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All that jazz

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Cuando se estrenó All that jazz -aunque no creo que entera, con tanto erotismo que inflama las coreografías- Bob Fosse tenía 52 años. Eso quiere decir que ya fantaseaba con su propia muerte dos años antes, al cumplir los 50. Y ese dato, que en visiones anteriores no era relevante porque uno era joven y estaba a la trama y a los bailes, de pronto se convierte en la estrella de la función. La edad de Bob Fosse es el rótulo de neón que palpita casi en cada fotograma: 50,50,50... Apenas queda un mes para que yo coloque el número 5 en el marcador, y aunque no estoy en crisis por ello -porque yo vivo en crisis permanente desde que cumplí los 10 años, que es la verdadera edad de la fractura -sí es cierto que la cabeza se pone algo tonta, y que el espíritu se recoge algo sombrío.

Solo ahora he entendido que la valentía de Bob Fosse no estaba en semidesnudar a sus bailarinas, ni en semidesnudar sus propios defectos. Su verdadero arrojo fue anticiparse a su propia muerte y convertirla en un número musical. Decir: mira, voy a morir de esto, y además no tardando, y antes de que eso suceda -porque muerto ya no podré coger una cámara ni corregir las coreografías- voy a hacer una película que resuma mis amores y mis obsesiones. El autorretrato del hombre moribundo que yo seré. Con un par. La genialidad.

Termina la película y me es imposible no pensar en mi propia muerte mientras friego los cacharros. Cómo será, y dónde, y quién me llorará. Qué pasará por mi  cabeza mientras asumo el trance o deliro la morfina. De pronto recuerdo a mi padre en su propia agonía, obsesionado por encontrar a sus hermanos ya fallecidos. Su All that jazz fue un baile de pequeñajos por las calles de León, en los tiempos de la posguerra. El mío -si no me equivoco- será el desfile de los hombres y mujeres a los que mucho decepcioné. Me pedirán cuentas mientras danzan a mi alrededor. Algo así como lo de Bob Fosse, mira tú. Mi número musical se parecerá mucho a las pesadillas que ya me atormentan de vez en cuando. Por eso espero que al menos la música sea chula, y que las bailarinas más guapas se descoquen con una sonrisa.




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Chicago

🌟🌟🌟

De joven no me gustaban las películas musicales porque paraban la acción, e interrumpían los diálogos, y las películas dejaban de ser un reflejo de la vida real o imaginada -pero siempre coherente- para convertirse en un sueño, en un delirio de quien coreografiaba los bailes o componía las canciones. Me daban por el culo, hablando en plata, los números musicales que de repente dejaban al protagonista con la frase colgando -o colgada, si vives en Cuenca- y lo ponían a bailar como si le hubiera dado un pasmo, o un siroco, rompiendo el pacto no escrito de “esto es una ficción, pero vamos a conseguir que no te enteres”. Yo iba al cine a aprender cosas, a tomar notas, a vivir otras vidas más interesantes que la mía -no el marasmo sin aventuras ni desventuras que yo sobrellevaba de casa a los estudios, y de los estudios a casa- y cuando los personajes se ponían en trance bailongo o engolaban la voz para cantar, a mí aquello me parecía una estafa, un  fuera de lugar. Un vodevil muy respetable e imaginativo, pero no cine en realidad.



    Luego, con los años, he comprendido que la vida real se parece más a un musical que a cualquier otro género. Si hubo un hito fundacional para inaugurar esta certeza fue precisamente una película de Bob Fosse -pero no Chicago, que es la que me ha traído hasta aquí, y que está entretenida sólo porque sus dos  malandrinas están de muy buen ver, cada una con su encanto y con su fenotipo-, sino All that jazz, la obra maestra que nunca se marchitará. “¡Comienza el espectáculo!”, se decía cada mañana el personaje de Roy Scheider sonriéndose ante el espejo, como quien dice “A tomar por el culo todo. Bailemos, sonriamos, apuremos hasta la última gota. Carpe diem”. La vida, bien mirada, es como la veía Bob Fosse en la película: no exactamente una tragedia, ni una comedia, ni siquiera la  tragicomedia que bebe de ambas fuentes y mezcla los licores a capricho de los dioses. La vida es una farsa, una representación, y quizá lo más serio que hay en ella sean precisamente las películas, que nos engañan, y nos ponen en plan trascendente cuando en realidad todo es baile y liviandad.


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