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Ariane

🌟🌟🌟🌟


El final de “Ariane” es muy bonito: un japi-én al puro estilo de Jolivú. Dos amantes que van a despedirse en la estación de tren, deciden, en el último momento, contra todo pronóstico, emprender juntos la aventura. Y no me digan que soy un revienta-películas porque ustedes ya saben, si vieron "Ariane", o ya lo intuían, si estaban predispuestos a verla. 

Es lo malo que tienen los clásicos en blanco y negro: que salvo contadas excepciones no admiten un final infeliz o atravesado, y eso le quita mucho emoción a la experiencia. No es como en el cine moderno, que será mucho peor a decir de los críticos, pero que al menos nunca sabes qué conejo te sacará de la chistera. En el siglo XXI, un remake de “Ariane” podría terminar con Gary Cooper metido en la cárcel por acoso o con Audrey Hepburn operándose de arriba abajo para convertirse en Adolf  y casarse con Gary en algún país tolerante como España. Quiero decir que la palabra spoiler es muy moderna, de apenas unas décadas para acá, y que todo lo que tiene de molesta lo tiene también de sorpresa y de regalo. 

De todos modos, si lo pienso bien, el final de “Ariane” -ese que nunca veremos tras la cortina del "The End"- es una tragedia morrocotuda. No a corto plazo, desde luego, porque suponemos que en ese coche-cama que sale de París van a suceder cosas muy románticas por indecentes, y viceversa. Ni tampoco a medio plazo, porque el amor de Frank y Ariane viene sustentado, además de por la belleza física, por los muchos millones que maneja ese gran mago de las finanzas. Las próximas semanas o meses serán como aquel derroche de amor que cantaba Ana Belén mientras se cimbreaba. Pero ay, a largo plazo, cuando Frank Flannagan, el macho alfa, el conquistador compulsivo, el galán de las aristócratas europeas, decida que hasta aquí hemos llegado. Porque los ligones experimentados son así: para ellos, conformarse con el nuevo amor de su vida es como claudicar, como traicionarse a uno mismo, aunque ella sea tan dulce y tan bonita como Ariane. 

Pobre Ariane, la impechada violoncelista, que emprendió el vuelo mortal de la luciérnaga.





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Manhattan Sur

🌟🌟

Al tercer o cuarto bostezo de esta tarde canicular, con Manhattan Sur transcurriendo sin pena ni gloria por la pantalla achicharrada, comprendí que los panegíricos habían vuelto a liarme con su adjetivación generosa. Cuando hace unas semanas murió Michael Cimino, los articulistas escribieron encendidas loas al artista: que si fue un genio incomprendido, que si sus películas se adelantaron a su tiempo, que si es de justicia revisar con alegría sus obras menores... Cosas así. El manual del obituario. Uno ya debería saber que estas cosas se escriben por compromiso, y que quien no conoció las películas de Cimino inflama la prosa hasta quedar bien con los aficionados, y que quien sí vio la obra del difunto, y guardaba dudas razonables sobre ella, tal vez ahora, llevado por la nostalgia, y por la pena del cuerpo presente, la ve estimable y hasta recomendable para los lectores.  


    Ya digo que uno, más por experiencia que por astucia, debería estar prevenido contra estas palabrerías, y juzgar por sí mismo si merece la pena regresar a Michael Cimino y su torturada filmografía. La puerta del cielo fue un homenaje casi obligado, pues uno nunca había visto la versión extendida, y cabía el beneficio de la duda, y la expectativa de una maravilla. Pero Manhattan Sur ya era harina de otro costal. Por muy pesados que se pusieran los panegiristas, la imagen de Mickey Rourke repartiendo hostias en los bajos fondos del barrio chino movía más a la renuncia que a la promesa. Mi sexto sentido -ése que vive amordazado por mis complejos de cinéfilo aficionado, de diletante sin criterio ni sensibilidad-, me decía que no, que vade retro, que mejor ver una comedia ochentera de Fernando Colomo o de Pedro Almodóvar. 

Pero no. Cedí a la tentación de Manhattan Sur, y Manhattan Sur, la verdad sea dicha, se ha quedado viejuna, y está mal contada, y tiene una banda sonora intrusiva e insufrible. Curiosamente, Mickey Rourke no es lo peor de la función, y su cólera de policía más chulo del barrio sostiene a duras penas el andamiaje. Los malos vienen, los buenos van, y uno nunca acierta a entender por qué unos mueren y otros no, y por qué no murieron antes, o no murieron después. La lógica brilla por su ausencia, y sólo de vez en cuando, para nuestro solaz, viene la amante china de Mickey Rourke a regalarnos su belleza, que es muy de estimar cuando está vestida, y mucho más cuando comparece desnuda.




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