoda en la Facultad de Derecho de Coruscant.

     Al lado de Jimmy vive una mujer maravillosa que le aguanta y le sostiene. Y no es fácil, tratándose del viejo Saul, que a veces hace trucos muy chistosos y otras veces saca conejos muertos de la chistera. Kim Wexler imaginaba ser una abogada íntegra, de exitosa carrera,  respetuosa con las normas. Una dama Jedi que sin embargo, al lado de Jimmy, está descubriendo que todos llevamos algo de sangre Sith en las venas.  Better Call Saul también es la historia de un ángel que poco a poco se va ensuciando las alas. Que empieza a descubrir que entre el cielo y el infierno hay muchas capas de atmósfera.



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Better Call Saul. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟🌟

La gente no cambia. Conoces a Fulano de Tal en el colegio cuando tiene cinco años, luego te lo encuentras con treinta y tres paseando a los retoños, y más tarde con casi cincuenta contándote cómo ha sobrellevado su divorcio y su primera colonoscopia, y por debajo de las heridas de guerra, del estrés postraumático de tanta batalla ganada o perdida, sigue siendo el mismo tipo entrañable o insoportable de siempre. El mismo niño que cuando llevaba pantalones cortos se despellejaba las rodillas en el partidillo del recreo, y protestaba por todo, y celebraba los goles como un loco, y te juraba un odio eterno de 24 horas hasta que llegara el próximo desquite… No es casualidad que los años no cambien la voz, ni la mirada, ni las huellas dactilares. En el espejo de mi casa, sin ir más lejos, sigue viviendo el niño de seis años al que peinaban los remolinos para ir al colegio. La vida le ha puesto canas, arrugas, bolsas bajo los ojos, como si le hubieran maquillado para filmar un biopic sobre su vida. Pero nada más. Efectos especiales. Ese niño ahora es un tiarrón, pero por la noche sigue abrazándose en posición fetal para protegerse de los malos espíritus…



    Better Call Saul, a pesar de lo leído en algunas sinopsis, no es una serie que cuente la transformación del letrado Jimmy McGill en el picapleitos Saul Goodman. No existe tal corrupción, ni tal caída al lado oscuro de la abogacía. Vince Gilligan y Peter Gould son dos escritores demasiado cínicos, demasiado avispados, para caer en esos tópicos de telenovela barata, de serie para todos los públicos. Ellos niegan la mayor, y con Better Call Saul construyen una obra maestra no sólo de lo formal, sino también, si me apuran, de lo filosófico. Lo que Gilligan y Gould llevan contando en cuatro temporadas impagables es el cambio de contexto que permite a Jimmy McGill mostrarse tal como es. Qué muertes, qué vidas, qué amores, que circunstancias particularísimas, hacen que Jimmy se vaya despojando de sus disfraces respetables para que ya sólo le quede la ropa última, la extravagante, la colorida, la ridícula hasta la ternura. La que llevaba en Breaking Bad nuestro querido y execrable Saul Goodman. It's all good, man... En efecto: todo está de puta madre, tío, en esta serie de cinco estrellas, como la Mahou.


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Los archivos del Pentágono

🌟🌟🌟

Yo le quiero mucho, a don Steven. En mi cinefilia ramplona y provinciana, tan alejada de las recomendaciones del Cahiers du Cinéma, Spielberg me ha regalado películas cojonudas, imprescindibles, qué digo, ¡obras maestras!, aunque la crítica oficial me borre de sus órganos colegiados. Ya digo que le quiero mucho.

    Pero hay que reconocer que, últimamente, no está en forma. Hace un cine correcto, intachable, de clase magistral, porque él es the fucking master, pero se nos está haciendo mayor, abuelete. Y como todas las personas mayores de aquí y de allá, de la fría Meseta o de la cálida California, ha caído en la manía de contar varias veces la misma anécdota, y de subrayar lo que es obvio, y de cogernos del brazo con insistencia para que sigamos prestándole atención. Son tics de anciano que me temo, ay, van a ir a más... 

Ver sus películas más recientes es como visitar al abuelo los domingos por la tarde, allá en su casa de renta reducida, o en su asilo de jardín con monjas sonrientes. Una cita agradable en la que el abuelete, siempre lúcido, cuenta historias de mucha enjundia sobre las guerras de antaño o sobre el viejo periodismo. Pero al final termina estropeándolas porque piensa que nos hemos vuelto sordos, o lelos, o desatentos, y nos lo remarca todo con músicas, con redundancias, con golpes de efecto que se veían venir a diez leguas de distancia.

    Los archivos del Pentágono es una buena película. Nos ha jodido. Es Steven Spielberg hablando sobre la filtración de Daniel Ellsberg. Un momento histórico para el periodismo de papel. Habría que ser un verdadero inútil para estropear una historia así, con estos actores, con esta actriz principal tan eficiente. Pero la película no es, ni de lejos, Todos los hombres del presidente. La película de Pakula es fría, implacable, perfecta como un reloj fabricado por los suizos. Ella sí que nos toma por espectadores inteligentes, despiertos, que van siguiendo las miguitas de pan hasta toparse con Richard Nixon en la Casa Blanca. Dan ganas horribles de volver a verla. De hecho ya estoy buscándola por mi videoteca. Por la P de Pakula, que es la única de su apellido. Ya digo que mi cinefilia deja mucho que desear…



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Breaking Bad. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

Breaking Bad es el relato de cómo Walter White -profesor de instituto, padre ejemplar y esposo amantísimo- llegó a convertirse en Heisenberg el traficante, el capo de la droga más temido en Albuquerque y sus alrededores. Su caída en el lado oscuro de la fuerza es tan fascinante como la de Anakin Skywalker en la saga galáctica de George Lucas. Compone la que quizá sea la mejor serie dramática de todos los tiempos, pues en Breaking Bad no hay episodios de relleno, ni tramas que desbarren, ni secundarios absurdos que chupen minutos sin sentido -bueno, la cuñada cleptómana, quizá. Vince Gilligan nunca dejó que otros niños jugaran a otra cosa con su juguete más querido, y le salió un producto irreprochable, repensado, que va del punto A al punto B directo como un cohete, sin dudas ni volantazos.


    Al terminar la serie, Gilligan y Gould decidieron crear un spin-off sobre la vida de Saul Goodman, el abogado más dicharachero y corrupto de los contornos desérticos, un tipo que se había erigido en el típico secundario que robaba las escenas y llegaba, a veces, a eclipsar el interés por los personajes principales. La idea fue cojonuda, y dio lugar a otra serie llamada Better Call Saul que es de lo mejorcito que puede verse hoy por hoy en la televisión. Para cuando termine la transformación definitiva de Jimmy McGill en Saul Goodman, yo, desde este humilde blog ileído les propongo a Gilligan y sus muchachos que narren la otra aventura vital de Walter White. La que se barrunta desde los inicios de la serie, y de la que sólo conocemos pinceladas y lejanas referencias: cómo un tipo de inteligencia afilada, de carácter granítico, de ego subidísimo y picajoso -porque, a fin de cuentas, Heisenberg no es el resultado de una transformación, sino la salida de armario de una personalidad verdadera- pudo achicarse de tal modo ante la vida para ser uno más como nosotros, indistinguible y pusilánime. Y gris. Un tipo como yo, vamos.



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Better Call Saul. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

Creía haber leído en algún lugar que Better Call Saul terminaría con la conversión definitiva de Jimmy McGill -el abogado de las ancianitas desvalidas- en Saul Goodman -el asesor de los narcotraficantes con metralleta. Saul Goodman va inscrito en los genes de Jimmy McGill como una maldición de su destino. Y aunque Jimmy es un buen tipo que en el fondo sólo quiere hacer un poco de justicia, y ganarse unos cuantos dólares en el proceso, el fantasma de Saul poco a poco va deslizándose bajo su piel, usurpando su personalidad. Y no es que el contexto, precisamente, poblado de caraduras y arribistas, de listos y listillos, ayude mucho a impedir esta fagocitación.

    Así sucede en realidad con todos nosotros. El yo que somos y el yo que seremos caminan separados durante muchos años, uno en acto y otro en potencia. A veces, en las fotografías que nos hacen de jovenzuelos, se puede ver un extraño resplandor que nos acompaña en el gesto, en el escorzo. Algunos lo confunden con un fantasma,  o con un reflejo del sol, pero en realidad es nuestro yo futuro, el definitivo, que está esperando el paso de los años para tomar posesión de su plaza. Hasta que él no llega, todos somos interinos, provisionales, soñadores... La juventud sólo es un tiempo de verano antes de que se presente el señor otoñal para sustituirnos. Un buen día nos dormimos y a la mañana siguiente ya no estamos, desplazados por el Saul Goodman que esperaba su momento bajo la cama, como los extraterrestres envainados de La invasión de los ladrones de cuerpos.

    Saul Goodman ya ha asomado la patita en la serie, pero no ha llegado del todo. Se transparenta en alguna mirada perdida, en alguna conducta deshonesta. Su nombre aparece en los anuncios estrambóticos que Jimmy McGill rueda para la televisión. Pero nada más. Better Call Saul no debería haber terminado todavía, pero busco su cuarta temporada en la red y descubro, primero perplejo, y luego entristecido, que nadie garantiza su renovación. La serie, al parecer, está dando unos índices de audiencia muy bajos, y su productora se lo está pensando dos veces, y hasta tres. "Que se joda el espectador medio", gritó una vez David Simon cuando le preguntaron por la complejidad de The Wire. Si finalmente nos quitan a Saul Goodman, será el espectador medio el que nos joda a nosotros.



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Fargo. Temporada 1

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El personaje central de la primera temporada de Fargo es Lester Nygaard, el hombre de la casa modesta y el matrimonio arruinado. Y el trabajo aburrido. La gran vidorra pasó de largo camino de paraísos más australes que Minnesota, y a Lester, atrapado en esa vida corriente que parece el Día de la Marmota, con la nieve perpetua y los personajes archisabidos, sólo le queda esperar un golpe de suerte antes de que la enfermedad y la muerte llamen a su puerta.

    Y de pronto, la fortuna, inesperada y burlona, aburrida de tanto prodigarse con otros hombres, le pone en contacto con un genio que concede deseos inconfesables. Lorne Malvo no es un genio que haya salido de la lámpara maravillosa, ni de los cuentos de Las Mil y Una Noches. Es más bien un matarife a sueldo, un psicópata con perilla. Un ángel caído que lo mismo tira de espada flamígera que de gatillo fácil para cumplir con sus objetivos. A veces cobra por ellos, y a veces, como en el caso que nos ocupa, sólo mata para pasar un buen rato. 

    Nygaard, en la sala de espera del hospital, con la nariz rota y el espíritu humillado, le hablará de un tal Sam Hess que es el chulo del pueblo, el exmatón del instituto, el tiparraco deleznable que a sus cuarenta años todavía sigue partiéndole la jeta en plena calle. Nygaard no sospecha que el tipo a quien le está contando su frustración, y su afán vengativo, es un asesino sin escrúpulos que no le teme al rayo divino ni al roer de la conciencia. Horas después, en el puticlub del pueblo, Sam Hess será asesinado con una puñalada en el cuello mientras disfrutaba de su adulterio habitual. Con su muerte se abrirá la caja de los truenos, y dará comienzo, propiamente, la trama criminal de la serie. Los nueve episodios restantes sólo son la consecuencia disparatada, desbordada, sanguinolenta, de ese encuentro que una mala tarde de invierno puso en contacto al hombre gris con el demonio negro. 



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Better Call Saul. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Los spin off suelen ser subproductos prescindibles, inventos de los productores para seguir estrujando la teta de una trama ya mortecina. 

Uno, sin embargo, si hace un esfuerzo de memoria seriéfila, descubre que tres de sus comedias preferidas son producto de esta práctica mercantil: Los Roper, que originalmente fueron los caseros de Un hombre en casa; Frasier, que desarrolló el personaje más loco y enjundioso de Cheers; y Veep, que es la adaptación americana de The thick of it, la comedia británica que ridiculizó a los políticos isleños. Tres spin offs que igualaron o superaron los méritos de su serie matriz. Y ahora, con Better Call Saul, ya van cuatro. Cuando hace un año se anunció la secuela de Breaking Bad protagonizada por el abogado –o lo que fuera- Saul Goodman, uno supo al instante, con la presciencia de un veterano televidente, que Better Call Saul iba a ser otra serie a la que habría que construir hornacina en el templo. Saul Goodman tenía muchas cosas que contarnos del viejo Albuquerque, de cuando la droga azul del señor Heisenberg todavía no se vendía por las esquinas, y los malotes mexicanos campaban a sus anchas en los bajos fondos de la ciudad. Nos mataba la curiosidad de conocer mejor a un personaje tan entrañable y odioso, tan adorable y mezquino. Y Vince Gilligan, que es un tipo de instinto comercial que nos lee el alma como si nos hubiera parido, nos concedió la satisfacción de la sabiduría.

               It’s all good, man…



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Nebraska

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Las familias reunidas son el infierno en la Tierra. No caben más estupideces, más engreimientos, más mentiras por metro cuadrado que las que se apiñan en un banquete, o en la cafetería de un tanatorio. A uno, cuando iba a estas cosas, siempre le ahogaba el aire, el calor, el ansia de huir... Así que dejé de presentarme. Nadie me echa de menos, y lo mismo me sucede a mí con los demás.
Uno, en los últimos años, sólo sabe de las grandes familias gracias a las películas. Sobre todo de las familias norteamericanas, que uno se topa prácticamente todos los días, lo mismo en los dramas que en las comedias. Podría hacer una tesis doctoral sobre este asunto sin tocar un solo libro, ni consultar un solo especialista. Casi podríamos decir que es mi tema, y tal, pues he frecuentado familias catódicas desde la más tierna infancia, desde Con ocho basta o La casa de la Pradera. Allá en América he conocido familias de todos los colores, de todos los credos, de todas las geografías. Jamás he probado el pastel de cerezas, ni la mantequilla de cacahuete, pero sé de sobra a qué saben estos productos, porque a fuerza de imaginarlos han dejado huella en mi paladar.


Alexander Payne -al que en este blog se profesa una admiración especial-  jamás sigue las huellas que otros han ido dejando. Lo suyo es adentrarse por los caminos personales, a riesgo de hacer el ridículo, o de perderse en vericuetos. Él es, por fortuna, un senderista experimentado que siempre llega a la posada por el camino más insospechado, y te regala anécdotas y fotografías que otros más previsibles no pudieron conseguir. Payne es consciente de que los cineastas americanos, cuando se ponen a contar el asunto de las familias taradas, se quedan  muy cortos o muy largos. O nos presentan gentes desestructuradas al borde de la psicopatía, o se regodean en otras que parecen recién caídas de la imbecilidad. El espectador medio no se ve representado en ninguno de los dos casos, porque las familias del cine americano son constructos del propio cine, que se han ido alejando con el tiempo de lo real.
En Nebraska, Alexander Payne tira por la calle de en medio, que es la calle de lo normal, y nos presenta a una familia problemática pero pacífica en la que es muy difícil no verse reconocido,  y no reconocer a unos cuantos sujetos que forman parte de nuestra  propia parentela. Me gustaría entrar en detalles, pero no puedo. Sonrío varias veces cuando me topo con los tíos y primos que viven en Hawthorne, Nebraska: sus eternas conversaciones sobre los coches y las distancias recorridas en ellos me traen a la memoria viejas convivencias. Se parecen tanto, la América Profunda, al Noroeste Ancestral...




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