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Bajocero

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Antes estas películas sólo las hacían los americanos. Los norteamericanos, digo. Los estadounidenses, quiero decir. Maldita sea: la doctrina Monroe me traba la lengua al hablar. Cuando yo era pequeño decíamos “una de americanos”, o “una americanada”, cuando íbamos al cine o nos poníamos los sábados frente a la tele, y eran películas como ésta, molonas, sin mucho trasfondo, a pura persecución y a puro tiroteo, como Bajocero, que la han rodado entre Segovia y Guadalajara con unos hielos invernales que no tienen nada que envidiar a los de Denver o a los de Kansas City. Ya era hora de reivindicar la estepa nacional para rodar un thriller de la ruta 66, aunque casi toda la película transcurra de noche, y entre la niebla.

Mi teoría es que antes no rodábamos estas películas porque nos tomábamos a cachondeo nuestra propia policía. Cómo hacer una de buenos y malos cuando nuestros maderos vestían de marrón desvaído, llevaban un boina en la cabeza y lucían un bigotón pos-franquista (o franquista del todo, que ahí sigue alguno puesto) que los hacía parecer guardias de opereta, casi de auto sacramental, medio turcos o medio mexicanos. Y claro: con esas pintas nadie se atrevía a rodar una película como Bajocero, que demanda una credibilidad, una modernidad, unos fuerzos y cuerpas de seguridad del Estado (como dijo la ministra con su lengua también trabada) que nos recuerden en algo a Los hombres de Harrelson metidos en acción. Ahora ya se puede. Desde hace algunos años, la Policía Nacional parece otra cosa, con los bigote rasurados, el pelo corto y el aire atlético de los uniformados. Y las uniformadas. Y cómo impone, precisamente, ese uniforme azul casi al borde de lo militar, y esos coches patrulla que ya se nos han hecho familiares de tanto rondar por ahí. Antes te cruzabas con un coche de Pascuas a Ramos; ahora, con el coronavirus, te cruzas con cuatro o cinco todos los días, y eso ha creado, quieras o no, una familiaridad, un cierto colegueo en la distancia.

Así que cuando ves a la Policía Nacional enredada en una película como Bajocero ya no te sorprendes de nada, y te dejas llevar por el respeto debido a la autoridad. Javier Gutiérrez no se parece gran cosa a Charles Bronson, pero  ni falta que le hace.





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Morir

🌟🌟🌟

Y aquí andamos, a los cuarenta y tantos años, con la barba que encanece y la próstata que hace ruidos. Las manchas en la piel, y las varices en la corva. La dentadura que amarillea y el pelo que se suicida. El culo atrapado en un campo gravitatorio. Pechos más grandes que los de algunas señoras de muy buen ver. 

    Quiero decir que me miro al espejo por las mañanas y veo a un pre-viejo que se ha instalado por aaquí. Ya doy un poco de miedo con los desperfectos, y con los cabellos destemplados. Además me salen pelos en las orejas, como a los abueletes. Dan un poco de grima... Son brotes verdes -en este caso negros, e incluso canos- que no anuncian el final de una crisis, sino que anticipan su llegada. Un desastre biológico que se va desarrollando a cámara lenta, como esas heces que no terminan de desprenderse del culo. La decadencia, sí. Una razonable, de todos modos, sin grandes enfermedades ni grandes cicatrices. Chapa y pintura. El cambio de aceite cada cierto tiempo y una pieza que sobraba que acabó en el quemador de un hospital.

    El sueño se ha vuelto más ligero y el dolor de espalda más molesto. Una pereza que emana de esta disfunción contamina cualquier voluntad de actuar: todo cuesta un poquito más cada día. Varios quejiditos físicos y mentales surgen al emprender esfuerzos que antes eran la mar de tontos. Y no te digo nada, ahora en verano, los repechos en la bicicleta... Su puta madre. Ancianos fibrosos que llevan toda su vida yendo y viniendo de la huerta, con sus lechugas y con sus calabacines, me adelantan como gregarios afanosos del Tour de Francia. Cada pedalada que trata de seguirlos es un recordatorio; cada golpe de riñón, una advertencia. Yo también llevo en el manillar a un esclavo diminuto que me recuerda que soy mortal, como los Césares de Roma.

    Me quejo de la vida, sí, pero qué cojones: lo hago con la boca pequeña. Es una quejumbre rutinaria, funcionarial, nada más que para dejar constancia. Estoy vivo, ¡vivo!, y ssupongo que lo seguiré estando al terminar esta entradilla. Otros, a esta edad mía, que es como de mediados de septiembre, ya no pueden decir lo mismo. Se me han ido dos coetáneos que yo sepa, de enfermedades traidoras y aleatorias. Tipos que seguramente también se quejaban de esto y de aquello, a lo bobo, por dar la castaña, sin mayor intención. Y mira tú...

    He pensado en ellos al ver Morir, esta película que en realidad no va del que se muere, sino de quien le acompaña. De quien asiste al triste espectáculo del adiós, velando, cuidando, soportando, llorando a escondidas. Morir, en realidad, es una película sobre ver morir, que es la experiencia que nos une a todos los que andamos por aquí, y no la muerte en sí, que por fortuna no la hemos experimentado. Y cuando la experimentamos, ya no estamos. Lo decía Epicuro. 




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Las altas presiones

🌟🌟🌟

En Las altas presiones, Miguel es un treintañero largo que regresa a su Pontevedra natal buscando exteriores para una película que él no dirije, aunque si la pontevedresa es guapa, e impresionable, y se siente atraída por el tipo que "hizo carrera en Madrid", él dice que sí, que la dirije, nos ha jodido, para no malograr la conquista. Porque Miguel ha venido a Pontevedra a trabajar, sí, pero también a recordar los viejos tiempos, y a cobrarse alguna pieza en la semana de safari que le paga la productora.


    En Pontevedra, por lo que se ve, los treintañeros que apuran su edad dorada se conservan estupendamente, lo mismo ellas que ello. Supongo que es por los aires benéficos del Atlántico, o por las bajas presiones que curiosamente, contradiciendo el título de la película, suelen rondar amablemente sus cabezas. Pues nada: habrá que irse a vivir allí, de balnearios, o de turismos rurales. Si no fuera por las canas que se entrevén en las barbas de ellos, y por las arruguillas -por otro lado muy atractivas- que se adivinan en los ojos de ellas, uno casi pensaría que Las altas presiones va de unos veinteañeros que juegan a tener añoranzas de adultos, y no de unos pre-maduritos que juegan al flirteo de cuando eran más jóvenes y relucían.

El paisaje industrial, en cambio, que es el motivo artístico que Miguel persigue con su tomavistas, está mucho peor conservado. Las fábricas derruidas y los negocios abandonados delatan una Galicia que se corrompe a un ritmo mayor que el de sus habitantes. Allí, como en todos los sitios, ya sólo queda el sector primario, el batallón de funcionarios y el ejército interminable de camareros que sirven los mariscos y los vinos de la tierra. Y los políticos que lo jodieron todo, claro.


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