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Antes del atardecer

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Nueve años más tarde, en el atardecer romántico de París, Julie Delpy sigue siendo la francesa más hermosa que pasea junto al Sena. Está más delgada que en el amanecer apasionado de Viena, más mujer, más contenida. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, le salen unas arrugas en el entrecejo que delatan sus treinta y tantos veranos sobre la Tierra. Temo que en la tercera película, la del anochecer en la costa griega, Julie ya no sea la mujer que siempre amé. Quisiera equivocarme, pero esas arrugas anuncian los tiempos venideros....


     Mientras yo me solazo en la belleza de Julie Delpy, los dos amantes siguen parloteando, incansables y verborreicos, sobre los avatares de la vida. Ahora tienen treinta y tantos años, viven con parejas estables, han sufrido las primeras decepciones que no tienen solución. Han conocido mundo, y se han conocido a sí mismos. Pero siguen siendo, en el fondo, los mismos triunfadores de la vida. Se mantienen guapos, en forma, optimistas. No conocen las canas, las lorzas, las primeras averías del quirófano. Se han llevado los batacazos inevitables, pero ni uno más. Ni han parado de follar ni han dejado de viajar por el ancho mundo, él promocionando sus novelas, ella fomentando el desarrollo sostenible. Son esbeltos y guays, atractivos y resolutos. No sueltan ningún taco cuando hablan, ni un triste córcholis, ni un inocente cáspita, y eso sólo se consigue desde la paz interior que produce envidia. 

    Uno, derrumbado en el sofá, entiende sus problemas y sus inquietudes: el tiempo que se acelera, el matrimonio que se fosiliza,  la batería que se agota. Pero no siento empatía por ellos. Jesse y Celine son demasiado ajenos a mi mundo, a mi experiencia. Yo soy plebe, y vivo con la plebe. Aquí, en la provincia, vemos fútbol, trasegamos cañas, cultivamos la barriga, decimos "hostia" y "mecagüen la puta" a todas horas. Nuestras mujeres no se parecen a Julie Delpy. Ningún hombre se parece a Ethan Hawke ni en la rabadilla. Jesse y Celine, vistos desde la penumbra de mi salón, parecen extraterrestres, seres humanos de otro planeta, de otra existencia.




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Antes del amanecer

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La primera vez que vi Antes de amanecer yo tenía la misma edad que sus protagonistas, y atendía sus diálogos como quien está compartiendo un café interesante con los amigos. Me sentía partícipe de una película escrita para la gente de mi generación, aunque Ethan Hawke y Julie Delpy fueran guapos, cosmopolitas, plurilingües, viajaran por el mundo en trenes que pagaban sus papás millonarios. Yo, mientras tanto, en la sala de cine de Invernalia, seguía siendo feo, provinciano, y sólo hablaba castellano, y nunca había viajado más allá de Barcelona.


     Mientras duró la proyección mantuve los ojos bien abiertos, y las orejas bien estiradas. Quería aprender los secretos de estos triunfadores que estudiaban en universidades cojonudísimas, tenían examores de altos vuelos, y eran capaces de superar cualquier contratiempo con una sonrisa en la cara y un morreo a orillas del Danubio. Hawke y Delpy, en su recorrido nocturno de la Viena enamorada,  filosofaban sobre el compromiso, sobre el arte, sobre el tránsito de la vida, y yo apuntaba mentalmente algunos diálogos para luego soltarlos en mis círculos ibéricos, mucho menos sofisticados. De lo que contaba el personaje de Hawke me iba enterando más o menos, pero de lo que decía ella, Julie Delpy, no entendía realmente ni papa, porque Julie era la mujer más hermosa que yo había visto jamás, la traducción exacta de mis sueños, y yo sólo tenía sentidos para su belleza sin par.

       Hoy, casi veinte años después, he vuelto a ver Antes de amanecer. Hawke y Delpy siguen teniendo veintitrés años y toda la vida de la gente guapa por delante. Uno, en cambio, atrapado en la corriente nauseabunda de la realidad, ha superado ya los cuarenta años y sigue siendo feo, y provinciano, e incapaz de entender dos frases seguidas en inglés. Esta incapacidad auditiva, o quizá mental, de comprender cualquier idioma que no sea el castellano, me impide aventurarme más allá de los Pirineos, o más allá del río Miño, por temor a hacer el ridículo, o a morirme de hambre a las puertas de los restaurantes. Podría viajar a México, o a Sudamérica, a parlotear con mis primos lejanos de la lengua cervantina, pero son países donde siempre hace calor, y sobrevuelan los mosquitos, y procesionan las vírgenes y los cristos, y sólo tal vez en la Patagonia se sentiría uno como en casa, abrigado por el frío y solitario en la sociedad. 





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