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Black Mirror: Mazey Day

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Después de ver este episodio dedicado a la licantropía -se titula “Mazey Day” pero en realidad es “Mujer Loba en Los Ángeles”, y la canción principal es un arreglo de “La Unión” sobre su propio éxito ochentero- he decidido que no voy a ver el último “Black Mirror” de la tanda. Para el menda, esta sexta temporada se terminó en la penúltima estación. 

¿”Black  Mirror”, he dicho?  Bueno, lo que sea este subproducto, esta estafa al espectador. No es cuestión de que los episodios sean mejores o peores: es que no son lo que habíamos pedido. ¿Dónde está la distopía tecnológica? ¿Dónde, el espejo negro? Creo que ya me había explicado en otra entrada anterior... Netflix tiene mucha jeta y el tal Charlie Brooker mucho morro. Menos mal que yo esto no lo pago, que lo pirateo por ahí. y que solo echo en cuenta el tiempo perdido y la cara de tonto que se me queda. Si lo llegan a dar por el Movistar + hubiera quemado el televisor.

Leo por ahí que el episodio final es una cosa de vampiros o demonios o no sé qué...  Paso. Me lo ahorro. Así tengo más tiempo para ver la 11ª temporada de “Futurama”, que está siendo un descojono, y la 1ª de “Mad Men”, que estoy revisitando sin entender por qué no la había revisitado antes. Yo soy así de gilipollas: me zambullo en ficciones sospechosas que descargo trabajosamente en la mula, y luego, las que tengo al alcance de la mano en la estantería, y llevan el sello de calidad garantizada, las voy aplazando con la excusa de expandir mis horizontes, de no cerrarme en mis pedradas y tal y cual... Paparruchas. 

Además está en marcha el Mundial de Rugby, y la Champions League, y el bendito juego del snooker. Con las lluvias que salvan el campo llegaron, también, los deportes que entretienen el otoño de la edad. Y dentro de nada la NBA... Quiero decir que las ficciones han de volverse, por fuerza, más selectivas, porque ocupan menos horas en mi cocorota. Que le den, pues, al último episodio de “Black Mirror”. Además creo que dura la hostia... Pues amén. 



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Black Mirror: Beyond the Sea

🌟🌟🌟🌟


Cada uno vive la vida que le ha tocado vivir. Las taras y virtudes del genotipo, unidas a los vaivenes de la fortuna, hacen que al final demos fiel cumplimiento a las Escrituras. Porque todo está escrito, sí, aunque no sepamos qué nos aguarda al doblar cada esquina. De eso viven las series de misterio como “Black Mirror”, y por eso se rebelan contra el destino los rebeldes sin causa. 

A nuestro lado pasan mil, diez mil vidas envidiables, que no estaban destinadas para nosotros. La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola... De luz de y de color. Puede que haya gente que también envidie nuestra vida, pero eso ya lo dudo mucho más. Yo, al menos, no encuentro muchas razones para ser envidiado, más allá de la salud, que de momento aguanta las erosiones y las carcomas. Me levanto a mear a medianoche, eso sí, y carraspeo un poco por las mañanas. Rara es la vez que me levanto del sofá sin exclamar “umpf”... Es la cincuentena. Peccata minuta. 

Cada día me vienen diez, quince deseos, de estar en la piel de otro hombre más afortunado. Digo hombre porque yo soy hombre, nada más. Lo aclaro por si la Inquisición Morada anduviera por aquí, buscando motivos de censura. “Jo, si yo fuera él”, se me escapa del pensamiento cuando me cruzo con el rentista de los millones o con el escritor cojonudo y reconocido. Con el futbolista que tiene el mundo entero a sus pies, en forma de balón. O ni siquiera: cuando me cruzo con alguien de mi propia estirpe pero al que le van bien las cosas modestas: su casa, y su pareja, y su viaje anual a la playa de Cancún. 

Me brota un color verde desleído, como de un Hulk de andar por casa y a medio cocer. Pero se me pasa muy pronto, la rabieta, porque sé que en el siglo XXI la suplantación todavía es un imposible para la ciencia: despojarse del propio cuerpo para introducirse en la mente de otro ajeno y gobernarlo. Sería la hostia, la verdad. A ver cómo iban a legislar estos enredos existenciales los gobernantes. Porque en “Beyond the sea” nadie parece controlar tales arrebatos pasionales. 





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Black Mirror: Loch Henry

🌟🌟🌟


La historia no está mal, pero no sé qué pinta en el catálogo de “Black Mirror”. Al principio pensé que se me había escapado algo -el típico detalle escondido en una esquina de la pantalla, sólo obvio para friquis y para chavales que lo pillan todo a la primera- pero todos los internautas están más o menos como yo. Habíamos pedido una de gambas y nos trajeron una de morcilla. De mondongo, quise decir, ya que en "Loch Henry" hablamos de asesinos que lo dejan todo perdido. 

Faltaban trees minutos para que finalizara “Loch Henry” cuando empecé a temer que esto no era lo prometido. No había ciencia distópica ni giro tecnológico. Era el presente mondo y lirondo. Como los protas manejan viejos reproductores de VHS, por un momento pensé que los tiros irían por ahí: que de pronto saldría un vídeo volando, o que las imágenes se proyectarían en hologramas como los de Star Wars: “Obi-Wan Kenobi you’re my only hope...”. Pero no: llegaron los créditos finales y el futuro inquietante de los cachivaches decidió que mejor lo dejábamos para otro día.

La moraleja del episodio no es por eso menos aterradora: todo vale para enganchar a la audiencia. Y cuanto peor, mejor. Venden más los crímenes reales que los crímenes imaginados. Los ejecutivos de las plataformas aplauden con las orejas cada vez que se produce un crimen que conmociona a la sociedad. Se contrata a unos guionistas, se conceden unos meses de luto y hala, ya tenemos una historia truculenta que seducirá a las audiencias y atraerá a los patrocinadores. Hay gente que vive de la desgracia ajena y los showrunners carroñeros pertenecen a ese colectivo. Como los funerarios, o como los psiquiatras, o como los profesores (ay) de Educación Especial.

Lo de la tele es terrible, sí, indecente y tal, pero ya lo sabíamos. Si lo que Charlie Brooker quería contarnos es que no hay que esperar al futuro para encontrar la distopía televisiva nos pilla ya muy resabiados. Esta vez su mensaje no proviene del futuro, sino del pasado archisabido. Quizá ése era el juego y el retruécano. No sé. 





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Black Mirror: Joan es horrible

🌟🌟🌟🌟


Son tantas ya, las series de la tele, tan numerosas como los granos de arena o como las piscinas de Georgina, que cualquier día nos encontraremos con una ficción que cuente nuestra propia vida. Pero no una vida aproximada, sino la vida exacta, calcada, como si alguien nos hubiera seguido cámara en mano por el mundo del ocio y del trabajo. Será... una experiencia mística, pero también un retortijón para cagarse en el cojín.

Nos pasará como a esta mujer llamada Joan en “Black Mirror”: que un día nos sentaremos en el sofá a las diez de la noche y nos toparemos con alguien idéntico a nosotros en un recuadro de la tele. No podremos vencer la curiosidad y nos adentraremos en el relato aterrador de nuestra vida monda y lironda, no por aterradora, sino por familiar, y por expuesta a los cuatro vientos de las ondas hertzianas. Al principio pensaremos que estamos soñando, y nos pellizcaremos un brazo, o pediremos que nos lo pellizquen, hasta que comprendamos que sólo era cuestión de tiempo que un espectador inocente se viera retratado paso a paso y pelo a pelo, maldad a maldad y vergüenza a vergüenza. 

En mi caso no sería una serie de Netflix, sino de Movistar +, que es la única hipoteca que pago, y se titularía, claro, “Álvaro es horrible”, cosa que aplaudirían mis muy escasas pero regocijadas examantes. Ellas serían las primeras en recomendar mis mierdas a todas sus amistades y parentelas. También se lo pasarían pipa mis compañeras del trabajo, y mis vecinos de La Pedanía, y los cadáveres sociales que he ido dejando por ahí en cincuenta años de berrea y machirula competición.

Todos hemos elucubrado con un momento así de la televisión, pero sólo en "Black Mirror" se ha hecho píxel y narrativa. Luego (spoiler) se explica que la coincidencia no se debe al número astronómico de series, sino a la invención de un ordenador cuántico capaz de vigilarnos segundo a segundo gracias al teléfono móvil y convertir nuestras peripecias en una serie instantánea gracias al CGI. Es otra aterradora posibilidad, sí. No sé cuál llegará antes. Con suerte, van a ser dos o tres décadas de asombros cotidianos hasta el día en que me muera. 



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Black Mirror: Rachel, Jack and Ashley too

🌟🌟

Del mismo modo que Black Mirror ha entrado en la edad de la decadencia -y hemos pasado de las distopías orwellianas a un episodio donde ya sólo faltan los Goonies haciendo el ganso con Sloth- hay que decir que se está poniendo fea, dentuda, abotagada, como de señora algo precoz, Hannah Montana. Recuerdo con añoranza que era una chica guapísima, en el Disney Channel, cuando el pequeñajo se enganchó a la serie y yo, que supervisaba sus gustos, hacía sofá a su lado conteniendo los bostezos. Hannah Montana era una serie infumable, para adolescentes muy tontos o muy crédulos, de Kansas City para arriba, o de Colorado Springs para abajo, y nunca supe muy bien qué hacíamos allí los dos, vecinos de Fuentesnuevas, algo más inteligentes que la media vecinal, instalados frente a la tele a la hora de la merienda, el retoño demasiado pequeño y yo demasiado mayor... Supongo que era la belleza de Miley Cyrus la que nos convocaba, y que ninguno de los dos le confesaba al otro su turbación, su sentimiento de culpabilidad: uno por estar viviendo su primer amor catódico y otro por estar viviendo su último deseo inapropiado. Nos azoraba, Miley Cyrus, tan sana, tan vivaz, tan mofletuda. Tan americana, tan cantante pop, tan cheerleader del instituto.  Yo intentaba cortar por lo sano aquel malentendido cultural, y le preguntaba al retoño: “¿Pero esta serie te gusta de verdad?” y el respondía que no, que no mucho, que bueno, que a veces, que en su colegio había otra niña que también la veía. Y al día siguiente ya estaba otra vez allí, sentado en su rincón, con su bocadillete de chorizo, o su batido de chocolate, atento a cada gesto de la chavala, a cada giro tontorrón de sus aventuras. Y yo, con la excusa de hacerle compañía, de forjar el vínculo paterno-filial, de nuevo entregado a la visión avergonzada de aquella nínfula que era -manda cojones, qué caprichoso es el mundo- la hija del Billy Ray Cyrus de la música country. El que cantaba el Achy Breaky Heart que aquí decíamos iki-briki-jart, y que se bailaba haciendo un manspreading que ahora también es sospechoso y está muy pasado de moda.





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Black Mirror: Striking Vipers

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Muchos hombres que yo conozco -que son habituales de la barra del bar y de la grada del fútbol- se pondrían muy indignados si alguien cuestionara su orientación sexual. Heterosexual, y heteropatriarcal, patriosexual en definitiva, afianzada desde los tiempos de los antepasados con cachiporra. Ellos, que todavía le llaman maricón al árbitro cuando no pita el penalti, o nenaza, al delantero centro, cuando no mete la pierna en el remate… Que a sus hijos, cuando juegan contra  las niñas en la liga alevín, les dicen que sería todo un deshonor perder contra ellas. Estos machos de la pedanía no entenderían nada de lo que sucede en este episodio de Black Mirror, donde dos hombres hechos y derechos, expertos en el ligoteo con señoritas muy bellas, uno de ellos incluso casado, se dejan llevar por la realidad virtual y descubren, en el Second Life de un juego de mamporros, una playa recóndita donde dejarse llevar por el pecado nefando.




    Yo, sin embargo, veo el episodio -que está entretenido y tal, pero que vuelve a demostrar que Black Mirror ha perdido toda su carga distópica- y no sería capaz de poner la mano en el fuego, y de decir que no, que nunca jamás, muy viril y machote, como un gorila aporreándose el pecho en mitad de la selva. Sospecho, como decía Cecilia Roth en Todo sobre mi madre, que en realidad todos nacemos un poco bolleras.  Y que, simplemente, a los convencidos de una orientación determinada, la vida no nos ha puesto en la tentación opuesta, en ese deseo que nos cogería totalmente por sorpresa. Que lo que creemos una sexualidad afirmada, recta, sin equívoco posible, tal vez sólo sea la ausencia de oportunidad. El fruto de nuestra propia cerrazón… No sé. De momento, eso es un hecho, nunca he sentido deseo por ningún hombre, y supongo, ay que dentro de unos años, cuando llegue la pitopausia, ya tampoco lo sentiré por las mujeres, o uno muy apagado, un pensamiento reflejo más que un acto de voluntad; un rescoldo, más que un fuego verdadero y ardiente. Como el que ahora, todavía, afortunadamente, me mantiene vivo.


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Black Mirror: Bandersnatch

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En mi juventud, cuando iba a los cines que más tarde se reconvirtieron en restaurantes de palomitas, yo veía las películas con los diez dedos cruzados sobre la barriga si a mis lados había otras personas disputándome el espacio vital. Si no había nadie, yo, menos cohibido, ponía los brazos extendidos sobre los reposatales y apretaba las palmas de las manos como un invitado en el Halcón Milenario a punto de saltar al hiperespacio, siempre expectante ante lo que sucedía en la pantalla. Una postura que sólo cambiaba si había chicas atractivas por las cercanías, porque en esos casos yo adoptaba manualidades de cinéfilo reconcentrado, y lo mismo cruzaba los diez dedos bajo la barbilla como hacían los críticos de los festivales, que hacía una L con el dedo índice y el dedo pulgar para sujetar elegantemente mi sien y mi barbilla. Es lo que hacían los universitarios más interesantes que se paseaban por los cineclubs: los tipos de la parka y la barbita, siempre exitosos con las mujeres a la salida de la función, verborreicos y ocurrentes, inimitables e inalcanzables.

    Ahora, de mayor, que por pereza y por amortización del Movistar + ya no salgo de mi sofá, veo las películas con una mano sujetando la cabeza que rebosa de malos pensamientos, y con la otra, sea invierno o verano, exista o no causa justificada, agarrando los testículos en un tacto a medio camino entre la caricia sensual y la exploración del bulto sospechoso. Es un desmadejamiento nada presentable a ojos del visitante ocasional, pero muy cómodo, muy campechano, como de Borbón en su palacio, si uno está a solas con su ocio televisivo. Estando en soledad no abandono mi postura por nada del mundo, y es por eso que la nueva entrega de Black Mirror, Bandersnatch, jamás la hubiera visto de no ser porque otra persona, a mi vera, acurrucadita en el sofá, manejaba el mando a distancia de las decisiones, que si los cereales, que si la psicóloga ninja o que si quién coño le está tomando el pelo a este pobre chaval que diseñaba el videojuego...



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Black Mirror: Black Museum

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La idea vertebral que recorre las cuatro temporadas de Black Mirror es que cualquier tecnología inventada por los seres humanos tiene doble filo. Esto es así desde que un cromagnon de la sabana ideó la primera herramienta para sobrevivir: el fuego ha servido para calentar comida y para quemar herejes; la rueda, para transportar alimentos y acarrear cañones; el cuchillo, para cortar filetes y asesinar inocentes; el balón de fútbol, para entretener a las masas e idiotizarlas por completo. El cine bendito que nos regalaron los hermanos Lumière, para vivir otras vidas y renunciar a las nuestras. Todo tiene su buen uso y su mal uso. El Zyklon B era un pesticida usado contra las ratas; la dinamita simplificaba el trabajo a los mineros; la tele nació para instruir al ciudadano. El yin y el yang, supongo.

    Todos los gadgets que aparecen en Black Mirror –que en realidad son variantes de dos o tres cacharros fundamentales- se inventarán dentro de unos años con el fin de hacernos las cosas más fáciles. De ahorrar tiempo y de comunicarnos mejor. De disfrutar más de la vida. Alcanzar la mortalidad, incluso, aunque sea virtual y vivamos en el Torremolinos tórrido de San Junípero. 

    Pero al final, salvo en dos episodios optimistas, todo se tuerce en las tramas de Charlie Brooker. La tecnología –la cultura, en general- viaja muy por delante de la evolución humana. Resumidos en una caricatura, los humanos somos un mono con dos pistolas. La ciencia nos sobrepasa. Hacemos experimentos tecnológicos que luego se nos van de las manos.

    Leo en los foros que Black Mirror -guste más o guste menos- es una cosa original y nunca vista. Pero no es cierto. Hace varias décadas que esta serie aparece como subtrama en las andanzas de Mortadelo y Filemón. Los inventos del profesor Bacterio son muy blackmirronianos, muy charliebrookeros. Bacterio es un genio, un adelantado a la ciencia de su época, y sólo quiere contribuir al buen desempeño de las misiones. Pero sus inventos siempre terminan por joderlo todo. Los  gadgets de este último episodio son muy del profesor Bacterio. Un “lector de sensaciones” que empieza siendo cojonudo para la labor médica, para experimentar los síntomas del paciente como si fueran nuestros,  y que luego se convierte en la versión portátil del orgasmatrón que soñara Woody Allen, y más tarde termina siendo un cacharro autodestructivo porque el placer, y el dolor, son drogas que no conocen la moderación ni el descanso.



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Black Mirror: Metalhead

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Existe un subgénero cinematográfico que rara vez defrauda: el de la humanidad que ha sobrevivido al apocalipsis y se las apaña para ir sorteando los días buscando agua y alimentos. O gasolina. O un teléfono que funcione para contactar con otros seres humanos. Las tramas siempre son muy agradecidas, de hombres y mujeres transformados en bestias que sólo buscan salvar el pellejo o el pellejo de los suyos. La humanidad al límite de la ética. Porque qué cojones importa la ética cuando hay que disputarse un mendrugo de pan o una fuente de agua. 

Los monos de 2001 regresan de nuevo para blandir el hueso de los mamporros. Una elipsis temporal de cuatro millones de años que nos devuelve a la sabana de los primitivos.  Paisajes lunares, desérticos, cenicientos, de coches tirados en las cunetas o de cadáveres putrefactos en  los campos. Siempre hay un matrimonio que se ha suicidado en el lecho conyugal -a menudo de un tiro de escopeta- cuando el protagonista entra en una casa buscando medicinas. El silencio de la naturaleza que ya sólo rompen los animales, o los vientos, o las últimas hogueras, cuando antes todo era una cacofonía de señores que se las daban de muy importantes, de señoras que parloteaban incesantemente de lo suyo. Quizá es eso -la paz que deja tras de sí la humanidad devastada- la que hace que estas películas, o estos episodios para la televisión, tengan un atractivo tan morboso para el misántropo vocacional. El que se fue a vivir al campo para no ver a nadie más allá de las ventanas. Sólo el vecindario imprescindible, y el frutero con la furgoneta, y el cartero que trae los pedidos de internet.

Metalhead es el quinto episodio de la cuarta temporada de Black Mirror. Pero no es muy Black Mirror que digamos. Es como un estrambote, como un capricho musical. Hay un futuro distópico, sí, del hombre –de la mujer más bien- enfrentada a la fiereza tecnológica de un perro asesino que no conoce el descanso. Un bicho tan pesado como Tomy Lee Jones en El fugitivo. Implacable como un Terminator perruno. No hay mucho más en el episodio. Unos humanos que han superado el apocalipsis buscan algo muy valioso en un almacén. El cyborg canino los destroza como un segurata enrabietado, y sale en persecución de la única superviviente por valles y montañas, bosques y parajes. Y sí: hay un matrimonio suicidado en la casa donde ella se refugia. 



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Black Mirror: Hang the DJ

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En los tiempos en que busqué el amor por internet -porque la vida real era aún más fría que la vida virtual-, di con una afamada web en la que había que rellenar un cuestionario que te ocupaba dos mañanas enteras. Películas y músicas, manías y virtudes, deseos y renuncias… La casa ideal, la noche perfecta, el fin de semana soñado... Tu disposición ante los desafíos, ante las amarguras, ante las menudencias de la vida... El sexo ideal, el número de hijos, la renuncia futura o presente a tenerlos... Llegaba a ser entretenida, esta disección de uno mismo que duraba horas y horas. Pensabas en cosas en las que jamás habías reparado, y surgían inquietudes que llevaban años larvadas en tu interior. Había que desnudarse por completo ante la aplicación, más allá de la piel, hasta las vísceras, y hasta el alma incluso, en un proceso más vergonzoso que desnudarse ante la mujer desconocida.


    Después de este esfuerzo introspectivo, se suponía que un algoritmo muy sofisticado, con muchas letras algebraicas y muchas incógnitas despejadas, te emparejaba con las mujeres más afines de tu entorno cercano. Se suponía que más allá del 70% de correspondencia uno empezaba a sentir el prurito del amor, o al menos el pajarillo de su posibilidad. Luego, por supuesto, nadie contactaba, o si contactaba, se arrepentía en la segunda conversación, atenazada por la duda o por el miedo, y al final todo quedaba en un juego de adolescentes timoratos o gilipollas. 

Charlie Brooker, en Black Mirror: Hang the DJ, ha decidido subsanar este malfuncionamiento. En ese futuro suyo -que esta vez es utópico y no distópico- uno, para encontrar el amor, pone en juego su propia copia virtual: un tipo idéntico, calcado, con las mismas virtudes y los mismos pecados, solo que hecho de bits y no de carne. Mientras el ser humano real ronca su sueño, o cumple con su trabajo, o se entretiene con las películas, allí abajo, o allí arriba, en el mundo paradimensional de las simulaciones, tienen lugar verdaderas batallas afectivas y sexuales entre los usuarios de la aplicación. Los avatares follan, desfollan, se separan, se arrejuntan, se odian y se aman, y después de 1000 convivencias que duran un nanosegundo o un milenio completo, la aplicación elige a la persona con la que tienes altas probabilidades de terminar gozosamente. Pero sólo eso: probabilidades. La tecnología de Black Mirror sólo te facilita la primera cita. Luego todo depende del feeling, de la intuición, de conceptos muy escurridizos y poco manejables donde realmente te juegas las habichuelas del amor.





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Black Mirror: Cocodrilo

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La privacidad fue asesinada por el teléfono móvil. O más bien por el teléfono móvil con cámara. Porque sí: hubo un tiempo infeliz, pero tolerable, en el que los móviles daban por el culo con sus sintonías horribles y sus usuarios pelmazos, pero no tenían una cámara que recogía los pecados o pecadillos cotidianos. Podías ir distraído por la vida sin correr peligro, como cantaba Serrat, y sacarte un moco en la vía pública o mearte en la esquina de los borrachos, y era tu palabra contra la del testigo. Que yo le he visto, gamberro, y yo le digo que usted me confunde, señor mío. 

Sólo las cámaras de la tele, o de la sucursal bancaria, o la foto tomada de casualidad por un turista japonés, podía pillarte in fraganti con el gesto retorcido. Todo lo demás se quedaba en un careo de voces peatonales. Quedaba la memoria, sí, el archivo mental de lo que jurábamos haber visto por la gloria de mi madre, pero la memoria es flaca, caduca, deformable. Las emociones pintan los recuerdos de colorines o los degradan en una escala de grises. Las emociones aportan datos inventados o sustraen hechos fundamentales. La memoria no es fidedigna, y siempre que la traducimos al lenguaje se convierte en literatura de ficción.

    En Black Mirror: Cocodrilo, los humanos ya viven la época de la post-transcripción de la memoria. Durante unos años que suponemos muy duros en la lucha contra el crimen, la policía aplicaba un electrodo en tu cerebro y extraía del disco duro la imagen borrosa de un recuerdo decisivo. Si habías visto al terrorista, al asesino, al ciudadano que no recogía las cacotas de su perro, tu testimonio tenía valor de prueba y con eso los jueces tiraban para adelante. Pero todo aquello quedó en agua de borrajas. La memoria seguía siendo traidora, influenciable, y con el tiempo perdió su carácter de prueba indiscutible. Ahora, en Black Mirror, la maquinita de extraer imágenes ya sólo la usan las compañías aseguradoras para indemnizar o no a quien asegura haber sufrido el accidente que lo hará millonario. Se buscan testigos de la escena y se les aplica el electrodo de marras.  El problema surge cuando el testigo tiene algo horrible que ocultar, y en el visor del cachivache aparecen recuerdos que no pertenecen al asunto de la aseguradora: ciclistas atropellados, tipos estrangulados, sangre goteando de las manos…







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Black Mirror: Arkangel

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Hay padres y madres que confunden su oficio de progenitores con el otro más peliculero, y mucho más especializado, de detective privado. De algún modo irracional y exagerado, salen del paritorio con la convicción de que, junto a los papeles necesarios para la inscripción en el Registro, viene expedida una licencia para ejercer la profesión de metomentodo. Quieren saberlo todo, verlo todo, no perderse ni un ápice de la experiencia. Algo comprensible cuando el niño es un bebé, una monada sonrosada que precisa toda nuestra atención. Pero un trastorno obsesivo, o una manía persecutoria, cuando pasan los años y quieren convertirse en su Gran Padre o en su Gran Madre al estilo del Gran Hermano de Orwell. E incluso al estilo del Gran Hermano de Mercedes Milá. Son gente insegura y maniática hasta el ridículo. A veces les puede más el miedo que la vergüenza. Desde que Madeleine McCan desapareciera hace once años en el Algarve de Portugal, estos casos se han multiplicado como los panes y los peces a orillas del Tiberíades.


    Cuando sus hijos empiezan a explorar el entorno, y a perderse de vista en los rincones y en los laberintos de los parques infantiles -y ya no te digo nada cuando empiezan a salir con los amigos o a participar en excursiones escolares- estos padres sueñan con disponer de un invento tecnológico como el que se describe en Arkangel, el episodio 4x03 de Black Mirror según la nomenclatura internacional. A día de hoy, para conseguir resultados parecidos, y saber constantemente que está haciendo nuestro hijo, habría que estamparles un teléfono móvil en la frente, sujetarlo con fuerza para que no se cayera ni se girara el ángulo de grabación, y amenazar a su portador con las penas del infierno si osara desprenderse de él o tapar el objetivo con un chicle mascado, para que nosotros, en otro monitor, podamos seguirle y calmar nuestra ansiedad de padres ausentes. 

    En el futuro maravilloso pero terrible de Black Mirror, basta con implantar un microchip en el cerebro, de un modo indoloro e instantáneo -casi como se hace con el microchip de los perretes- y recoger toda la información visual en una app antológica para la tablet. Una grabación continua de 24 horas al día. Muy simpático, el invento, cuando el retoño juega al escondite o hace sus caquitas en el orinal. Mucho más problemático, y mucho más jodido de soportar, cuando el chaval -o la chavala- empieza a hacerse pajas antes de dormir o se acuesta con su primer noviete -o novieta- de la adolescencia. 





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Black Mirror: USS Callister

🌟🌟🌟

¿Cuánto hay de carne y cuánto de metafísica en el ser humano? A medio camino entre el ateísmo -que afirma que sólo somos un filete andante con muchos nervios por el medio- y el obispo Berkeley -que sostenía que somos el sueño transitorio de una siesta lánguida de Dios- han existido tantas teorías combinatorias que a uno le duele la cabeza con sólo recordarlas. 

    Uno, que fue de Ciencias en el instituto, y materialista dialéctico a la vieja usanza de don Karl, está por suscribir la teoría del filete andante y prescindir por completo de la idea del alma, y de cualquier insidia teológica que la susurre. Pero la misma ciencia que nos lleva por ese camino es incapaz de decidir qué demonios es la carne, y la materia incluso, pues el átomo, con sus electrones y sus protones, sus neutrones y sus subpartículas, no es más que una recreación simbólica para hacernos entender. En el fondo de la sustancia sólo hay "energías" y "campos energéticos" que nos devuelven la peligrosa idea del espíritu.

    En este enredo de teólogos y físicos, de carnívoros y espiritistas, Watson y Crick, allá por 1953, descubrieron la estructura del ADN y abrieron una vía de investigación más promisoria que el viejo debate del dualismo. La estructura helicoidal del ADN no era carne ni pescado: eran bases nitrogenadas ordenadas de un modo sacramental, casi divino, en forma de escalera que ascendía hacia lo sublime. El ADN que conforma el cuerpo y define el carácter era, finalmente, información pura. La síntesis inesperada de los viejos conceptos. 

    Las bases nitrogenadas son bits que pueden ser almacenados en los núcleos de las células, pero también, por qué no, en el disco duro de un ordenador. La información es etérea, conceptual, y puede ser transcrita en muchos códigos y soportes. Podemos tener un yo a esta lado cárnico -o carnicero- de la realidad y otro yo, idéntico, con los mismos atributos genéticos, en el mundo virtual de los chips electrónicos. Preguntarse, dentro de unos años, cuál será el más auténtico de los dos, si el que caga materia en descomposición o bits con forma de mojón, será una cuestión peliaguda que habrán de abordar los filósofos de la época. 


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Black Mirror: Odio nacional

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Y nos quedaba, para rematar esta colección de pesadillas tecnológicas -pues todo en Black Mirror es pesadillesco salvo el paraíso californiano de San Junipero- el asunto espinoso del control gubernamental. Los crímenes que se investigan en Odio naciona, sólo son el mcguffin muy entretenido que distrae al espectador. Un recurso que hubiera firmado el mismísimo Alfred Hitchcock en sus buenos tiempos, pues él también usaba los suspenses para hablar siempre de algo más interesante, que en su caso solía ser el deseo sexual insatisfecho, o la simpleza estructural de los hombres frente a la complejidad desarmante de las mujeres. De hecho, como velado homenaje al orondo maestro, es imposible no acordarse de Los pájaros -y de su avícola y silenciosa animosidad- cuando en Odio nacional vemos esos enjambres de abeja-drones apostados en las azoteas de Londres, esperando la instrucción que los active...

Lo que le interesa de verdad a Charlie Brooker no es si el asesino es fulano de tal o mengano de cual, o si le mueven tales o cuales motivaciones, asuntos que al final se solventan con cuatro brochazos algo descuidados. El verdadero thriller se desarrolla en las cloacas que no vemos, en los despachos gubernamentales que sólo se insinúan. Allí donde cuatro hijos de puta con corbata han decidido que las cámaras de seguridad que nos vigilan en cualquier rincón de la ciudad, y en cualquier esquina del centro comercial, ya no son suficientes para tenernos bien amordazados. No sea que le miremos mal a un policía, o que le hagamos una higa al retrato del rey, o que nos sonemos los mocos con un pañuelo bordado en los colores republicanos. Estos tipejos que sueñan con el control absoluto del populacho seguirán, al parecer, ganando las elecciones en el futuro tecnológico donde viven los personajes de Black Mirror, y dispondrán de recursos más eficaces y sofisticados. De drones, por ejemplo, que ahora se ven a un kilómetro de distancia y se pueden derriban con la escopeta si te pillan en el campo, o con la escoba, si andas visitando a tu yerno en la ciudad. Pero que dentro de unos años, igual que se miniaturizaron los gramófonos o los transistores, se convertirán en pequeñas abejitas que podrán colarse por doquier y retratarnos en lo más secreto de nuestras tristes vidas.



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Black Mirror: La ciencia de matar

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(Contiene un spoiler como una casa)

Por mucho que Joseph Goebbels vociferara en la radio que los judíos eran hijos del demonio que escupían fuego por la boca, los soldados alemanes, cuando se veían obligados a ejecutarlos en los campos de concentración, sólo veían seres humanos que en nada se diferenciaban de ellos mismos, sus verdugos. Los soldados disparaban porque desobedecer una orden costaba la propia vida, pero el trauma quedaba, el ardor guerrero languidecía, y la pesadumbre moral se propagaba entre la tropa. Fue por eso que los dirigentes nazis tomaron la determinación de construir las cámaras de gas, para que ya nadie tuviera que abatir a un prisionero desarmado. En las duchas de Zyklon B los judíos se morían ellos solitos, sin cámaras ni testigos, y los cadáveres eran retirados por sus propios compañeros de cautiverio, así que el soldado quedaba liberado de culpa para combatir fogosamente contra el comunismo del Este y la decadencia del Oeste.


    Lo que yo no sabía hasta hoy -y he conocido en Black Mirror: La ciencia de matar- es que esos mismos soldados, librados de los crímenes a sangre fría, llegaban al frente de combate y en su mayoría tampoco disparaban sobre los enemigos armados. Ni eran disparados por ellos. La cifra es sorprendente: sólo un 20 o 30 % de los combatientes usaron realmente sus armas en la II Guerra Mundial. Los demás quedaban paralizados por el miedo, o se veían incapaces de matar a seres humanos que correteaban al otro lado del río o de la explanada. El prurito moral que nos viene de serie les incapacitaba para el combate, incluso a riesgo de perder su propia vida en el tiroteo. El "no matarás" era a veces más poderoso que el instinto de supervivencia.

    Esta realidad fue bien conocida por los altos mandos militares, y se tomaron medidas para atajarla. En las guerras posteriores, el odio reconcentrado hacia el enemigo se convirtió en el objetivo prioritario de los instructores. Ahí nació el sargento Hartman de La chaqueta metálica, y el "salgento" Arensivia de Historias de la Puta Mili. Los porcentajes de soldados aguerridos subieron y subieron en cada conflicto, hasta alcanzar una eficacia casi total en las guerras recientes contra el terrorismo (?). El último paso para llegar a la perfección letal lo propone Charlie Brooker en La ciencia matar. Hay que ver el juego que las lentes Z-eyes le están dando al serial de Black Mirror.


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Black Mirror: San Junipero

🌟🌟🌟🌟🌟

(Contiene un gran e inevitable spoiler)

En 1987, Belinda Carlisle cantaba aquello de Heaven is a place on Earth en Los 40 Principales, y nosotros, quinceañeros que admirábamos sus canciones y todavía más su belleza, siempre hacíamos el chiste de que el Cielo, efectivamente, estaba en este planeta, y más concretamente donde Belinda ponía los pies, o comía los macarrones, o se acostaba con el suertudo de su maromo. Porque Belinda era una mujer preciosa, turbadora, una cantante muy distinta a las yogurinas bailongas que tanto nos enardecían por entonces. La primera MILF, quizá, en nuestra larga vida de deseos.

    Yo me acordaba mucho de Belinda Carlisle en las clases de religión porque mi ateísmo había tomado su canción por un himno de rebeldía. Y mientras el cura nos hablaba de la contemplación beatífica de Dios, que era el premio de mierda que les esperaba a los católicos de mis compañeros, yo canturreaba por lo bajini Heaven is a place on Earth convencido de que el único cielo estaba en esta vida, en esta corta oportunidad, muy posiblemente en el amor de una mujer que dijera que sí, que venga, que vamos a retozar sobre una nube, y que salgan los ángeles por Antequera.

    En la primera escena de Black Mirror: San Junipero, suena Heaven is a place on Earth en la discoteca donde la chavalada se busca para pasar un buen rato. Y uno, que es bastante cortico para pescar pistas y anticipar derroteros, se deja llevar por el canturreo tonto, por la evocación ñoña, y tiene que esperar tres cuartos de hora para caer en la cuenta de que Charlie Brooker no da puntada sin hilo, y que esa canción estaba puesta allí como un grandísimo spoiler para los espectadores más avezados. Porque la ciudad de San Junipero es el Cielo propiamente dicho: un villorrio a orillas del mar donde la temperatura siempre es agradable, la gente siempre es joven, y la música molona no para de sonar. 

San Juníepero es la ensoñación post-mortem que han elegido Kelly y Yorkie para ser eternamente jóvenes y amarse por las noches con la misma fogosidad con la que se aman por el día. Un Cielo californiano que a mí no termina de convencerme, porque yo soy más de arrejuntarse en bosques nevados y en cabañas con chimenea. Ese sería el Cielo que yo contrataría con la funeraria del futuro para pasar la eternidad en compañía femenina, y no ese San Junipero donde los muertos sudan a todas horas celebrando que el amor nunca termina.



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Black Mirror: Cállate y baila

🌟🌟🌟🌟

Cuando llegamos a la adolescencia en el colegio de curas, los profesores de religión empezaron a advertirnos contra el grave pecado de la masturbación, que ellos no llamaban así porque les parecía una palabra muy fea, pecaminosa en sí misma -un atrevimiento lingüístico introducido por los socialistas- sino que decían tocamientos propios, o vicio solitario, de tal modo que al principio, en nuestra primera edad clandestina, no sabíamos muy bien de qué nos estaban hablando, y alguno llegó a creer que nos afeaban lo de comerse los mocos, o lo de morderse las uñas, que también eran asuntos muy feos del sucio tocarse.



    Nosotros ya sabíamos, porque éramos veteranos de las monsergas catequistas, que Dios lo sabía todo sobre nuestros malos comportamientos. Que su ojo vigilante, inscrito en aquel Triángulo que flotaba sobre nuestras cabezas como una nave extraterrestre, atravesaba muros y paredes, conciencias y disimulos. Y pronto supimos, por supuesto, que también traspasaba las sábanas de la cama, y las mamparas del baño, donde nosotros hablábamos de darle al manubrio, o de hacerse una gayola, en argot barriobajero que jamás apareció en las escolásticas del colegio. En Black Mirror: Cállate y baila, no es el Dios del catecismo quien observa cómo los personajes se pajean ante el ordenador, amorrados a páginas muy guarras y muy poco edificantes, sino unos tipos misteriosos que chantajean al pecador con difundir la grabación si no se presta a delictivos tejemanejes. Los personajes de Cállate y baila seguramente no contaban con que otro ser omnisciente, también monocular, los acechaba desde sus propios ordenadores, instalado en la misma carcasa, y enfocado directamente a sus pensamientos. La webcam de nuestros cacharros es un pequeño dios que también sobrevuela nuestras debilidades. Un duendecillo que casi siempre está apagado, pero que a veces, cuando se enciende por error, o cuando alguien lo activa sin consentimiento, alcanza las alturas del gran Ojo de la Providencia, y se convierte en el Dios terrible y puñetero de nuestra infancia que todo lo sabía y todo lo fiscalizaba. Un voyeur de espíritu negrísimo que también amenazaba con contárselo todo a nuestra mamá, y a nuestros amigos, para que sintiéramos la angustia infinita, y la vergüenza sin consuelo.


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Black Mirror: Playtest

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En las conversaciones que mantengo conmigo mismo sobre Black Mirror -pues soy el único habitante en veinte kilómetros a la redonda que parece seguir esta serie- ya me extrañaba que Charlie Brooker no hubiese dedicado un capítulo al mundo de los videojuegos, que como dirían David Broncano y sus secuaces de la radio son vida moderna pura, la avanzadilla de la realidad virtual que tarde o temprano será indistinguible de la vida real. De tal modo que nuestros nietos ya podrán irse de juerga o jugar al billar con los amigotes sin tener que levantarse del sofá, sólo con un casco puesto en la cabeza, y la imaginación echada a volar.
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    En el futuro que plantea Black Mirror: Playtest, la industria del videojuego utiliza voluntarios que se dejan mangonear las meninges en pro de la ciencia y del progreso. Tipos como Cooper, el turista americano, que entre flirteos y desayunos post-coitales  no tuvo tiempo de sacar el billete de regreso a su país, y ahora se ha quedado colgado en la isla con la tarjeta de crédito inutilizada. Contratiempos de juventud que solventará haciendo de cobaya en un videojuego muy secreto, muy experimental, que diseña un jovenzuelo japonés en una mansión recóndita de la campiña. A Cooper lo seducen, lo lían, le prometen una pasta gansa a cambio de enfrentarse a sus propios miedos, pues en eso consiste el intríngulis del pasatiempo: caminar por los pasillos oscuros y recargados  como si se tratara de la Casa del Terror en las fiestas de Villaperales del Manzanar, e ir encarando fobias y tirrias, pesadillas y repeluses, que salen directamente del subsconciente. 

    Como Luke Skywalker internándose en el bosque pantanoso del planeta Dagobah...

    Al principio del viaje sólo hay bichos, ruidos extraños, abusones de la infancia... Pero luego la cosa se pone cruda, terrorífica, y Cooper ha de enfrentarse al mayor miedo de todos: parecerse a sus padres, sufrir sus mismas enfermedades, arrastrar las mismas carencias o padecer las mismas limitaciones. Un miedo común, ancestral, inherente a nuestra naturaleza de seres humanos. Nuestros padres son el origen, pero también son, en cierto modo, el destino, y el espejo en el que nos vamos reconociendo. Y envejeciendo. Y eso da, por supuesto, mucho miedo. El tic-tac de los genes. La bomba de relojería.







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Black Mirror: Caída en picado

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En el futuro que plantea Black Mirror: Caída en picado, todos llevaremos una valoración numérica flotando sobre nuestra cabeza. Tal número, obviamente, no será una cartulina recortada que vaya pegada con celofán, como un trabajo manual hecho en la escuela. Será una cifra virtual que aparecerá en las lentillas Z-Eye que todo el mundo llevará incorporadas, y que nos escanearán el rostro, y el currículum del alma, en cuestión de décimas de segundo. Las lentillas Z-Eye, que ya han aparecido en otras distopías de Black Mirror, van camino de convertirse en adminículos legendarios para los fanáticos de la ciencia-ficción.


    En cada interacción social de Caída en picado, las personas se valoran al instante apuntándose con sus teléfonos. Como vaqueros que desenfundan su revólver si la cosa no ha pintado bien, o como colegialas lanzándose un beso, si el encuentro ha ido guay del Paraguay. Gracias a ese Superfacebook que viene instalado en todos los móviles, uno recibe cientos de valoraciones cada día -en la acera y en el trabajo, en la cafetería del pueblo y en la cola de la panadería- y así, roce a roce, y verso a verso, se va conformando la cifra que vive suspendida sobre las cabezas, como el aura de un santo, o el sulfuro de un demonio. 

    Podría parecer un asunto estúpido, baladí, un juego contable con el que matar los ratos muertos o echarse unas risas con los amigos. Pero esa cifra, en la numerocracia de Black Mirror, es el pasaporte que da acceso a las mejores camas en el hospital, o que coloca a tus hijos en mejor disposición para ser admitidos en la Universidad. No puedes tener una buena casa, un buen trabajo, un coche último modelo, si vas por ahí con un 3 sobre 10 de valoración sobrevolando la cabeza. En esta distopía que parece muy lejana, pero que en realidad, como todas las que plantea Black Mirror, está a la vuelta de la esquina, la amabilidad se ha convertido en el valor supremo que rige el mundo. La sonrisa falsa, el gesto comedido, el taco reprimido... La nula conflictividad social. La contención de cualquier gesto de asco o de molestia. El like que fingimos en Instagram, el me gusta que simulamos en Facebook, el OK falsario que pulsamos en cualquier otro invento del demonio digital. 


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Black Mirror: White Christmas

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Ahora que llega la Navidad uno desea más que nunca fugarse a la isla tropical, o a la taiga boreal, y pasar desapercibido entre el paisanaje. Tumbarse bajo la palmera, o al lado de la chimenea, y releer viejos libros hasta que la estrella de Belén se oculte en el horizonte. Abstraerse de las fiestas entrañables hasta olvidarlas por completo, y no saber ya en qué día vive uno. Celebrar las vacaciones, pero apostatar de su mensaje. Que viva la misantropía, y la amistad bien escogida, y el amor bien seleccionado, y mueran los mensajes de fraternidad y la cofradía universal.


    Si uno viviera en el futuro tecnológico de Black Mirror: White Christmas, saldría del paso navideño sin tener que comprarse un billete de avión, o un pasaje de barco. Viviría la Navidad desde dentro, como todos los años, pero deambulando por ella como un intruso, como un mirón, como si Harry Potter paseara por el centro comercial envuelto en la capa de invisibilidad. En Black Mirror: White Christmas, los terrícolas del futuro llevan una lentillas implantadas en el globo ocular que funcionan como una red social permanente. Cada persona es rápidamente identificada, pormenorizada, como hacía el Terminator que vino a cargarse a John Connor en la primera entrega de la saga. Con las Z-Eyes puedes bloquear a los prójimos que te caen gordos, como harías en el Facebook, o en el Google +, y aunque en la vida real ellos siguen estando ahí, pesados y molestos, uno ya no los ve, ni los oye, porque en su lugar se agita una mancha informe que es su cuerpo emborronado y su voz apagada. 

    Del mismo modo, uno puede provocar al prójimo indeseado para ser excluido de su visión, y de su audición, y bastaría con encender un fuego satánico al principio de las vacaciones para ser obviado por quienes acarrean paquetes de regalo, y te desean felices fiestas con las sonrisa bobalicona.  De cuántos seres navideños se libraría uno con este recurso maravilloso. El futuro de Black Mirror es el paraíso de los mil Grinch que moramos en las catacumbas.  


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