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Forajidos

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Las tías buenas solo se acuestan con los futbolistas o con los forajidos. Es la pasta, estúpido. El estatus. Es un rasgo evolutivo que perdura en la "Femina sapiens" de cuando el malote sin escrúpulos aseguraba un trozo mayor de carne y se hacía a hostia limpia con la cueva más confortable. Es una predilección sexual que viene cincelada en los genes.

Forajidos hay de muchos tipos, y el gremio de atracadores de bancos sólo es uno de ellos. Pero uno muy habitual en el cine negro americano. Y en los cómics de Makinavaja... Los banqueros, curiosamente, también son unos forajidos de cuidado, los que más roban con diferencia entre carcajadas y a manos llenas, pero lo hacen sin pañuelos en el rostro ni revólveres en la mano. Así que la clientela no siente miedo ni sufre patatuses. Y además te regalan una tele de vez en cuando. 

Lo que pasa es que en el cine americano te acusaban de comunista si denunciabas las malas prácticas de los banqueros. Y ahora igual. (Las tías buenas como Kity Collins, por cierto, también prefieren a un banquero ladrón antes que a un barrendero poeta). 

Lo de las tías buenas viene de lejos, de sus tiempos en el instituto, cuando preferían al macarra sociopático antes que al buenazo con coderas. Siempre ha sido así, desde que los sumerios inventaron la escuela para que papá y mamá pudieran segar los trigales despreocupados. Las tías buenas intuyen que el malote con moto, el chuloputas con gracejo, el hijoputa que acelera su buga en la carretera comarcal, va a convertirse de mayor enel amo del cotarro. En el forajido de leyenda. Porque para alcanzar el estatus que ellas desean y merecen sólo existen Tres Caminos de la Verdad: estafar al cliente, explotar al empleado o engañar al Estado. El día a día de los forajidos, vamos. Algunos recorren incluso los tres caminos a la vez. 

Decía mi abuela que en todo hombre de éxito anida un ladrón y es verdad. A no ser que te hagas futbolista de élite o te lleves de rebote el premio Planeta, que incluso ahí habría que sacar la lupa a pasear. 






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La noche de la iguana

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El reverendo Shannon quiere elevar su espíritu hacia Dios, pero el peso de sus testículos es excesivo, y marmóreo, y ese lastre lo retiene en los asuntos mundanos de la pasión. Siendo él un pastor protestante, de los que goza de bula divina para el sexo, no habría mayor problema en darle a Dios a lo que es Dios y a la esposa lo que es de la esposa. Pero el reverendo, muy alejado de la idea del matrimonio, siente una lacerante debilidad por las chicas más jóvenes de la parroquia, que son seducidas en la sacristía con la excusa de dar una clase particular sobre la segunda carta de San Pablo a los Tesalonicenses. 

    El reverendo Shannon es un hombre atractivo que asegura ser él el seducido, y no el seductor: una verdadera víctima de los demonios travestidos en jovencitas. Pero esta excusa pueril no le salva de ser expulsado de su iglesia cuando los feligreses, que no quieren ir a los servicios dominicales con sus hijas sujetas con correas, deciden elevar una queja formal a sus superiores eclesiales.

    Ninguneado por Dios y rechazado por sus ovejas, el reverendo emprenderá una nueva vida en México, de guía turístico, ofertando un servicio completo de playa más hotel y consejos espirituales. Pero sus carnes, ay, viajan con él a todos los sitios, y en ellas, entreveradas en los tejidos, siguen anidando las mismas tentaciones que nada saben de fronteras ni de arrepentimientos. Borracho como una cuba, a punto de perder su nuevo trabajo, perdido en una selva que es al mismo tiempo tropical y metafórica, Shannon dará con sus huesos en el hotel playero que regenta Maxine, una Ava Gardner que más parece un súcubo afincado en Puerto Vallarta que una mujer refugiada de las tempestades. 

    Doña Ava sonríe, o mueve una cadera, o guiña un ojo, y el reverendo Shannon, y los espectadores que fueron y somos, y seguirán siendo, notan que algo muy primario y muy hermoso, de una sensualidad inocente y selvática, se mueve un poco más abajo de las entrañas. Shannon buscaba la paz espiritual y se ha encontrado otra vez con el demonio del sexo, que se posa en su hombro izquierdo para provocarle.




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Arde Madrid

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En aquella España de Arde Madrid el sexo fuera del matrimonio era una práctica clandestina que sólo se practicaba en lugares muy apartados, o en sótanos muy profundos, a escondidas del Triángulo que todo lo ve. Pero es que luego, el sexo dentro del matrimonio, que era el único consentido por el Concilio de Trento, era una actividad sospechosa que cuando no iba encaminada a la reproducción retrataba a los hombres como cerdos, y a las mujeres como casquivanas. 

El sexo fue la gran frustración de la Patria única, grande y libre. La fuente primordial de su neurosis. Mucho más que la ausencia de democracia, o que los mostachos malencarados de la Guardia Civil. La gente que folla es feliz y no se preocupa mucho por el régimen político que la gobierna. Esto es así, aunque los politólogos no estén de acuerdo. Y la gente, en aquella España donde Ava Gardner irrumpió como una súcuba de Tasmania, follaba muy poco y además follaba muy mal, y a destiempo, y con mucho sentimiento de culpa. Al final fue esa grieta, y no otra, la que derrumbó al Reich Hispano que iba a durar mil años y lo que rondaría la morena.

    Nada se movió en este país hasta que los españolitos descubrieron a la extranjeras paseándose en las playas, con aquellos bikinis que dejaban muy poco margen a la imaginación. Y cuando supieron que más allá de los Pirineos el sexo era una práctica jovial desprovista de tabúes, una alegría más de la vida que tonificaba los músculos y endulzaba las pesadumbres, decidieron que ellos también querían una democracia como aquella. Con un rey de los borbones que la encabezara, si no había otro remedio... 

    La Transición, al contrario de lo que enseñaba Victoria Prego en los documentales, no empezó con una toma de conciencia política, sino con un calentón en la entrepierna. Y Ava Gardner fue la primera misionera que vino a subir la temperatura. Si Cristobal Colón desembarcó en América para aguarles la fiesta a los indios con taparrabos, Ava, en un viaje inverso, generosa y borracha, desembarcó en los Madriles para devolvernos la alegría de follar.




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Sinatra: todo o nada

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Sinatra: todo o nada, es el documental que la HBO ha dedicado a la figura de Frank Sinatra, ahora que en el año 2015 se cumplían cien años de su nacimiento. Venía uno desconfiado al sofá, con pocas ganas de perder el tiempo, porque estos documentos suelen terminar en la hagiografía comodona: en la exaltación de las virtudes, y en el silencio de los defectos. Siempre hay hijos que pleitean, aludidos que demandan, mil enredos que obligan a desgrasar la biografía hasta dejarla en una leche desnatada que ni sabe ni alimenta. Pero no ha sido el caso, afortunadamente. La HBO ha vuelto a liarse la manta a la cabeza para dejarnos contentos a los usuarios de pago. Un Sinatra light o descremado se hubiera quedado en el repaso de sus greatest hits en discos y alcobas, y poco más, y para esos viajes ya están las alforjas de Qué tiempo tan feliz, en Tele 5, cuando María Teresa Campos decida lanzarse a la carrera internacional.


     Sinatra: todo o nada se aventura con decisión en los claroscuros de nuestro personaje, que los tenía por decenas, como en un cuadro de Caravaggio. El Sinatra glamuroso que canta y actúa en las películas se entremezcla con el Frankie camorrista que coquetea con la mafia y se aproxima a los círculos del poder, allá en el Camelot donde reinaban los Kennedy. El Sinatra que se dejaba los millones en causas benéficas y las cuerdas vocales en protestas contra la segregación racial, es el mismo Frankie que luego maltrataba a sus mujeres o se cambiaba de chaqueta para apoyar a Ronald Reagan en sus aspiraciones. Un ángel y un demonio, un bendito y un impresentable. Un personaje contradictorio al que dan ganas de achuchar en unos pasajes y de abofetear en los siguientes. En el fondo, más allá de sus trajes carísimos y de su aureola de cantante, Sinatra fue  un chulo de barrio que siempre hizo lo que le dio la gana, como dejó consignado en su canción My way, que viene a ser la confesión última de sus voluntades, tan férreas como poco lamentadas:

Arrepentimientos, he tenido unos pocos,
pero igualmente, muy pocos como para mencionarlos.
Hice lo que tenía que hacer,
y llegué al final sin deber nada a nadie.
Planeé cada ruta,
cada cuidadoso paso a lo largo del camino.
Y más, mucho más que esto,
lo hice a mi manera.



       Posdata. De los 34 centímetros que la tradición atribuye a su miembro viril no se dice una sola palabra en el documental. Ninguna fuente fiable, por lo que se ve, ha contrastado lo que en su día afirmara Ava Gardner: ”Frank pesa 50 kilos. 45 de ellos corresponden a su pene”.

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