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El puente de los espías

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“El puente de los espías” es una película irreprochable en lo formal. De un clasicismo inmaculado que ya sólo utilizan los directores viejales como Steven Spielberg: un hombre al que en este blog se le tiene por un santo cercano a los dioses, y al que se protege especialmente de los blasfemos y los maledicentes. También es verdad que la Guerra Fría es una guerra fotogénica como pocas, muy agradecida para la cámara, con esos espías y esos checkpoints, los sombreros de ala y los hálitos de vapor. 

En la película da gusto ver trabajar a Tom Hanks, que es un tipo con una facilidad insólita para pasar del humor a la tragedia, del chiste a la filosofía. Un actor descomunal al que se le ha quedado una cara extraña, como de lerdo inteligente, como de genio despistado. Y también da gusto ver en acción a Mark Rylance, que le secunda -y a veces hasta le primeriza- con otra cara de idiota muy listo que quedará para los anales. 

Pero el fondo de la película, ay, el contenido que desvirtúa a su continente, es una bobería a veces sonrojante. Ahora lo normal es que los americanos hagan escabechina de los desharrapados muyahidines o de los desnutridos norcoreanos, siguiendo las directrices del Pentágono. Pero de una película sobre la Guerra Fría, ya tan lejana, y tan vergonzosa para ambos bandos, uno esperaba mayor objetividad. Las películas con yanquis que defendían la paz en el mundo y comunistas que deseaban la esclavización del planeta parecían un asunto ya viejuno de las filmotecas. Pero se ve que no, que la maquinaria ideológica nunca descansa. 

El abogado al que da vida Tom Hanks no asalta Berlín repartiendo hostias como Rambo, ni patadas voladoras como Chuck Norris, pero sí es más inteligente que cualquier ruso borracho y que cualquier alemán del Este cegado por la corrupción. Hanks es un tipo listo, despierto, superior simplemente por ser americano y provenir de un país donde siempre brilla el sol y las mariposas revolotean sobre los niños felices y bien nutridos. En Berlín Este, en cambio, por culpa del comunismo, el cielo siempre está encapotado y te atracan los pandilleros por las esquinas. Y las mariposas son grises y alquitranosas. Lo nunca visto en Nueva York.



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The Wire. Temporada 2

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La vida está llena de carteles prohibitivos. Algunos son razonables y otros meros caprichos del mandamás. Algunos nos los tomamos en serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al prohibido entrar sin mascarilla, llevamos años recorriendo una exposición apabullante de arte simbólico, de semiótica amenazante. Cruzando la acera, en el otro pabellón, hay una exposición de lenguaje permisivo -permitido esto, y tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.

Uno de los carteles que más me jode la vida es ese de “Prohibido el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la entrada al trasiego de las mercancías, cuando en verano me acerco a los mares. A mí lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus grúas gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes, verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo sería feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruzándome con marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me facilitan la vida vienen de ahí, de un contenedor pintado de azul, o de rojo, que surcó los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ahí vino este ordenador en el que escribo, la tele donde veo las películas, posiblemente el sofá, los pimientos del Perú, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro, el flexo de la mesita, la antena parabólica que capta mi felicidad... Los DVD y los pinchos de memoria.

Y también, cómo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas, los coches de lujo, que son el intríngulis de la segunda temporada de “The Wire”. Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien cordeles que jamás se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada de nadie, o casi nada: sólo el oficio de los profesionales, que dan el callo en todo momento: los policías, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.



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Win Win

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"Ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar", dijo Luis Aragonés en aquella rueda de prensa de la Eurocopa. Lo dijo cuatro veces, y con mucho énfasis, porque él era un entrenador prestigioso y llevaba en volandas a un grupo de futbolistas excepcionales. 

En Win Win,  la película de Thomas McCarthy, Paul Giamatti es un entrenador de lucha libre que dirige a los alumnos más flacos de New Jersey, y por eso, cuando compite contra los institutos del vecindario, sólo se atreve a repetir dos veces lo de ganar, win win, y con la voz muy bajita, porque ni él mismo se cree tamaña ensoñación. Y es raro, porque estar casado con Amy Ryan debería ser motivo suficiente para encarar cada día con alegría. Pero el bueno de Giamatti, en Win Win, vive asediado por las deudas, que no le dejan dormir, y por el peso insoportable de la pitopausia, que a veces le corta la respiración. Sus mañanas son un pequeño infierno que transita trabajando y haciendo números con la calculador. Es luego, por las tardes, cuando encuentra el alivio enseñando rudimentos a esa panda de luchadores famélicos. 

Su equipo pierde un sábado sí y otro también, pero en la rutina del gimnasio y de la competición Giamatti olvida los problemas pecuniarios y la caducidad del organismo. Pero perder cansa, vaya que si cansa, y cuando Giamatti empieza a notar que esa pequeña ilusión también se le marchita, aparece en su vida Kyle, un adolescente problemático que destroza a los rivales sobre el tapiz sin apensas esforzarse. De la mano de Kyle llegarán las victorias, pero también innumerables problemas en la vida real,  y Giamatti, que le ha cogido el gustillo a eso de triunfar, tendrá que hacer malabarismos chinos entre su aprecio por Kyle y su vieja armonía sociofamiliar. 

    Giamatti se verá envuelto en varios dilemas morales que son la enjundia de Win Win, esta película simpática, correcta sin más, que nada hacía presagiar que cuatro años después Thomas McCarthy nos regalaría esa obra maestra de la investigación periodística que es Spotlight.


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