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El hombre más buscado

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Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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Control

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Con su epilepsia, sus arrebatos de éxtasis y su lenguaje florido, Ian Curtis, el vocalista y líder de Joy Division, estaba llamado a fundar una nueva religión. Ian no era carpintero, sino funcionario de la Oficina de Empleo, pero también mataba las tardes hablando del amor y de los misterios interiores. Las gentes de Manchester, arrastradas por su aura de chico extraño, escuchaban arrobadas sus poesías enrevesadas. Ian iba camino de ser el Pablo Coelho de las Islas Británicas cuando en 1976, en el mítico concierto de los Sex Pistols que retratara Michael Winterbottom en 24 Hour Party People, tuvo la revelación que marcaría su destino: no predicaría a orillas de los lagos, ni en las bodas de los ricos, sino que agarraría un micrófono, se rodearía de músicos próximos al punk y se dejaría llevar por el ritmo hipnótico de las notas.


            La película que nos cuenta su vida se titula Control, porque el gran miedo de Ian Curtis era perder el control sobre su enfermedad, que lo asaltaba incluso sobre los escenarios, o sobre su vida amorosa, marido infiel que sentía remordimientos cuando se acostaba con la bella Annick. La película es solvente, fría, a ratos hipnótica, como la música misma de Joy Division. Uno lamenta que se hable tan poco de la movida musical, y de los conciertos legendarios. Que el personaje de Tony Wilson, que en 24 Hour Party People era protagonista principal, aquí sea el secundario encargado de poner los chistes y las tontacas. Anton Corbjin prefiere irse por los cerros del amor y los celos, de los flirteos y las coyundas, y en estos dislates del corazón, Ian Curtis, el poeta, el maldito, pierde todo su carisma. Cuando se baja del escenario y se toma unas cervezas en el pub de la esquina, Ian es uno más entre nosotros, sus admiradores, o sus curiosos, con su matrimonio rutinario, su piso humilde, su esposa inapetente. Un Mariano más de los chistes de Forges.




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