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El león en invierno

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Mis películas son el ducado de Aquitania; mis libros, el reino de Escocia. Mis ejemplares de “El Jueves, el país de Gales, y mis cómics de la niñez, el condado de Anjou. Irlanda sería este ordenador portátil, y Normandía, mi televisor de 42 pulgadas sin 4K. Estos serán los bienes reales que dejaré al mundo cuando yo muera. Ni joyas ni tierras, ni coches ni posesiones. Ni siquiera un apartamento en tercera línea de playa en Torrevieja, Alicante. Será todo tan cutre, tan mueble y tan inútil, que no creo que nadie quiera rapiñarlos tras celebrarse mi funeral. 

Ahora que estoy vivo -o al menos coleando- no existen conjuras entre los allegados para asesinarme y luego repartirse los despojos. Yo, el rey de estos dominios, Álvaro I de León, tuve una esposa legítima en la juventud y varias amantes queridas en la madurez, pero de estos retozos en las alcobas solo emergió un descendiente conocido: Alejandro, el Delfín, que será llamado Butra I de La Pedanía cuando reine. Él será mi heredero universal, primogénito y unigénito sin competencia. No me pasará como a Enrique II Plantagenet, que tuvo hijos como el que tiene cuervos para sacarle los ojos. En mi caso, el hijo único fue una decisión filosófica y luego ya irreversible, tras recibir el tijeretazo del urólogo. Así que Butra I reinará sobre mis estanterías del Ikea como heredero universal y también algo fastidiado. Porque nada de lo mío le servirá: el no lee lo que yo leo, ni ve lo que yo veo, y los soportes físicos de las películas ya le serán más un estorbo que una herencia. Nada vale nada, o está desfasado, o es demasiado personal, así que terminará vendiéndose en un rastro, en el mejor de los casos, o pudriéndose en el contenedor de la basura inclasificable, en el peor. 

Cuando yo muera, este humilde reino de mis posesiones desaparecerá como si nunca hubiera existido. El imperio material que he ido acumulando se repartirá entre cien casas ajenas y cien basureros distintos. La República Independiente de Mi Casa no perdurará. No figurará en los libros de historia. No habrá juglares que la canten, ni monjes que anoten su leyenda. 




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Armageddon Time

🌟🌟🌟


Me sonaba que “Armageddon Time” era un relato de la propia infancia del director. De hecho, James Gray figura como único guionista en los títulos de crédito. Y la historia, puesta en desarrollo, tiene ese aire inconfundible de las historias personales. Sin embargo, al terminar la película, he tenido que confirmar este dato en internet. Su autorretrato me parecía muy raro. Un ejercicio de desnudez sorprendente. Lo normal es disfrazar las trastadas de la infancia con las excusas habituales: que si las malas compañías o que si los padres que dimitían. O la idiocia propia de la edad. Pero este chavaluco llamado Paul Graff es un rapaz que no puede caerle bien a nadie: en casa es un desobediente sin causa; en el colegio, un disperso desesperante; en la calle, un liante de mil pares. No tiene un contexto en el que puedas compadecerlo. Todo en él es malintencionado e hijoputil. Paul Graff es un rubiales angelical de intenciones retorcidas. Un tocacojones de primera.

Termina la película y nunca llega la experiencia catártica que le reconduzca. Paul Graff es un contumaz, un relapso, un tontaina peligroso. Sus padres, en cambio, sí que son unos benditos de Dios... Anne Hathaway porque es Anne Hathaway y aunque desayunara niños crudos seguiríamos adorándola. Y porque además su papel es el de una madre desbordada, bienintencionada pero fallida. Y qué madre, o qué padre, no resulta fallido cuando la naturaleza de su hijo viene a contracorriente.

Y luego está el padre de la criatura, que es un tipo a la vieja usanza: honesto en su trabajo y recto en sus exigencias. Es verdad que a veces se le va la mano, e incluso el cinto, en actos que hoy serían carne de denuncia. Pero este tiempo del Armageddon son los años 80 del siglo pasado, tan salvajes y tan poco pedagógicos, y así nos educaron a casi todos en ambas orillas del Atlántico. Al final las hostias o los cintazos nunca sirvieron para nada. Solo para desfogar la rabia paterna y para que tú te pensaras dos veces eso de reincidir. Al final cada uno es como es y tiene muy poco remedio.





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Mindhunter. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Todo este periplo por los psicokillers empezó con Hannibal Lecter. Al menos para nosotros, el mainstream, el público de provincias que luego refrescaba las emociones en el videoclub.  Contigo empezó todo... Cuando Anthony Hopkins -repeinado, relamido, con ojos de lunático y ademanes de aristócrata- dijo aquello de que se había comido el hígado de un fulano acompañado de habas y un buen Chianti, produjo un terremoto en la platea que todavía andan recogiendo en los sismógrafos. Los asesinos, de pronto, podían ser tipos cultos, refinados, de trato exquisito, como aquellos nazis que escuchaban una sonata de Schubert después de enviar trenes al campo de exterminio.

El doctor Lecter no era un asesino de El Caso, ni un escopetado de Puerto Urraco. Cuando en la siguiente escena se compadeció de Clarice Sterling porque ella tenía pesadillas con los corderos, el asesino empezó a caernos “bien”, para nuestra sorpresa y nuestra vergüenza, y la gente de Hollywood, que olfatea nuestros instintos confesables, pero mucho más los inconfesables, que son los que al final compran las entradas o se abonan a las plataformas, descubrió el filón que treinta años después todavía anima ficciones como Mindhunter -aunque Mindhunter, curiosamente, esté basada en unos hechos truculentamente reales y científicos. Nos puede la fascinación por el mal, y la empatía absurda, y las ganas de entender.

Mindhunter, en realidad, no procede de la estirpe de Hannibal Lecter, sino de aquel personaje secundario que era el mentor de Clarice Sterling en el FBI, y que soñaba con ser algo más que su mentor... Jack Crawford era el estudioso de las mentes perturbadas que se lanzaban a matar. El especialista en tipos raros que encontraban la satisfacción sexual en el asesinato compulsivo. La sexualidad humana, por reprimida, es rara de cojones, y en el extremo del barroquismo están estos monstruos que luego, en el cara a cara, custodiados por la policía, parecen la mar de salados y razonables. Aquel Jack Crawford de El silencio de los corderos que le miraba el culo de reojo a Clarice Sterling podría ser perfectamente el agente de Holden de Mindhunter: el científico de la perversión, asomado al abismo del ser humano.



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Conocerás al hombre de tus sueños

🌟🌟🌟

Los personajes de Conocerás al hombre de tus sueños saltan de un amor a otro sin red, porque ellos son guapos, y ricos, y ellas mujeres muy hermosas, y no tienen por qué aguantar a nadie que no les satisfaga plenamente. No están para hacer concesiones, ni para contar hasta diez en las refriegas. Aquí todos juegan en la Primera División de los amores, y en Primera División la exigencia es máxima, y nadie se anda con tonterías. Al primer error, te envían al banquillo; al segundo, te traspasan a las ligas menores. Es un mundo implacable que siempre busca la perfección. Citius, altius, fortius... Más pasta, más belleza, más sexo satisfactorio...  La gente atractiva es así, caprichosa e inconformista. Pero se lo pueden permitir, claro, porque la buena genética les regala muchas balas para probar y equivocarse. Cuando las cosas del corazón se tuercen, se miran al espejo, o se tantean la billetera, se pegan un chute de autoestima y piensan: “Que pase el siguiente, o la siguiente”, y chascan los dedos, y de pronto ¡chas!, alguien a la altura de su exigencia aparece a su lado, como por ensalmo. Como pasaba en aquella canción de Álex y Christina, que también hacían ¡chas! y obtenían un premio instantáneo. Ella era Christina Rosenvinge, claro, hablando de las reinas de Roma, tan guapísima, y tan moderna, y tan inteligente que se queda uno embelesado, oyéndola hablar...

    Como  todos los actores y todas las actrices son gentes escogidas por su belleza, las películas muestran un mundo exclusivo al que casi nadie pertenece, y que pocas veces entendemos. Los que vivimos en la realidad somos por lo común gente fea, o gente que ni fu ni fa, y a veces nos choca que un tipo, por ejemplo, esté casado con Naomi Watts y se ponga a espiar a la vecina de enfrente, que no es que esté mal, ni mucho menos, pero que ya son ganas de enredar, cuando te ha tocado la lotería y te gastas toda la pasta en comprar nuevos décimos, a ver si te vuelve a tocar. Son cosas así, de rascarse uno la cabeza, incrédulo, lo que hace que Conocerás al hombre de tus sueños sea una película escurridiza, básicamente incomprensible. Una película que además no termina, y lo deja todo en suspenso, como si a Woody Allen le hubiera entrado la vagancia, o nos quisiera hacer una metáfora de la propia vida, que también se acabará con todo inconcluso, y con casi todo por saber.




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Los dos papas

🌟🌟🌟

Carlos Pumares, en su programa de radio, se reía mucho de El Padrino III porque el obispo que asesinaban en la película iba vestido de obispo a las tantas de la noche, en sus propias dependencias, con mitra y todo incrustada en la cabeza, que es como si Messi se fuera a dormir con la camiseta sudada del partido, o como si la Pedroche bajara a comprar el pan con el vestido exiguo de Nochevieja. Pumares tenía una carcajada zorruna, medio histérica, inimitable cuando se metía con alguien que le caía muy gordo o muy pesado. Una risa de hiena que se ha quedado en el Dropbox de mi memoria, y que hoy he recordado varias veces -treinta años después de aquellas madrugadas de estudiante- mientras veía Los dos papas en la noche del viernes sin planes ni tentaciones. Me he acordado mucho de Pumares porque el personaje de Joseph Ratzinger va vestido de Papa toda la película, lo mismo en las ceremonias que en los paseos, en las recepciones oficiales que en los güisquitos con los amigos, y tal insistencia monocromática, aunque quizá obedezca a un protocolo real que yo desconozco, queda como ridícula, como excesiva, en ese contexto de la Ciudad del Vaticano que ya de por sí parece un musical de Broadway, uno con decorados grandiosos y músicas de órgano donde un grupo de eunucos medievales se pelean por el poder y luego discuten sobre el sexo de los ángeles.




    Cuento esta chorrada de Carlos Pumares y del vestido omnipresente porque en realidad me produce fatiga, pereza infinita, hablar de cualquier película que retrate la figura de un Sumo Pontífice. Y ya no te digo nada si salen dos, y simultáneos además, en histórica tesitura. Para mí, que sólo fui católico durante un año -el que medió entre mi Primera Comunión y el descubrimiento de los deportes televisados el domingo por la mañana- el Papa es como un personaje imaginario, uno de Star Wars que dice ser infalible en sus decisiones y no tocarse jamás el pito en la cama. Un monje del planeta Tattoine que se presenta ante las audiencias como un caballero Jedi pero que luego, cuando se reúne con su curia, se alía con los lord Sith de la galaxia para seguir defendiendo las desigualdades y las opresiones.

    Me ha pillado de buen jerol, Los dos papas, porque además les tengo mucho cariño a estos dos actores que defienden la función, y he preferido tomarme un poco a chunga lo que cuentan y lo que confiesan -aunque no se me escapa la trascendencia real de estos asuntos palaciegos. Hoy he preferido salir por peteneras. No hacer escarnio. Yo también soy muy ecuménico cuando me pongo. Cuando se me disipan los malos humores.


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Drácula de Bram Stoker

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En realidad todos hemos cruzado océanos de tiempo para encontrarnos. Desde el tiempo primigenio en que la energía se hizo luz y materia. Desde ese tiempo amorfo -puramente físico, sin rastro de conciencia- venimos dando vueltas en torbellinos estelares, en tormentas terráqueas, en vértigos evolutivos para acabar convertidos en organismos pluricelulares que un buen día se enamoran al sonreírse en una cafetería, o al contactarse por internet. Todos hemos cabalgado desiertos de inconsciencia, a lomos de nuestros ancestros -los unicelulares también- para terminar descubriendo que somos polvo de estrellas que se enamora.



    “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte…” Drácula habla de los cuatros siglos que separan la muerte de Elizabeta de su reencuentro con ella, renacida como Mina en el Londres victoriano. Cuatros siglos de muerte en vida, o de vida en muerte. ¿Cómo será vivir cuatro siglos esperando a la mujer amada? ¿Cómo entretener los días como noches, y las noches como días? ¿Cómo resistirse a la idea del vampírico suicidio: del paseo a la solana, o de la guillotina autoejecutable? Incapaz de resucitar a Elizabeta, Drácula espera que la naturaleza vuelva a conformarla rasgo a rasgo, y poro a poro, y que el destino la coloque otra vez ante su mirada, para reconocerla al instante, y que ella lo reconozca también, entre la bruma de su memoria. Recobrarla en un solo segundo, como sólo se recuperan -o nacen por primera vez - los amores verdaderos, y recorrer juntos el resto de los siglos, al otro lado de la muerte.  

    Yo de niño también pensaba que los rostros eran finitos. Que algún día terminaría su inabarcable variedad y empezarían a repetirse como los números de espera en la carnicería. Un hombre naciendo con el rostro de Adán, y una mujer naciendo con el rostro de Eva, recomenzando una serie que quizá ya cumplió varios retornos a lo largo de la historia. ¿Pero cómo saberlo, viviendo tan poco como vivimos, encadenados al ciclo de la vida? Habría que no-vivir como Drácula, instalados en la no-muerte, en la parálisis de los relojes, para saber que cuatro siglos son suficientes para reencontrase con el amor en la Tierra, y no en el Cielo, donde la visión beatífica de Dios anula cualquier otra pasión, territorio de alienados que ya ni sienten ni padecen.



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Regreso a Howards End

🌟🌟🌟🌟

Marx dejó escrito en sus profecías que la primera revolución estallaría en Gran Bretaña o en Alemania, porque sólo allí, en los países industrializados, los obreros constituían una masa crítica que haría explotar la bomba como átomos de uranio bien apretujados. El resto de Europa, España incluida, era un territorio feudal que se dedicaba a la agricultura, a la manufactura chapucera y a la misa del domingo en las iglesias donde los curas ya advertían del peligro de los rojos, y explicaban a sus feligreses que el compromiso de Jesús con los pobres sólo era una metáfora de los evangelistas -los “pobres de espíritu”, o los “pobres de corazón”- nada que ver con las miserias materiales ni con la esclavitud de los trabajos. Que el fantasma que recorría Europa finalmente se hiciera carne y fuego en la Rusia ignota de los zares, vino a decir que Marx era un gran pensador y un gran economista, pero que en cuestiones de futurología quedaba a la altura poco respetable de Michel de Nostradamus. Pero quién iba predecir -eso hay que concedérselo- el empecinamiento estepario del señor Vladimir, el exceso sanguinario de la I Guerra Mundial, el agusanamiento de la carne en las cocinas del acorazado Potemkin…



    Para prevenir el incendio que finalmente prendió tan lejos de sus costas, las élites británicas tuvieron que reprimir algunas manifestaciones y fusilar a unos cuantos recalcitrantes, pero su estilo, tan gentleman, tan poco continental, prefirió establecer un cordón sanitario con los obreros, más pacífico y paternalista. Matarlos a trabajar, reducirlos en sus guetos y entretenerles los domingos con el invento del fútbol y del rugby. Y responderles, si se acercaban a pedir un penique, o a tocar los cojones a la entrada del teatro, con el desprecio sonriente de las sangres azuladas. Ignorarlos desde la distancia aristocrática de sus mansiones en la campiña. Regreso a Howards End cuenta la historia de un pobre que viene a incomodar la pacífica existencia de los Wilcox y los Schlegel, dos familias de toda la vida que hasta entonces sólo se ocupaban de cuidar sus rosales, limpiar su cubertería, y buscar buenos matrimonios que incrementasen sus haciendas. Una de las Schlegel se enamorará del pobre, otra se apiadará de él, y sir Anthony Hopkins, con cara de no entender nada, preguntará al servicio quién coño ha dejado entrar en sus posesiones a semejante mosca cojonera.



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Tierras de penumbra

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La llegada del amor supone un aumento de la entropía. La sangre aumenta su temperatura, las neuronas multiplican sus conexiones y las células del cuerpo, en general, abandonan su estado de semiletargo y se ponen como locas a metabolizar. 

    Pero también se produce un incremento de la entropía externa, que es el desorden en el hogar. Donde antes estaba uno solo con sus horarios, sus manías, sus ritmos casi circadianos, de pronto un caos amoroso se apodera de la rutina. Los aldabonazos del sexo impiden conciliar el sueño como antes: se duerme menos, y peor, con los cuerpos que se pegan y despegan al albur del deseo. Aumenta el número de platos y cacharros que hay que fregar. Aparecen nuevos alimentos, nuevos postres, y las compras se hacen más variadas y frecuentes. También cambian las horas de sentarse a la mesa, de tomar el café, de salir a tomarse unos chatos. La parrilla de la tele se desorganiza. Se altera, incluso, el viejo orden del vestidor, porque uno se pone más guapo, compra ropa nueva, y hay vestimentas impropias que se ven relegadas al ostracismo.

    El amor es un viento inevitable -a veces un verdadero siroco- que viene a sustituir la antigua paz de las entrañas por una desazón de turbulenta felicidad. Que se lo digan al bueno de C. S. Lewis, que vivía tan ricamente en su casa de Oxford con sus estudios literarios, sus novelas en proceso, su sueño regular y sus comidas a la hora. Y el té a las cinco o'clock, claro. Una vida apacible, de entropía amable, de dedicación casi monacal a la literatura y al compadreo con otros eruditos. Sólo la necesidad de masturbarse le recuerda, de vez en cuando, que la cama donde duerme es demasiado ancha, y que su vida, tan fructífera en términos cuantitativos, con tantas páginas escritas y leídas, es en verdad una especie de autoengaño. Un interregno productivo, pero lamentable, entre el amor que se fue y el amor que ya nunca llegará. 

    Lewis parece un hombre asexuado, rendido ya a los placeres de la pitopausia, pero en realidad sigue al acecho, esperando la oportunidad de mandar a la mierda su plácida entropía. Y cuando el amor llega -y lo hace como un demonio de Tasmania de los dibujos animados- no tarda ni un solo segundo en reconocerlo y aceptarlo. Aunque al principio vaya disimulando por las esquinas, por el qué dirán sus compañeros de tertulia, los oxfordenses, u oxfordianos, que tengo que buscarlo en la Wikipedia.



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Hannibal

🌟🌟🌟

Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.
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El silencio de los corderos

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No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



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Un puente lejano

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La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




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Westworld

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Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.

    Westworld también ofrece otras actividades a sus clientes, como ir a buscar oro con los mineros, o adentrarse en las tierras salvajes de los indios. Pero los turistas, en su mayoría, prefieren quedarse en el poblado a descerrajar tiros y luego echar un polvo para aliviar la tensión. Alguno podría pensar que para este viaje no hacían falta tantas alforjas: que total, para disparar un arma, y satisfacer los bajos instintos, existen mil sitios en el mundo real que son más baratos que esta recreación casi almeriense de los poblachos ultramisisipianos. Pero no es lo mismo: la gracia de Westworld es que allí no rige ninguna ley -como casi no regía ninguna en el Far West original-, y que el turista, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana con sus residentes, que no son actores contratados como en el Tren de la Bruja, o como en la Casa del Terror, sino robots de alta tecnología que se prestan a cualquier abuso porque están programados para la indefensión, y además van armados con revólveres de fogueo.

    Westworld, aunque haya alcanzado la pericia biónica de los Nexus 6, en realidad es un asco de sitio donde todo se reduce, esencialmente, a que un turista borracho lo siembra todo de cadáveres y varios operarios salen por la noche con las mulillas como si de una corrida de toros se tratase. Plasma y arena. Un divertimento chusco y algo cañí. Y lo peor no es eso: lo peor es que Westworld, la serie, tampoco responde a las expectativas que crearon los articulistas en sus foros, y los amigos en sus recomendaciones. Será que estoy viviendo una mala época, o que la serie me ha entrado por un mal sitio del ojete. No lo sé.  Sólo la belleza de Evan Rachel Wood -que es tan hermosa que te funde los plomos metafóricos- me distraede la realidad amarga que oprime el pecho. Quizá no era el momento de ponerse a ver Westworld. A veces no falla uno, ni la serie, sino el contexto. 




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El hombre elefante

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Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Heridos de muerte por la enfermedad, o por la vejez que tocaba a su fin, se retiraron a su cunita, o a su rincón en el sofá, y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, amigos gamberros que jamás se separaron en los juegos o en los paseos. Pero llegado el momento del adiós, prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos, o los quejidos lastimeros. El mal trago de las despedidas. Aprovecharon una ausencia, una película, una modorra en la siesta, para irse como llegaron: un buen día, sin avisar.

    Así es como muere también John Merrick en El hombre elefante. Arropado en su cama, dormido como un bebé, ahogado por el peso de su propia deformidad. Sin dar noticia de sus intenciones a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso darse el pisto de las grandes palabras, ni de las barrocas despedidas. Reconciliado con el mundo, sintió que por fin había encontrado la paz, y que con esa paz quería poner punto fina. Él, que tanto había sufrido. 

    En el más allá del más acá sólo le quedaban un puñado de días buenos: lo demás iba a ser dolor, decadencia, más deformidad todavía, y no quiso pasar el trance de morir gemido a gemido, ni que aquellos a los que tanto quería lo pasaran con él. Merrick también era un animal desvalido, uno que de joven vivió enjaulado, humillado, expuesto a la curiosidad de las gentes, como un cachorro en el escaparate de la tienda. Una criatura de Dios al que un buen día rescató el doctor Treves para hacer de él un objeto de estudio, y más tarde un ser humano con dignidad. En el iTunes, mientras escribo, suena el adagio para cuerdas de Samuel Barber, y yo no soy capaz de contener la pequeña lágrima que resbala por la mejilla. Otra vez. 


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Hitchcock

🌟🌟🌟

De este biopic titulado Hitchcock, a uno le interesaba, por encima de todo, el proceso creativo que llevó don Alfredo a parir una película como Psicosis, que ahora nos da un poco la risa, sí, porque medio siglo de asesinatos en la pantalla nos contemplan, pero que por entonces, en el año 60, fue un acontecimiento de mucho horror y mucho patatús. Yo mismo, de pequeño, en un pase de Psicosis que programó Ibáñez Serrador en Mis terrores favoritos, tuve que cerrar los ojos varias veces, aterrorizado por las ocurrencias siniestras de Norman Bates. Después de aquello pasé varios meses acojonado en la ducha. Me negaba a cerrar los ojos cuando el champú  se derramaba por la cara, y pillaba unas irritaciones que me dejaban los ojos tan  rojos como los de Darth Maul. Pero prefería el picor antes que la oscuridad que precedía a la aparición de la silueta, tras la cortina, cuchillo en ristre, moño satánico, bata de andar por casa... Cuántas veces imaginé que mi sangre se iba por el desagüe de la ducha, haciendo remolinos de color rosa...


            Al principio de Hitchcock uno se las promete muy felices con la función, pues todo arranca con los crímenes horrendos de Ed Gain, y el interés de don Alfredo por su personalidad descompuesta. En los primeros minutos vemos a don Alfredo y a su esposa Alma trabajando en la contratación de los guionistas y los actores. Mientras toman el té o podan los setos del jardín, ellos, codo con codo, van puliendo el guión, orientando la historia, buscando financiación privada... Uno asiste al espectáculo maravilloso de las mentes creadoras puestas en marcha, atando cabos, soltando lastres, dando forma a lo que en principio sólo es una idea y luego, en un puñado de meses, devendrá una película de suave y flexible celuloide. 

      Pero a la media hora de metraje, los responsables de Hitchcock deciden romper el encanto, y se van de excursión por otros cerros más trillados. Se olvidan de Psicosis y de sus jugosos intringulís para hablar de la extraña relación del matrimonio Hitchcock: una relación que es pura especulación, y puro melodrama innecesario, pues ni siquiera los contemporáneos, ni los más allegados a la pareja, supieron nunca qué pegamento les unía. Ellos eran británicos, pudorosos, alérgicos a los focos. Se sospecha que dormían en camas separadas, que no follaban nunca, que Alma vivía resignada a los escarceos más platónicos que aristotélicos de su marido. Pero todo esto es melodrama, marujeo, desinterés del cinéfilo. Lo que era un making-off interesantísimo de Psicosis, acaba derivando en un culebrón para la sobremesa, con affaires extramatrimoniales, discusiones en la cocina, ya no me quieres como antes y tal y tal... Bah.


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