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El colapso

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Todo irá bien mientras haya existencias para todos: gasolina en el súper, y pan en el supermercado. Y aspirinas para el dolor. Sin escasez de recursos podremos seguir fingiendo que somos seres civilizados. Votantes responsables que jalean a los suyos, abuchean al rival, y a la hora de la verdad, cuando se cuecen las habas, se desentienden del fratricidio para tomarse un par de cañas al solete. Es bueno que así sea: la guerra es mucho peor, y la revolución lo llenaría todo de cristales. Mientras en las estanterías haya un poco de todo -aunque algunos productos sean gourmet y otros marca blanca, como sucede con los amores, o con los hoteles- el hombre sólo será un cabronazo para el hombre, pero no un lobo despiadado, como señaló el abuelo Hobbes, cargado de razones.

Pero ay, cuando los recursos escasean... La última vez que en Moscú faltó el pan, cayó un imperio que iba a durar mil años de justicia. La última vez que aquí, en Occidente, corrió la voz de alarma, los yayos se lanzaron a por todo el papel higiénico del supermercado, para limpiarse el culo en esta vida y en la eternidad de la siguiente, mientras a los demás nos dejaban el papel del periódico, o el de las ofertas que meten en los buzones. Bastó que alguien lanzara un bulo sobre el desabastecimiento para que las cachavas empezaran a marcar territorio, y los todoterrenos ocuparan tres plazas en los aparcamientos, para espantar a los rivales. Y ya ves, qué crisis, qué mierda de colapso, aquel de hace un año, que al final acabamos todos con los estómagos llenos, y las lorzas reafirmadas, porque salir al súper y comer frente a la tele fueron los dos únicos placeres permitidos por el Gobierno.

No hace muchos años, cuando yo iba a ver las cabalgatas de los Reyes Magos con el retoño, todo era paz y concordia, espíritu navideño que te cagas, hasta que el primer paje lanzaba desde la carroza un manojo de caramelos. Lo que un segundo antes eran sonrisas entre la grey, ahora, en una transformación de hombres-lobo, ya todo eran codos, paraguazos, acaparamientos de famélicos... Por unos putos caramelos. Qué no haremos, cuando llegue el colapso anunciado en las Escrituras, y nuestros hijos nos pidan para comer, o haya que elegir entre mi pellejo y el del vecino.





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Intocable

🌟🌟🌟

Hace pocos días, en este diario que nació para enseñar las plumas del pavo y ha terminado siendo el expositor de mis vergüenzas, yo confesaba que la película más conocida de Nakache y Toledano, Intocable, me había dejado más bien frío en el momento de su estreno. Que mientras todo el mundo sonreía, lloraba, se compadecía del paralítico ricachón y su cuidador sudsahariano, completando una vuelta entera en la montaña rusa de las emociones, yo, en mi sofá, con el correr de los minutos, iba sintiendo una creciente indiferencia por estos dos amigos tan improbables como complementarios, como si fueran dos transeúntes pintorescos que pasasen rápidamente bajo mi ventana.



    Hace una semana, en un episodio de “The Crown”, la reina Isabel  confesaba a su primer ministro que le costaba mucho expresar sus sentimientos cuando se veía obligada a ello, en las pompas o en las circunstancias, y que quizá por eso la gente la tomaba por una mujer sin alma, o por una autista coronada. Y que luego, en la intimidad, se desmoronaba... Y puede que a mí me pase un poco lo mismo, y que esto sea como no poder mear con alguien a tu lado que mea, y que tiendo a poner la nota discordante cuando hay consenso general porque soy así de rebelde, o porque el mundo me ha hecho así, con un defecto de fábrica, como cantaba Jeanette.

    Hace casi seis años que me quedé tibio con Intocable, así que hoy decidí concederle una segunda oportunidad, a ver qué pasaba, como dicen que hacen estos días los ex y las ex por los teléfonos, que se vuelven a llamar por puro aburrimiento y prometen regresos de mentirijillas, ahora que sale gratis y no se puede regresar. Yo he regresado a Intocable y tengo que decir que la segunda cita ha sido tan fallida como la primera. Al principio conecto, compadreo, siento la angustia y la carcajada de los personajes. Me caen bien, por supuesto, estos dos fulanos, únicos cada uno en su especie, pero la película, en mi piano sentimental, sigue tocando notas muy falsas, y hay cosas que me siguen chirriando por exageradas, o por melodramáticas.

    Lo que no ha cambiado para nada, porque sigue ahí, conservada en la magia de los píxeles, es la belleza de esa actriz tan escurridiza llamada Audrey Fleurot. Ella es lo único que se había quedado incorrupto en mi memoria, como un cuadro de la exposición permanente. Quizá todo este rollo sobre la segunda oportunidad de Intocable sólo era una excusa para volver a verla…



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