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La asistenta (Episodios 6-10)

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Hoy mismo, en el colegio, figuraban tres personas en la lista de ausencias. Tres sospechosas habituales. Digo sospechosas porque nuestro claustro está constituido mayoritariamente por mujeres. En los colegios con mayoría de hombres pasa tres cuartos de lo mismo. En realidad, pasa en cualquier sector laxo del funcionariado. Y nuestro centro es “laxo” de cojones, o de ovarios.

Una vez nos reprendieron desde las alturas vallisoletanas. Hubo toque de generala, actos de contrición, propósitos de enmienda... Nos pusimos muy circunspectos. Pero dio igual. Los hábitos están adquiridos, y los justificantes todo lo justifican. Y a los pocos meses volvimos a las andadas. Aquí nadie va al médico por la tarde, que se puede. Raro es el día que un pariente no necesita un acompañamiento: hay hijos con fiebre, madres impedidas, padres que se lían, hermanos que se deprimen... Todo esto se entiende (casi siempre). Pero llega el viernes o el lunes -siempre es el viernes o el lunes- y surge el asunto administrativo, la décima de fiebre, la avería del no sé qué. Los sindicatos se descuernan por conseguirnos los días de “asuntos propios”, y cuando los conseguimos, los empleamos en ir a las rebajas de El Corte Inglés mientras alguien hace nuestro trabajo. No es escaqueo, no es mentira: es obligatorio presentar un justificante sellado que indique la hora y el asunto. No hay trampa ni cartón. Pero hay algo que no es normal, que huele a deserción. Ya nadie recuerda el último día que vinimos todos a trabajar, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia.

Luego ves a esta pobre chica de “La asistenta”, jugándose el despido en cada fiebre de su hija, en cada percance de su coche, en cada putada de su ex, y piensas que en realidad gozamos de un privilegio socialista que costó décadas conquistar. Y quizá por eso me jode tanto que abusemos de él. Que lo pervirtamos. Es casi ofensivo ver un episodio de “La asistenta” y luego plantarte ante la lista de quienes no vienen a trabajar porque lo han convertido en abuso y tradición.





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La asistenta (Episodios 1-5)

🌟🌟🌟🌟


Supongo que los hombres nos lo tenemos bien merecido. Durante siglos, la literatura (porque películas no había) trató a las mujeres como hijas directas de Eva: frívolas, mentirosas, imprevisibles. La mujer era una tentación que nos alejaba de la virtud. El receptáculo de la vida, pero también la puerta del infierno. En los textos cristianos ellas eran siervas del demonio, cuando no el demonio mismo, disfrazado. La Edad Media las tachó de brujas, y el Renacimiento de menguadas. En la época victoriana las vistieron con un burka con enaguas. Hasta no hace mucho, los personajes femeninos se entregaban al histerismo o al pendoneo. Sólo pensaban en casarse y luego en traicionar al marido, acostándose con otro, o negándole el débito conyugal. Secundarias de la vida. Males necesarios. Un ser a medio camino entre el mono de Darwin y el superhombre de la evolución.

Ahora, sin embargo, en las ficciones de Netflix -y quien dice Netflix dice las tropecientas plataformas- somos los hombres los que parecemos regresar al árbol primigenio, a ratos con el teléfono móvil y a ratos con la cachiporra del australopiteco. Cejijuntos y peligrosos. Supongo que tenemos que pagar por todo aquello, insisto.

En “La asistenta” no hay hombres buenos. Ni uno solo. Bueno, sí, aquel chiquillo de Tinder que parecía más majo que las pesetas. Aunque a saber... El paisanaje es desolador. Ya dicen las ministras del ramo que “todos los hombres somos unos violadores en potencia”. Y aunque es científicamente cierto -porque “en potencia” se puede ser cualquier cosa- el discurso es rastrero y ofensivo. Pero ya digo: es lo que toca. Ya llegará el tiempo del equilibrio.

La expareja de Alex es un alcohólico con arrebatos; su padre, tres cuartos de lo mismo; el amante de su madre, un pichabrava. El amigo que le presta la furgo sólo busca acostarse con ella. El tipo de mantenimiento, un vago que le mira el culo de reojo. ¿El ricachón de la mansión?: un cabrón que deja a su mujer en el peor trance de su vida. Nadie se salva. El infierno son los demás, dijo Sartre, y resulta que en “La asistenta” casi todos son hombres. Y sólo llevamos cinco episodios...



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Atrapado en el tiempo

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Mi día de la marmota. Por Álvaro Rodríguez Martínez.

Como en el siglo XXI ya se han inventado los teléfonos móviles, utilizo uno de gama medio-baja para despertar por las mañanas. No suena “I got you, baby” de Sonny & Cher, sino una musiquilla preinstalada, cálida y neutral, para levantarme con algo de sosiego. Antes usaba un mp3 demencial de “¡Al ataqueeer!”, el grito de Chiquito de la Calzada, que era muy efectivo y cuartelero. Pero ya estoy mayor para esos sustos.

La primera persona con la que me topo al despertar no es la dueña de un hotel, sino Eddie, el perrete, que también vive atrapado en su tiempo retenido, repitiendo punto por punto el bostezo, el rascado, la zalamería, la impaciencia ante el arnés y la correa...

Luego, en la calle, nos encontramos con la misma gente ociosa o afanada. Como a Bill Murray en  Punxsutawney, también me sucede que hay un pesado al que trato de evitar todas las mañanas, pero no puedo. Si Bill se topaba con un vendedor de seguros, yo me topo con un hijoputa que pasa atronando con la moto.

Ellos, mis vecinos, comienzan su día sin saber que yo ya me lo sé de memoria, punto por punto, porque soy siempre el mismo hombre que no evoluciona, que no cambia para nada. Que aunque envejece, no pasa las hojas del calendario.

¿El trabajo?: pura rutina, después de tantos años. Da de comer. A veces pasan cosas imprevistas. A veces te ríes... Desearía estar escribiendo, o a la bartola, o en brazos de Natalie Portman, pero eso nos pasa al 95% de los que trabajamos. Nos quejamos de vicio. También tengo un compañero de oficina que me cae mal, y una compañera que se parece un poco -un poco, tampoco vayamos a exagerar- a Andie McDowell.

Como Bill Murray, me despierto con la certeza de que este día ya lo he vivido mil veces, y que me quedan, al menos, otros mil idénticos por vivir. Quizá más, porque a Harold Ramis le preguntaron una vez por los días que pasó Bill Murray atrapado en la singularidad y respondió que 10.000. Así que tengo otros 9.000 días para aprender a tocar el piano, modelar el hielo, refinar los modales, practicar la sonrisa, averiguar sus gustos e inquietudes...





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Sexo, mentiras y cintas de vídeo

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El sexo nunca pasa de moda. Se nos va la vida en buscarlo, en perderlo, en disfrutarlo si llega y en añorarlo si se va. En desdeñarlo incluso. De sexo somos y al sexo venimos. En el sexo encontramos la gloria efímera de no morirnos del todo. Quienes lo desprecian encuentran en ello la soberbia de la espiritualidad. Sirve para todo. Es el arma definitiva.

El abuelo Sigmund enseñaba que el sexo -su déficit, su incoveniencia, su mala praxis- es la fuente de toda neurosis contemporánea. Somos bonobos atrapados en la cultura. Lo primero que se le dice a un psiquiatra es que uno no duerme bien, que siente angustia, que lo ve todo de color marrón oscuro. Pero bastan dos charlas bien dirigidas para descubrir que el problema de fondo siempre es un polvo mal resuelto. El sexo es el elefante que está presente en todas las habitaciones. Incluso cuando no hablamos de él y nos decantamos por el fútbol o por los aerolitos, sabemos exactamente de qué no estamos hablando. El sexo es el alfa y el omega, y casi todas la letras intermedias. Cuando no pecamos de obra sexual lo hacemos de pensamiento o de omisión. Y, por supuesto, de palabra. El sexo oral es la práctica sexual más extendida entre los seres humanos. El sexo bucogenital ya no sé. Todo el mundo miente, negando o exagerando, como en las encuestas electorales.


    Hace treinta años, cuando Steven Soderbergh comentó entre sus amistades que estaba rodando una película sobre sexo oral, muchos pensaron que se había embarcado en un remake de Garganta Profunda quizá menos cachondo y algo más filosófico. Pero lo que salió de aquella ocurrencia se ha convertido en un clásico intemporal que ya forma parte del catálogo canónico de TCM. Porque más allá del atraso tecnológico de la videocámara de James Spader y de sus cintas en VHS, lo de entrar en confianza con alguien y soltarle las cuitas sexuales es una práctica que los humanos venimos practicando desde tiempos inmemoriales, desde la invención misma del lenguaje. Dándole vueltas, además, a los mismos viejos conflictos de pareja o de amante. Un romano del siglo II y un humano del siglo XXI podrían juntarse en un sofá contemporáneo de IKEA a ver Sexo, mentiras y cintas de vídeo y la entenderían perfectamente, y podrían entrar en animada charla sobre las insatisfacciones eternas y las satisfacciones esporádicas. Es un tema universal, que nunca pasa de moda. Por eso la pelicula es un clásico.


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Matrimonio de conveniencia

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En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.

    Por su parte, Georges Fauré es un ciudadano francés que busca el permiso de residencia en Estados Unidos. La green card del título original. Caducado su visado de turista, Georges sobrevive en trabajos mal pagados a la espera de un golpe de suerte, o de una patada en la puerta que inicie los trámites de deportación. Georges es un hombre con estudios, con aspiraciones, con inquietudes musicales incluso, y siendo francés no se entiende muy bien qué narices pinta en Estados Unidos pidiendo la limosna de un DNI. Como si en Francia no les dieran trabajo a los músicos o a los artistas. Si fuera un exiliado libanés, o tanzano, que son países muy poco proclives al I+D de sus habitantes, el personaje de Gérard Depardieu tendría otra credibilidad, otra consistencia. Pero claro: ya no podrían poner a Gérard Depardieu como actor estelar en la película.

    La única salida que les queda a estos dos personajes atribulados es un matrimonio de conveniencia, que aquí en España, tan buenos como somos con los eufemismos, se llama matrimonio de complacencia. La señora Brontë y el señor Fauré no tienen, por supuesto, ninguna intención de vivir juntos, pero una inspección gubernamental les obligará a guardar las apariencias durante unos días de mutuo conocimiento. Y así, sin proponérselo, surgirá el amor. Es una vieja teoría que corre por ahí. Hay incluso un programa de televisión que la usa como argumento principal. Quizá el orden correcto no sea primero el acercamiento, luego la intimidad, y más tarde la convivencia. Tal vez nos iría mejor si probáramos a hacerlo a la inversa: primero convivir con el desconocido que nos hemos topado en el bar o en el speed dating; luego testarlo en las condiciones más críticas de la vida doméstica, y de los fragores más exigentes de la batalla sexual, y ya más tarde, si la cosa funciona, plantearse si el romanticismo tienen cabida en esa extraño proyecto de pareja que empezó construyéndose por el tejado.


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Cuatro bodas y un funeral

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El matrimonio es un virus contagioso. Puede permanecer en letargo durante años, incubando la fatalidad. El amor se basta a sí mismo para consolidarse o para arruinarse, y nada le añade o le quita una celebración o un papeleo. La idea del matrimonio puede flotar en el ambiente durante años sin que nadie la inhale o se tope con ella. Pero un buen día, en la cafetería, o en la cena entre amigos, una pareja hasta entonces inmune confiesa que padece la terrible enfermedad. Tal vez han visto una película muy romántica, o han sucumbido a las presiones de la familia. O simplemente -como argumenta un personaje de Cuatro bodas y un funeral - los novios se aburrían con grandes bostezos en el sofá, y en el matrimonio, y en la preparación del eventeo, encontraron un tema infatigable de conversación. El virus del casamiento anida en fuentes diversas, y todas ellas  traicioneras.

    Llegan las invitaciones, las despedidas de soltero, los fastos más o menos cutres del día tan señalado, y a partir de ahí -si el virus matrimonial no ha encontrado vacuna, y se propaga a la velocidad que predicen los libros de medicina-  el resto de parejas que un día se creyeron por encima de estas cosas pasarán por las iglesias o por los ayuntamientos como fichas de dominó empujadas por los pacientes cero

    Esto es lo que sucede, grosso modo, en Cuatro bodas y un funeral, donde varios hombres y mujeres que parecen seres racionales se comportan, sin embargo, como personajes decimonónicos temerosos del Dios de la decencia, y obsesionados con la idea de casarse. Ellos acuden a las bodas de sus amigos con la triple intención de dar testimonio de su alegría, tomar nota de los aspectos organizativos, y buscarse, entre los numerosos invitados, una pareja que quiera tomar el relevo en lo más alto de la tarta nupcial.

  Cuatro bodas y un funeral parece una comedia algo disparatada, pelín exagerada, pero dos años después de su estreno, en el año 96, yo mismo viví cuatro bodas y un funeral en las lejanas tierras de León. Cuatro bodas -entre ellas la mía- que se sucedieron al ritmo frenético que marcan los virus en expansión. Y de colofón, para cuadrar el pentágono, un funeral tristísimo que le puso ceniza y pesadumbre a tanta jovialidad floral, y a tanto amor comprometido. Y condenado a fracasar... Vuelvo a ver Cuatro bodas y un funeral y pienso que a veces la realidad y la ficción se preceden la una a la otra, y se anuncian, y se sugieren, y hasta coinciden en acontecimientos caprichosos y dignos de mención.



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Mis dobles, mi mujer y yo

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Para mi extrañeza de cinéfilo poco convencional, cuando se habla del añorado Harold nadie se acuerda de Mis dobles, mi mujer y yo, que en inglés llevaba el más corto y bonito título de Multiplicity. Debemos de ser muy pocos los que adoramos esta comedia absurda de planteamiento singular. En ella, Michael Keaton, superado por el ritmo frenético de sus jornadas, se fabrica tres clones de sí mismo para atender sus obligaciones cotidianas: el trabajo de contratista, el cuidado de los retoños y las atenciones románticas a su exigente esposa. Mientras sus clones van a la oficina, cocinan el pavo o discuten con la parienta, él se toma unas vacaciones de su propia vida jugando al golf o navegando por la costa del Pacífico. Su dejación de funciones tendrá, obviamente, consecuencias catastróficas, porque sus clones, por muy clones que sean, tienen carácter propio, y deseos personales, y no siempre se coordinan muy bien a la hora de sustituirse.


    Multiplicity es una comedia de estilo clásico, con patochadas de slapstick, confusión de identidades y puertas que se abren y se cierran al modo de Lubitsch. No es una película perfecta, porque a veces cae en el humor simplón, y su mensaje matrimonial rezuma catecismo por los cuatro versículos. Pero Michael Keaton está perfecto en sus cuatro papeles, Andie MacDowell rebosa belleza en la flor de su edad, y la idea de clonarse es tan atractiva que uno se pasa toda la pelicula dándole vueltas. Por supuesto que estaría bien disponer de varios yos que aligeraran la fatigosa tarea de vivir. De las versiones más simples de la felicidad no nos separa ni el amor ni el dinero. A los pobres de espíritu, y a los pobres de bolsillo, nos bastaría con disponer de dos horas más al día, limpias de polvo y paja como deseaba Bukowski en sus diarios. Sólo con que un clon bajara al supermercado, me hiciera las comidas, fregara los platos y aguantara a los pelmazos, ya tendría yo dos horas extra para ver otra película, o apuntarme al gimansio de la esquina. Podría, incluso, poner un clon a escribir este diario, y pasarle mis impresiones a través de un bluetooth, o de una conexión interneuronal, y ya sólo dedicarme al placer del visionado, sin pensamientos ni escrituras, sólo el nirvana del abandono completo, de la dimisión absoluta. 





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