Mostrando entradas con la etiqueta Alex Brendemühl. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Alex Brendemühl. Mostrar todas las entradas

Creatura

🌟🌟

¿Una película valiente? ¿Por qué? ¿Porque sale una mujer masturbándose en riguroso directo? No sé... estamos en el año 2024. Si nos atenemos a ese criterio, el Pornhub está lleno de gente valiente que filma sus autosatisfacciones. Un comando de kamikazes, vamos. "Creatura" no es la primera película "respetable" que muestra a una mujer con un dedo bajo las bragas. Menuda tontería de meritocracia.

¿Una película atrevida? ¿Por qué? ¿Porque sale una pareja hablando de sus cosas sexuales, que si ponte tú encima o no me toques de esa manera? Insisto: estamos en el año 2024. Lo raro es lo contrario. Ya no tiene ningún mérito cinematográfico ni humanístico. La educación sexual en los institutos -quien la tuvo- no sirvió para nada porque todo el mundo iba a descojonarse, a reírse del ponente, pero la educación sexual de la vida sí nos ha enseñado a dialogar y a capear los egoísmos. Una pareja sentada al borde de la cama -y no ejercitándose sobre ella- también forma parte de nuestra educación sentimental.

Entonces, ¿por qué tanta alabanza, tanto adjetivo, tanto aplauso casi unánime de la crítica? “Creatura” es aburrida como una paja sin deseo. Chas-chás y a otra cosa, mariposa. La otra película de Elena Martín, “Júlia ist”, era bastante mejor. Arrojaba más luz sobre el universo femenino. Tenía más enjundia sin resultar tan psicoanalítica. 

“Creatura” no explica nada. El misterio de la sexualidad intermitente y caprichosa de Mila nunca se desvela. O a lo mejor se trataba de eso, de no desevlar. También entiendo que rodar una película sobre el deseo masculino es una suprema tontería. Nuestro deseo es lineal, constante, previsible. Es una ecuación de primer grado. Nos apetece siempre y a todas horas, como un “Seven eleven” abierto 24 horas. Entre y sírvase. El deseo femenino, en cambio, es un mandala, un fractal, un barroquismo de volverse uno tarumba. Y “Creatura”, en eso, nos deja como estábamos. Es más: lo deja todo más oscuro todavía. Un tocamiento subrepticio.





Leer más...

Historias para no contar

🌟🌟🌟🌟


“Como dijo alguna vez Enric González: pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo”. 

Esto lo escribía Xacobe Pato en sus diarios y tiene toda la puta razón. Él y Enric González, claro. Sin mentir no se puede ir a ningún lado. La mentira es el aceite de la vida, como aquel que necesitaba el niño Lorenzo. La mentira engrasa la cadena de la bicicleta para seguir dando pedales. Sin ella, saltan los cambios en cualquier cuesta y te quedas tirado hasta que venga el coche escoba. La mentira es una adaptación evolutiva. Mienten hasta los escarabajos de la patata, con sus cerebros de gominola, así que imagínate el Homo sapiens, que tiene más neuronas que estrellas hay en la galaxia. De hecho, yo estoy con los filólogos que aseguran que el lenguaje se inventó para mentir, y que lo secundario es escribir un poema o pedir que te pasen la sal en la comida. O esta condena de escribir entradas en Internet , a ver si los cazatalentos se animan y las señoritas se derriten.

Pero la mentira, como todos los pecados recopilados por la Santa Madre Iglesia, también tiene sus gradaciones. Existe la mentira mortal que merece el infierno y la mentira venial que se perdona con un polvo marital o con una cerveza bien fresquita. Ya que todos somos mentirosos por necesidad, al menos nos queda la decencia -a los decentes- de reconocer que mentimos cuando hacemos examen de conciencia. O de no protestar mucho cuando nos pillan in fraganti. Que te mientan tiene un pase; que te perseveren en la mentira ya toca mucho los cojones.

Yo, padre, lo confieso, he mentido mucho. Pero solo mentirijillas, o mentiras piadosas, de esas que se perdonan con un Padrenuestro y tres Avemarías. De las mentiras gordas no creo haber soltado ninguna. Pero claro: también existe el autoengaño, la mentira que uno mismo se cuenta, y que es la más insidiosa de todas.

Todas la historias que se cuentan en esta película van de parejas que se mienten o que se han mentido alguna vez. Todo venial, urbanita, muy moderno. Por eso es una comedia. De lo contrario, hubiera sido una película de Ingmar Bergman con muchos gritos y susurros tenebrosos. 





Leer más...

En la ciudad

🌟🌟🌟🌟

Los personajes de “En la ciudad” son unos pijos que viven en los áticos carísimos de Barcelona. Y también en los áticos muy frívolos del amor. 

Aquí, en cambio, en  provincias, en los pisos bajos que dan a los coches y a los humos, el amor, cuando llega, es un asunto muy serio que se trabaja hasta las últimas consecuencias. Cuesta sudor y lágrimas encontrar a alguien que soporte nuestros defectos. Nuestras virtudes tan grises y tan poco exportables. El amor es un bien muy apreciado en estos sistemas exteriores de la galaxia, como un mineral raro, o una nave espacial que salte al hiperespacio. Aquí, por el amor, nos partimos la cara hasta el último instante. 

Ellos, en cambio, los barceloneses de la película, no. Los personajes de “En la ciudad” son treintañeros, son guapos, tienen posibles. Y el que no es guapo ni tiene posibles se autoengaña con mucha eficacia. Cuando sus matrimonios o sus noviazgos caen enfermos con las primeras fiebres, ellos y ellas se lanzan a las calles a buscar un amor de sustitución. Los pijos sólo tienen que dejarse caer por los garitos de moda, tan bien vestidos y tan bien peinados como están siempre. El amor les interesa, sí, pero sólo si funciona a las mil maravillas. Si va sobre ruedas; si no corta el rollo en ningún momento. Pero si el amor da la lata, si toca los cojones, si corta las alas en demasía, prefieren comprarse otro nuevo en las tiendas del sector. Es como cuando compran otra tele, u otro coche, o se cambian de apartamento para ganar 4 metros cuadrados. 

    Los pijos de “En la ciudad” se engañan todos entre sí. A veces se van y a veces se quedan. En el fondo son unos mentirosos de mierda. Nadie conoce a nadie porque todas las convivencias son un baile de máscaras permanente. En las provincias esto no funciona así: nosotros cuidamos nuestras relaciones hasta el último instante. Las remendamos, las repintamos, las remozamos. Las reanimamos cardiopulmonarmente hasta que dejan de respirar. Afuera hace mucho frío y hay mucha indiferencia. Aunque caliente el sol por las mañanas. En las provincias siempre es invierno y no sé por qué.

La película, por cierto, es cojonuda.





Leer más...

Madre

🌟🌟🌟

Como soy padre, no puedo concebir una desgracia mayor que la muerte de un hijo. No es sólo la pérdida, que deja un agujero más grande que la vida misma. Un cráter más grande que el planeta. La muerte de un hijo es la subversión del orden natural. La inversión de la flecha del tiempo. El sol saliendo por donde no debe. La nulidad de todo lo aprendido. La perplejidad desquiciada de los genes. La constatación última de que todo carece de sentido, y de que la vida sólo es un viaje tonto en un carrusel de colorines.



    Uno, por fortuna, se va librando de esta desgracia inimaginable, y si algo bueno tiene el transcurrir imparable del calendario, es que con el hijo vivo todo es natural y sujeto a conformidad. Tampoco he conocido tal desgracia en el círculo cercano, y todo lo que barrunto lo he leído en los libros, o lo conozco por las películas, como casi todo lo de mi vida. Iván, el hijo de Marta, es uno de esos hijos vicarios que permiten imaginar, aunque sea de lejos, la negrura, y el hundimiento. Iván es un niño que al final no se sabemos si se perdió, o si fue asesinado, o si se lo llevó una ola del Cantábrico, porque lo mismo en el cortometraje Madre que ahora en el largometraje Madre, Sorogoyen prefiere que nunca sepamos lo sucedido, para que al drama no le salga una rama policial que desvíe nuestra atención. Aunque a uno la verdad, le gustaría saber, por morbo, sí, pero también por comprender al personaje del padre, que es un tipo que acaba de llegar a la superficie después de ahogarse durante muchos años, y ya respira a bocanadas.

    Todo lo contrario que Marta, su ex mujer, que vaga por los restos de su vida como un fantasma, varada en la misma playa de la desgracia. Marta busca a su hijo muerto en el rostro de los hijos vivos, y cuando encuentra a Jean, que es un adolescente guapetón y jovial que guarda un lejanísimo parecido, se enreda la madeja… Si un hombre de cuarenta años persiguiera a una adolescente de quince hasta la puerta de su casa, la película duraría, como mucho, diez minutos: lo que tardaría la gendarmería en presentarse. Pero como es una mujer de cuarenta la enajenada que acosa a un chaval de quince, la película se estira dos horas infumables entre silencios, dolores internos y explosiones de locura. Ella busca al hijo, el chaval busca un polvo, y en esa incomprensión absoluta que el director quiere hacer pasar por “candor” y “sentimiento”, el espectador se impacienta, se aburre, y se rasca un poco la cabeza, bañada en el sudor de la siestorra.




Leer más...

Truman

🌟🌟🌟🌟

Mientras veo Truman, en el penúltimo frescor de la primavera, lanzo miradas de interrogación a Eddie, mi perrete, que dormita y se estira de vez en cuando en su sofá. ¿A quién se lo encasquetaría yo, si me dijeran que voy a morir dentro de un mes, o de dos, como le dicen a Ricardo Darín en la película? La gran preocupación de su personaje -aparte de la de morirse, claro, y de hacerlo dignamente, y no como yo, que sería un premuerto esperpéntico e insoportable - es a quién dejar a ese perro suyo tan enorme y tan mayor, en el entorno urbano de los pisos angostos, y de las aceras como tallarines de ancho de Madrid.



    Creo, o quiero creer, que mi perrete encontraría rápidamente quien le acogiera, porque es pequeño y afable. Come más bien nada, y saluda con el rabo a todo el que entra por la puerta. Aunque luego, cuando sale a la calle, le hierve no sé qué instinto por las venas y se convierte en el Mad Max de los senderos, y es como un demonio canijo que no deja una viña sin inspeccionar, un camino sin recorrer, un viandante sin olisquear.

    Cuando Ricardo Darín se despide de su perro a uno se le parte el corazón, y se le salta la lágrima traidora, porque recuerda sus propias despedidas de otros perros nada ficticios. Entonces eran ellos los que tenían todas las papeletas para irse, por ley de vida, pero ahora, con Eddie, la lotería se va igualando. A Eddie, con un poco de suerte, le quedan ocho o diez años de vida, y yo, en ese tránsito, ya habré pasado por la inspección de próstata, por la espeleología del culo, por el primer bulto sospechoso en algún lugar de mi geografía. Por el primer dolor en el pecho, al forzar un día el pedaleo… Quién sabe: los cincuenta son una edad muy traicionera, y quizá, ayer, mientras yo atendía al drama de la película, Eddie también me escudriñaba haciéndose el dormido. Quizá, de un modo instintivo, él siempre está pendiente de mi tos, de mi gruñido, de mi quejido postural. y piensa: madre mía, como éste se me vaya, a ver quién me va a dar esta vidorra de perro asilvestrado de la pedanía.

    Por las mañanas, pocos minutos antes de que suene el despertador, Eddie siempre viene a darme un par de lametazos en la mano descolgada. Pero tal vez no es un gesto de cariño, sino una comprobación de que no estoy muerto. O no del todo...



Leer más...

Petra

🌟🌟🌟🌟

Me suelen gustar las películas de Jaime Rosales porque se parecen mucho a la vida real. La vida es, por lo general, una experiencia aburrida, rutinaria, plagada de conversaciones tontas y de esperas desesperantes. La vida es -vamos a decirlo de una vez- un puto coñazo. Como lo son las películas de Jaime Rosales, a veces, cuando los personajes cocinan sus platos o pasean por el campo, o desarrollan conversaciones idiotas mientras revuelven el café, y se parecen tanto a nosotros mismos que nos sorprende el bostezo, y la impaciencia. "Pero de qué coño van estos tipos..." 

    Decía Jerry Seinfeld que él veía películas para ver a gente más interesante que la del mundo real -él mismo, para empezar- y que jamás, por fortuna, se había encontrado con un personaje que se pasara largos minutos frente al televisor repantigado en el sofá, con la pechera manchada por esquirlas de patatas fritas, como era su costumbre. Y esto es lo que pasa, justamente, con algunos ratos fílmicos de Jaime Rosales, que nos ponen nerviosos porque nos reconocemos en la pantalla, y nos vemos casi parodiados por los actores, qué gilipollas es este fulano, o que superficial es esta mengana, qué hacen estos personajes que no se lanzan a robar el banco, a follar como cosacos, a poner cargas de dinamita bajo el puente…


   Pero pronto, en las películas de Rosales, como en la vida misma, alguien pega un puñetazo sobre la mesa para despertarnos de la existencia vegetal. O algo se sale del carril para descarrilar nuestra cómoda hibernación. La vida es un aburrimiento longitudinal que de pronto se ve sorprendido por una muerte, por un accidente, por un gran amor, por un meteorito que se precipita sobre la rutina. Y tras unas semanas de crisis y de existencia consciente, nos instalamos en otro marasmo a la espera del próximo aldabonazo. 

    La vida de Petra, en la película del mismo nombre, es en realidad la historia de tres marasmos existenciales -la juventud, el matrimonio y la maternidad solitaria- y de las trágicas circunstancias que los fueron clausurando para dar paso al siguiente estadio. La vida de cualquiera, o casi, porque aquí la trama es un poco literaria, un poco de tragedia griega, aunque esté ambientada en el Bajo Ampurdán. Bárbara Lennie hace de Bárbara Lennie, y eso es como si el milagro de su carne y de su espíritu se multiplicara por dos.


Leer más...

7 años

🌟🌟🌟

Acorralados por la justicia, los cuatro socios de una empresa que evade capitales se reúnen para decidir quién habrá de pagar el pato. Los cuatro son unos chorizos por igual, pero si van todos a la cárcel, como en la película de Berlanga, el negocio se va a tomar por el culo. Pero si sólo va uno de ellos, asumiendo todas las culpas, la empresa podrá seguir funcionando con los tres miembros restantes, que compensarán al chivo expiatorio con dineros y prebendas. 

    Incapaces de ponerse de acuerdo sobre quién habrá de pasar siete años poniendo el culo en las duchas, los cuatro socios contratan a un intermediador para que les ayude a elegir víctima. Podrían echarlo a pares o nones, o al pito-pito-gorgorito, a la pajita más corta, pero todos estos sistemas les parecen muy injustos y muy poco profesionales. Así que allí, en la sede social de la empresa, se presenta el intermediador para encontrar una decisión negociada y aceptada por todos. Los cuatro empresarios tratan de mantener una discusión racional, de pros y contras, de tú tienes familia y tú eres más prescindible en el negocio y tú no soportarías ni cuatro días en el trullo.

    Pero el diálogo se enquista, los nervios se sublevan, y al final deciden entrar a matar: que si tú eres un tal, que si tú un cual, que si tú un inútil, que si tú una puta... 7 años, la película, dura lo mismo que una conversación entre cuatro amigos que van perdiendo la compostura y acaban a gritos y a hostias como ingleses borrachos en una terraza de Magaluf. El mismo tiempo que duraría la reunión a puerta cerrada de un partido político, uno que tuviera que decidir quién se enfrentará a los leones de la prensa como quien echa un hueso a los perretes. 

    Quiero pensar, malévolamente, que 7 años es una metáfora retorcida sobre el estado actual de las cosas, y no un simple ejercicio de estilo -muy meritorio- ni un simple ejercicio de antropología -muy interesante. 



Leer más...

Remake

🌟🌟🌟

En su novela Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq explicaba que el liberalismo no sólo ha resultado nocivo en el terreno económico, haciendo a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. También en lo sexual ha terminado por ser una catástrofe humanitaria. Una conquista muy cuestionable. 

Del mismo modo que en las economías planificadas todo el mundo encontraba su puesto de trabajo, y vivía humildemente pero con dignidad, en las vidas sexuales que planificaba la costumbre o el temor de Dios todo el mundo encontraba su matrimonio, o su cama de acogida, y follaba cuando llegaba el sábado sabadete o alguna fiesta de guardar. Luego estaban los insatisfechos, los rebeldes, los hippies como estos de la película Remake, que vuelven a reunirse veinte años después en la masía donde antaño follaron a lo grande, a veces en parejas y a veces todos reunidos, como en los juegos Geyper. Fueron ellos, los excesivos, los vanguardistas, los que no vivían contentos con la monogamia ancestral, los que enarbolaron la bandera de la libertad sexual pensando que cambiaban el mundo para mejor. Pero se equivocaron. Con su ejemplo y con su tesón, crearon una jungla sexual que ha devenido hambre y escasez: un laissez faire de las camas donde un puñado de guapos y guapas se ponen las botas cada fin de semana y una mayoría de feos e insulsas, de tímidos e infortunadas, han de refugiarse en la masturbación y en la soledad.

    En Remake, en esa masía montañesa que conoció tiempos mejores y cuerpos mejores, los exhippies tienen que escuchar, boquiabiertos, los reproches de sus hijos. No es sólo que su generación, maltratada por el socialismo humillado, tenga que sobrevivir con empleos de mierda, malpagados, sin futuro a la vista; es que además, gracias a sus padres tan enrollados, ahora follan poco, o nada, o a destiempo. A estos hijos del liberalismo económico y de la apertura sexual la vida se les ha vuelto incierta, azarosa, deprimente. Una angustia, más que una experiencia. Tienen casi treinta años y lo único que tienen es libertad. Pero la libertad sólo es cojonuda si va acompañada de dones naturales: de belleza, de talento, de falta de escrúpulos. Sólo así, con este armamento tan caro, se puede salir al mundo a elegir, a optar, a abrirse camino. Sin esas suertes, la libertad sólo es una llave que no abre ninguna puerta; una antorcha que alumbra caminos erráticos; un juguete que dispara esperanzas de fogueo. 



Leer más...

Inconscientes

🌟🌟🌟

Si hacemos caso de lo que cuenta la película Inconscientes, Sigmund Freud, cuando visitó España allá por el reinado de Alfonso XIII, puso nuestra sexualidad celtibérica patas arriba. Proletarios y campesinos procreaban como si tal cosa, a la buena de Dios, dejando que el azar seleccionara las eyaculaciones fructíferas. Y a otra cosa, mariposa: a las patatas, o a las herramientas, sin darle más vueltas al asunto. 

    En las clases ilustradas, sin embargo, las enseñanzas de Freud crearon un revuelo mayúsculo. Los muy católicos pensadores pusieron el grito en el cielo, y recomendaron al señor cura que advirtiera del fuego eterno en la próxima homilía. Pero otros, los más agnósticos, los más abiertos a las influencias europeas, se tomaron muy en serio los significados ocultos de la sexualidad. Sólo un católico cerril –si es que tal cosa no es un pleonasmo- podía negar que detrás de los genitales había un mundo de simbolismos, de significados, que don Sigmund fue el primero en descubrir y categorizar.

      En ese clima de sexualidad desbordada, el psiquiatra al que da vida Àlex Brendemühl en Inconscientes se vuelve loco con las lecturas del psicoanálisis, recién traducido y publicado. Él, que vivía tan feliz con sus polvos de burgués, con su personalidad sin ellos ni superyós, se descubre de pronto un hombre complejo y atormentado. Como dice el Eclesiastés, “en la mucha sabiduría hay mucha molestia”. Leyendo libros sobre neuróticos, el psiquiatra se convirtió en uno de ellos. Como Alonso Quijano se transformó en don Quijote, leyendo libros de caballerías. Como quien esto escribe, mismamente, que también leyó a don Sigmund Freud en la juventud y comenzó un auto-psicoanálisis que todavía dura, sin grandes resultados, convirtiéndose en paciente de sí mismo.

        Mil libros más tarde, he descubierto muchas piezas de mi puzzle, pero están mezcladas, y no casan bien, y el retrato que va saliendo es más bien tristón y lamentable. Hubiera sido mejor no empezar, no saber, vivir en la ignorancia de los defectos y las limitaciones. De las turbulencias del espíritu. Vivir como un idiota feliz. 




Leer más...