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En busca del arca perdida

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Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.

Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos, como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes, derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.

Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena, la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.

Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.



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El candidato

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Si dejamos volar la imaginación y hacemos un poco de política-ficción, Gary Hart, que según cuentan en El candidato era un tipo simpático y guapetón, con ciertas lecturas y chisposo ante la prensa, habría ganado las elecciones a George Bush padre en 1988, que era un carcamal de siniestro pasado como director de la CIA. Vicepresidente de Reagan en los tiempos de la avaricia, y de la gomina en el pelo de Gordon Gekko. 

Sin estas influencias acumuladas durante cuatro años de mandato, el Anticristo con cara de merluzo que Bárbara Bush trajo al mundo nunca hubiera pasado de ser gobernador de Texas, o senador de Tegucigalpa. Y Condoleezza, y Rumsfeld, y Cheney, y todos esos halcones de la guerra con sangre en la dentadura, jamás hubieran anidado en los tejados de la Casa Blanca, prestos a abatirse sobre cualquiera que quisiera joderles el negocio. 

Con la victoria electoral de Gary Hart en 1988, la historia de lo que llevamos de siglo XXI habría sido muy distinta -no digo que pacífica, ni de colorines- pero al menos las Torres Gemelas seguirían en pie para seguir saliendo en las películas, y nosotros, los españoles, nos hubiéramos ahorrado la vergüenza nacional de ver a Ánsar con los dos pies sobre la mesa de centro, fardando en mexicano. Pero Gary Hart, ay, ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas, que se le arrimaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta: de telefonistas, de pegacarteles, de lo que hiciera falta...  Y Gary no estaba hecho precisamente de piedra, sino más bien de una carne muy débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart le pillaba con las manos en la masa, y la polla en el mazapán. 

    Quizá, quién sabe, Gary no se acostó realmente con Donna Rice, la chica excesivamente guapa que al decir de ambos sólo le cogía el teléfono, y le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado, y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido diez o quince puntos en las encuestas al saberse que se tiraba a una tía tan buena, aunque fuera en asunto extramarital. Aquí lo que se lleva no es el puritanismo, ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano, porque si no, para empezar, no se dedicarían a la política- sino la envidia cochina, y la palmada en la espalda en la barra del bar: “Jo, macho, qué suerte tienes, cómo te lo has montado…”




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Show me a hero

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El héroe de Show me a hero es el alcalde de Yonkers en los años ochenta, Nick Wasicsko. Era el regidor más joven de los Estados Unidos, casi un pipiolo de la política, y tuvo que acatar el mandato federal de construir viviendas sociales para negros en barrios residenciales de gente blanca. ¿Resultado? Wasicsko perdió el apoyo y el respeto de sus propios vecinos, que lo insultaban y lo escupían, y lo zarandeaban en el coche. Masas vociferantes de white people que temían la depreciación de sus viviendas, que se imaginaban un infierno vecinal de drogadictos en las aceras, robos en las madrugadas y loros con el chunda-chunda puesto a toda potencia.

           Mientras otros concejales de Yonkers -unos por miedo y otros por populismo- se declaraban en rebeldía contra el gobierno federal, Wasicsko tuvo que apechugar con su juramento constitucional, y con sus propias convicciones de demócrata ilustrado. Aunque el apellido es de origen polaco, el actor que lo encarna es Oscar Isaac, un tipo muy solvente que sin embargo nació en Guatemala, y que tiene un aspecto guatemalteco que no desmiente su documento de identidad. Yo pensaba, mientras veía los seis episodios de la serie, que el error de casting era morrocotudo, impropio de David Simon y de su equipo de linces, pero luego, en el capítulo final, que se cierra con imágenes de archivo, uno descubre que en realidad se han quedado cortos con la caracterización, pues el Wasicsko verdadero parece un jinete del ejército de Pancho Villa, con su bigotón y su pelazo moreno.


          Aun así, el look de Oscar Isaac es sin duda lo más discutible de Show me a hero. Yo, al menos, no puedo empatizar con Nick Wasicsko porque se parece demasiado a José María Aznar. Nadie más lejano a mi concepto de héroe político, de hombre bueno y honrado. Cada vez que Oscar Isaac aparece en pantalla, no puedo reprimir una punzada en el estómago, como de miedo o de asco, como si volvieran los tiempos de la conquista de Perejil y de la manipulación del telediario. Wasicsko habla con los jueces, con los concejales, con los vecinos indignados, pero uno, en su alucinación auditiva, cree escuchar "váyase señor González", y "España va bien", y "estamos trabajando en ellooooo". Sólo son unas décimas de segundo, hasta que uno se reencuentra con la ficción, pero Wasicsko sale tantas veces que al final los nervios quedan deshechos, y la taquicardia amenazando. 

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El amor es extraño

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En El amor es extraño, una pareja de homosexuales que comparten cama desde hace años contrae matrimonio en Nueva York aprovechando la nueva y tolerante legislación. Ben y George son dos señores que desean vivir su vieja relación como los dioses mandan, con todos los pros y contras que la ley reserva para el amor.

    El día de la boda, rodeados de amigos y familiares, todo es felicidad en el coqueto apartamento que  los cobija. No es que ahora, bajo el manto de la ley, se quieran más o se quieran mejor. Pero de algún modo se sienten normalizados y aceptados, vencedores de un largo litigio que durante décadas defendió la dignidad de sus sentimientos, como si un asunto de culos o de coños pudiera dividir a las personas en dos clases sociales separadas.


       Pero hemos topado con la Iglesia, amigo Sancho, porque George, al que da vida este actor superlativo que es Alfred Molina, imparte música en un instituto regido por los curas católicos, y nada más regresar a las aulas es llamado a capítulo por el director para ser expulsado con efecto inmediato. Era vox populi que George era una oveja descarriada, que convivía con otro hombre y que por las noches, en los arrebatos de pasión, vertía su simiente en recipientes no preparados para concebir. Los curas lo sabían, o hacían que no se enteraban, pero el matrimonio, para terror de las gentes decentes y bien nacidas, es harina de otro costal. El matrimonio es un sacramento otorgado por Dios para garantizar la procreación de nuevos católicos que abarroten las iglesias y bla, bla, bla... 

    En esos instantes decisivos de su vida -que lo condenan de repente al paro, al apretón del cinturón, a la venta casi segura de su apartamento- George, por debajo de su semblante furioso, se pregunta cómo es posible que las enseñanzas de un hombre del siglo I, que decía ser Hijo de Dios y predicaba el amor fraternal y el perdón universal, hayan llegado tan retorcidas hasta ese despacho del instituto. Tan deformadas. Tan mal interpretadas por estos exégetas del alzacuellos. Por estos castrados de la mente y del corazón que finalmente, después de tantos años de sonrisas y parabienes, de hipocresías melifluas en la sala de profesores, le han dado bien por el culo, ya ves tú qué ironía.




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