El imperio de los sentidos

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He tenido que llegar a los cuarenta y siete años para ver mi primera película porno. Digo verla entera, de cabo a rabo –y perdón por lo de rabo-, no troceada para hacer las pausas consabidas.
De chaval, con los colegas, y luego ya de mayor, con la peli de Canal +, nunca me tomé en serio lo que estaba viendo, y sólo hoy, por primera vez, con más canas que negras por el corpachón, me he enfrentado al hecho pornográfico con postura de cinéfilo, muy de arte y ensayo, reposando las manos en lugar seguro desde los créditos iniciales hasta los que se deslizaban al final -que estaban, concretamente, en japonés, y además manchados de sangre cavernosa.

    Porque El imperio de los sentidos es, desde luego, pornográfica, no sensual, no erótica, como me habían vendido los amigos jubilados del bar, que el otro día salió el tema y de ahí que me picara la curiosidad, y me pusiera a la labor de descargarla – y perdón por lo de descargar. “Si es lo que andas buscando, no da para pajas…”, me dijeron sonriendo, como si hubieran olvidado que a mí lo que me mueve primero es la cinefilia, el olvido imperdonable de una película, y luego, ya metidos en harina, pues que sea lo que Dios quiera… Y tenian razón, los muy jodidos: El imperio de los sentidos no llega a ser una película X, en efecto, pero tampoco es una de aquellas que en el cine Lemy de León, el más rijoso o progresista según la mentalidad de los espectadores, calificaban con una S de Soft o de Sofisticado, que ya no sé si esa nomenclatura tiene vigencia en la época de internet, donde ya cualquier pajillero de doce años tiene el mundo desnudo a sus pies. 

En El imperio de los sentidos hay sexo oral explícito, penetraciones sin pérdida, jugueteos con la comida que me río yo de Nueve semanas y media.... Ahora voy entendiendo el revuelo, la fama, la leyenda que no cesa. El recuerdo imborrable de esta película en la generación de mis padres: unos porque se excitaron cantidubi al amparo de la oscuridad, y otros -mayormente otras- porque vomitaron todo lo que llevaban en el estómago con la primera corrida del gachó: la comida o la cena, según la sesión a la que fueran arrastradas con mentirijillas muy poco caballerosas.