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La loba

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Si el otro día vi a Olivia de Havilland en “La heredera”, hoy he visto a Bette Davis en “La loba”. Dos señoronas de mansión burguesa y norteamericana. Se diferencian en que la primera es una víctima de los hombres y la segunda una fustigadora de los mismos. Pero se parecen en que las dos terminarán sus días más solas que la una, la primera escarmentada del amor y la segunda porque el amor es un sentimiento que le resbala por el escote. 

En realidad todos los espectadores llevamos una parte de la heredera y una parte de la loba, y así, poco a poco, vamos labrando nuestro destino solitario.

En los años 40 la damas de la escena no se quejaban de tener pocos papeles o de que fueran insulsos y de relleno. Solo en el western o en el género bélico se veían desplazadas para que los vaqueros y los marines chuparan pantalla y de paso el sempiterno cigarrillo. Pero en los dramas y en las comedias ellas eran la costilla de Adán respondona e incluso mandona. “La loba” superaría con creces el test de Bechdel que ahora condena o salva la decencia feminista. A saber: en la película hay dos personajes femeninos (Loba y Lobezna), mantienen conversaciones enjundiosas entre ellas (vaya  que si las mantienen) y hablan sobre algo distinto al amor por un hombre o por los hombres en general (mamá, eres una puta avariciosa; hija, eres una niñata de mierda).

Por lo demás, “La loba” serviría para ilustrar este libro que ahora mismo estoy leyendo sobre los mecanismos de la herencia. En él hay un capítulo dedicado a los peligros de la endogamia: dos genes recesivos se encuentran frente a frente en un cromosoma, se saludan muy educados pero extrañados por la coincidencia, y a partir de ahí montan un estropicio en forma de enfermedad mortal o de tara sin remedio. 

Si el autor del libro pone como ejemplo la mandíbula de los Habsburgo, Wiliam Wyler, en la película, pone como ejemplo la avaricia desenfrenada de la familia Hubbard, que es una saga de esclavistas sureños muy dada al matrimonio entre primos y primas, por aquello de salvaguardar las herencias y de no mezclarse con los defensores de los negros. Pura gentuza, como se ve. 





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Eva al desnudo


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De niño -y de no tan niño- yo estaba enamorado de una vecina que se llamaba Eva. Ella era dos años mayor que yo, preciosa e inalcanzable. Un ángel del Señor perdido en un barrio terrenal de las afueras de León. Yo, a veces, en mis ensoñamientos de platónico aspirante, la imaginaba desnuda en sus quehaceres, pero sólo un poco, lo justito, como a una Venus de Botticelli recién salida de la ostra, para luego no tener que azorarme en su presencia cuando  la cruzaba por las escaleras. Mi amor por Eva era el de un caballero muy respetuoso, casi de los de antes, aunque yo vistiera pantalones cortos y llevara casi siempre manchada la boca de Nocilla.

    Es por eso que años después, cuando en mis primeras cinefilias descubrí que había una película titulada Eva al desnudo, durante un segundo de estúpido cortocircuito, de alborotada confusión, pensé que por fin iba a conocer los secretos de mi amada vecina, esos que yo tanto des-imaginaba para no sucumbir al delirio de lo imposible. Fue un segundo muy loco, muy absurdo, tan largo como una vida y tan corto como un suspiro. Hasta que el rabillo del ojo, en la ilustración que acompañaba el descubrimiento, me mostró que Eva al desnudo era una película viejuna, en blanco y negro, con el rostro picassiano de Bette Davis ocupando casi la carátula completa. Era ella, la divina Bette, la de Bette Davis Eyes que cantaba Kim Carnes, que al final ni siquiera era la Eva del título, ni por supuesto mi vecina de León, la Eva de Botticelli, de la que por entonces ya me separaban muchos kilómetros y muchas vicisitudes.

    Eva al desnudo cuenta la determinación de Eva Harrington por alcanzar la fama sobre las tablas del escenario. Cuenta con la gran ventaja de que sus escrúpulos nunca se activan cuando tiene que mentir, traicionar o apuñalar por la espalda. El fin por encima de cualquier medio. Es el despliegue de una sociópata que nunca conocerá el amor o la amistad porque en realidad tampoco necesita tales sentimientos: sólo como instrumentos para manipular a los demás y seguir progresando en su carrera. Pero hay mucho más, en Eva al desnudo, como en todas las grandes películas que sobreviven al paso del tiempo. El ascenso hacia el estrellato de Eva Harrington sólo es el argumento, el artificio con el que nos entretiene Joseph L. Mankiewicz entre diálogos y sobreentendidos. El gran tema de la película, que ruge por debajo de la trama como el magma que nos sostiene, o como el agua que riega los campos, es el paso del tiempo. El miedo a hacerse mayor. El pavor a la decadencia.





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