Inseparables (II)

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Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



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La zona muerta

🌟🌟🌟

En La zona muerta, Christopher Walken es un profesor de instituto que tras sufrir un accidente de coche adquiere el poder de adivinarte el futuro cuando te estrecha la mano. Pero nunca te saca el porvenir de las buenas noticias: el aumento de sueldo, la victoria de tu equipo, el revolcón con la mujer largamente deseada... Nuestro protagonista sólo posee la clarividencia de las desgracias, de las muertes trágicas. De los hundimientos de tu economía. No es, por tanto, un chollo de amigo, ni una suerte de cuñado. Hay que tener un par de bemoles para ir a su casa y pedirle consejo en una sesión de "estrechamiento manual". Cuando Christopher Walken vislumbra tu dolor, tu accidente, tu muerte sangrienta, el pobre hombre se agita en convulsiones como si le azuzaran con una picana. Y siendo ya de por sí un tipo de ojos saltones, éstos todavía se le asoman más al precipicio, amenazando con convertirse en yoyós de materia orgánica y viscosa.


       Uno, en la vida real, quisiera un amigo así para las pequeñas cosas, para los consejos de andar por casa, pero nunca para los proyectos importantes, de largo recorrido. Pedirle, por ejemplo, cada lunes por la mañana, que me agarrara del brazo y me predijera si el próximo fin de semana voy a acertar el pleno el 15 de la quiniela. Sólo eso. Me ahorraría unos euros muy majos que todas las semanas terminan en la papelera del despacho de loterías. Sería un chollo, la verdad, disponer de un  Christopher Walken al que yo pudiera molestar de vez en cuando para ahorrarme mucho tiempo de fútbol vacío y de lecturas condenadas al fracaso. Y de películas que son un coñazo insufrible. Y dejar de perder el tiempo con mujeres que en realidad no buscan nada, sólo pasar la tarde, chacharear, desahogar sus penas con un tipo que sólo es "amigo y tipo enrollado". 

Se me ocurre que este amigo imaginario podría hacerse millonario abriendo un negocio llamado Administración y Gerencia del Tiempo. Por apenas tres minutos de consulta, y unos cuantos aspavientos de trastornado, a 10 eurillos por consejo, Walken podría organizarte una agenda inmaculada, fructífera, repleta de aconteceres bien encaminados. Una bendición para los hombres y mujeres del siglo XXI, tan faltos de tiempo y de esperanza. Sería, por fin, la vida provechosa, condensada, nutritiva, todo lo contrario de esta vida que arrastramos en La zona viva, que es mayormente una sucesión de esperas, de colas, de tiempos muertos que llevan de una tontería a un fracaso, de una nadería a una gilipollez supina. Como estas entradas del diario, sin ir más lejos, que mira que malgasto el tiempo en ellas...




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Fleabag. Temporada 1

🌟🌟🌟

Raquel busca su sitio es una serie viejuna que yo veía de vez en cuando porque Leonor Watling lucía en ella el esplendor de su juventud. El hechizo duraba hasta que los programadores ponían la primera ristra de anuncios y yo sintonizaba otra vez el partido de fútbol, o la película del Canal +, interruptus perdido en el amor. 

    La señorita Fleabag -que ya pertenece a otra generación de personajes, y también a otra camada de espectadores- acaba de cumplir treinta años y también busca su sitio en los asuntos afectivos y en las junglas laborales. Pero sus empeños chocan con la realidad de una ciudad hostil, y de unos hombres mentecatos. Y, por encima de todo, con su propio carácter vitriólico y exigente. Fleabag -nos ha jodido- quiere conocer al hombre perfecto, educado y guapo, cultivado y sexualmente infatigable, pero empieza a comprender que los hombres así escasean, y que sólo un viento muy afortunado depositará al prínicpe en su dormitorio.

     Fleabag es una señorita de muy buen ver, ocurrente y sexy, jovial y puñetera, y no le faltan hombres para ir probando los goces de la vida. Pero empieza a preguntarse si cada nueva conquista es un motivo de orgullo o la constatación de un nuevo fracaso. Le gustaría bajar un peldaño, o dos, en sus exigencias de mujer independiente y valiosa, pero aún no está preparada para hacer ese menoscabo en su orgullo. ¿Qué imperfección del rostro, del carácter, del desempeño sexual, estaría dispuesta a tolerar para conocer por fin al hombre de su vida? Y no solo eso: ¿qué defectos, qué aristas, que manías de su propia personalidad, o de su propio cuerpo, estaría dispuesta a poner sobre la mesa de negociaciones? ¿Dónde termina el orgullo y dónde empieza la conformidad? Es un convenio jodido, muy íntimo, de muchas horas de debate, que la señorita Fleabag airea ante los espectadores interpelándoles directamente con la mirada, rompiendo eso que en los manuales llaman la cuarta pared, bufando de fastidio cuando un hombre mete la pata y se borra sin saberlo de la lista de candidatos.
(El día a día de todos nosotros, en las apps del amor)  




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Sex Education

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No hay vida para ver tanta serie. La verdad es que es un puto agobio, esto de la edad de oro de la televisión. Las series brotan como setas, en cualquier estación del año, diez por semana en la parrilla de la tele: las que arrancan, las que estrenan segunda temporada o ya van por la decimotercera. Las que uno siente la necesidad de revisitar en DVD o tiene que ver obligación, porque un amigo se puso pesado y hay que ver al menos un par de episodios para desecharla con educación. O hacerse -quién sabe-con un inesperado y valiosísimo tesoro, que habrá que agradecerle toda la vida.



     Uno se imagina que en Hollywood han construido unos estudios gigantescos como invernaderos de Almería, o como hangares de Cinecittá, en los que nunca se para de rodar, de enredar, de noche y de día, en turnos de ocho horas con las luces siempre encendidas y las cámaras en acción. Y luego las series que vienen del Reino Unido, y de Escandinavia, y de aquí mismo, que habrán hecho otros estudios descomunales en las afueras de Madrid, al lado del aeropuerto, o en Barcelona, donde los polígonos industriales. Ya todo el mundo produce series que terminan tarde o temprano en Movistar, o en Netflix, o en las miniteles del ALSA que cruza la estepa. Hay tantas series que uno vive acojonado con la posibilidad de perderse alguna fundamental, cojonudísima, y se pasa media vida leyendo reseñas y sinopsis para elegir una entre un millón. El trébol de cuatro hojas.  El problema es que aún así, poniéndose uno científico y exquisito, uno se equivoca, pierde el tiempo, se deja jirones de vida en historias que finalmente se quedan en nada, en una idea sin desarrollo, en una ocurrencia sin continuidad. Muerdes el anzuelo del primer episodio y descubres que allí no había mosca ni gusano. Sólo un artificio para que te enganches, y te saquen del agua apacible donde antes sólo existían las películas, y pocas, muy pocas, series escogidísimas.


    Veo el primer episodio de Sex Education y no me creo una sola palabra de lo que dicen, estos adolescentes frustrados. Ni un solo personaje resulta verosímil o enjundioso. Me ilusiono con la nueva serie de Ricky Gervais, otrora genio y transgresor, y no entiendo qué pinta este hombre fingiendo otros registros en After Life. Leo que Love es una comedia cáustica sobre el asunto del amor, y me encuentro una serie tan moderna, tan sofisticada, que ya no sabes dónde hay que reírse o dónde hay que llorar. Horas perdidas, proyectos truncados, ratos de sol o de lectura que se han ido por el retrete. La vida que se escurre.



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Justo antes de Cristo


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Los romanos que vivieron justo antes de Cristo también decían cosas como “me pica un huevo esta mañana”, o “me cago en los dioses”, “o qué buena estás con la túnica, Emilia Claudia”. Parece una perogrullada, sí, pero salvando a los enemigos de Astérix, y a la corte de Pijus Magnificus en La vida de Brian, todos los romanos conocidos salen envarados en las películas, y en las series, los péplums lamentables que ya nadie ve ni en Semana Santa. Romanos que nunca cagaban ni meaban, ni carraspeaban cuando iniciaban el discurso, siempre impolutos en sus trajes militares o en sus togas del Senado, departiendo en latín literario, impecable, de precisión militar o burocrática, lisonjeando a las damas con poemas de Lucrecio o de Virgilio que ahora serían el descojono de las chicas del instituto. Personajes teatrales y muy poco terrenales que en realidad nunca nos creímos; ya no sólo distantes en el tiempo, sino también habitantes de otro sentido común, casi de otra especie humana que dejó acueductos enormes como legado histórico, y no puntas de hueso en las cavernas de la cordillera.



    Los creadores de Justo antes de Cristo han visto en la desacralización de los romanos, en su humanización puesta al día, un filón humorístico para que los abonados de Movistar + -que somos los únicos que vamos a ver la serie, y no todos, visto lo visto- nos descojonemos de la risa y nos reconciliemos con nuestros tatarapasados. Aquí todos llevamos sangre del Lacio en las venas, en mayor o menor proporción, y conozco a más de un norteño que fantasea con ser descendiente del mismísimo Augusto que vino a combatir a los cántabros, y fue dejando bastardos imperiales en que cada ciudad que fundaba, o en cada campamento que levantaba. 

    Lo que pasa es que la serie sólo tiene gracia  en su primer episodio, y pasada la tontería de ver a los romanos hablando como humanos del siglo XXI, el resto es como encontrar un trébol de cuatro hojas entre otros muchos que sólo ofrecen tres: alguna gilipollez que no compensa el esfuerzo de ir todo el rato agachado, con la vista en el suelo, descartando brotes insustanciales… Los tgéboles, que hubiera dicho el gran Pijus.






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Eugenio

🌟🌟🌟

La gracia de Eugenio no residía en el contenido de sus chistes- que si los contara yo mismo, por ejemplo, en un café del trabajo, serían recibidos con risas forzadas de “menudo gilipollas es este tipo”- sino en su continente: el gesto hierático, el acento catalán, la parsimonia en el hablar, el negro riguroso de la camisa entreabierta... El pitillo en la mano y el whisky en el taburete, de cuando las televisiones permitían que los artistas se fueran suicidando poco a poco sobre el escenario, en vivo y en directo. Tiempos lejanos, míticos, de cuando nadie se escandalizaba porque un humorista catalán saliera en el prime time parlando con acento indudable, y hasta soltando palabrejas en vernáculo,  que si molt bé, o nano, o collons, no como Berto Romero o Andreu Buenafuente, que son catalanes diluidos y charnegos, y tienen aceptación popular porque hablan como si hubieran nacido en la tierra de sus  ancestros, que si no ya los hubieran defenestrado y recluido en TV3, los gerifaltes de las cadenas, temerosos del boicot y de la baja audiencia, que uno mismo tiene amigos que juran votar a la izquierda y no ven a estos dos genios por ser “putos catalanes” y “polacos de mierda”…  


    En aquellos tiempos marxistas que planteaban un debate de la izquierda contra la derecha, y no de la Patria contra Cataluña, nos hacía la hostia de gracia el Eugenio, hosti tú, pero sus chistes, la verdad sea dicha, eran más bien malucos, de patio de colegio, como los de Chiquito de la Calzada en las antípodas de la Península, que también eran malos de narices, pero te partías la caja con el pasito japonés y el pecador de la pradera… Yo soy de esos contumaces -más bien lamentables- que aún imita a Chiquito de la Calzada cuando digo comooorl, o eres un fistro, o pego un gritito idiota como de señorita enfrentada a un ratón, gooorrl, o algo así, cuando algo me sorprende. Tanbién digo doctor Grijander, y hasta luego Lucas, y los siete caballos que vienen de Bonanza... En fin. A Eugenio, sin embargo, por la distancia en el tiempo, lo tengo menos imitado cada vez, y ya sólo de Pascuas a Ramos me sale un hosti, nen del alma, o un saben aquell que diu…? cuando me paso de cervezas y me pongo a contar una historieta tonta ante la exigua audiencia del amigo. Da igual: a Eugenio y a Chiquito les tengo en el mismo altar de los humoristas que ya se nos van muriendo, a los tontainas de mi generación, telespectadores de canales únicos y en blanco y negro que casi nos reíamos con cualquier performance cuando encendíamos la tele. Nos reíamos, colega, hasta con Antonio Ozores haciendo el trabapollas en el Un, dos, tres,  o de Arévalo haciendo el gangoso en la misma sintonía, o celebrábamos las gracias -que es para cagarse si lo piensas bien- de aquellos payasoides que decían piticlín, piticlín, y veintidó, veintidó, madre mía…

    Eugenio, el pobre, al contrario que Chiquito, tuvo la mala fortuna de perder a la mujer de su vida demasiado pronto, y aunque en los escenarios de la tele o de las boites nada de eso se traslucía, porque el tipo era un profesional y un monolito de las emociones, al final su carrera quedó alicorta, truncada, suspendida en mitad de un chiste que luego, pasados los años, quiso terminar de mala manera, en apariciones como de espectro tembloroso y olvidadizo. Hasta que el último alcohol y la última nicotina se conjuraron para asesinarlo. Rematarlo, más bien.



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Superlópez

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Con la excepción de Superlópez, todos los superhéroes de nuestra infancia fueron americanos porque allí es donde los científicos se dedicaban a hacer el tonto con la radioactividad, y a veces, en el laboratorio de la Universidad, o en el sótano de su casa, la cosa se les iba de las manos y se producía un escape de partículas que al no matarlos alteraba su estructura genética para hacerlos más fuertes, o más rápidos, o más imbéciles, según. 

    El único gran superhéroe que consiguió la nacionalidad americana sin nacer allí, de pura chiripa, fue Superman. El cohete que trajo a Kal-el desde el planeta Kripton lo mismo pudo haber caído en un maizal de Kansas que en un secarral de Castilla, y con esa premisa geográfica, Jan, que era un dibujante nacido en una comarca tan hispánica como El Bierzo, parió a un superhéroe lamado Superlópez que llevaba el esquijama siempre mal planchado y lucía un bigote tupido a lo Alfredo Landa, que era la moda nacional por aquellos tiempos. Superlópez era un torpe entrañable, un metepatas de manual, pero los que leíamos sus cómics, y al mismo tiempo éramos del Real Madrid, teníamos un miedo cerval a que en cualquier aventura tonta Juan López fichara por el F. C. Parchelona para convertirlo en campéon de España, y de Europa, y luego del Mundo. A ver qué Camacho cojonudo o qué Stielike bigotudo  iba a ser capaz de parar a ese alienígena medio idiota en sus regates. Los madridistas leíamos a Superlópez con un mohín de desconfianza, porque el tipo era muy simpático, muy infortunado en amores, pero era del Barsa, y cualquier día se iba a meter a futbolista para joder la marrana, y no queríamos ver a nuestro equipo humillado ni en la ficción de los cómics.

    Años más tarde, otra nave espacial venida del planeta Chitón -pero ésta muy real- cayó en la Pampa argentina trayendo a un niño que con el tiempo acabó jugando precisamente en el Parchelona. Años después, regate a regate, gol a gol, terminó desvelando su verdadera naturaleza de superhéroe, de alienígena tramposo: el Supermessi de los cojones, por mucho que siga disimulando su naturaleza con su hablar insulso, y su jeta de panoli.


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El bosque animado

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Uno tenía el recuerdo -distorsionado por el tiempo- de que El bosque animado era una comedia de gallegos pintorescos, un poco catetos, atrapados en el realismo mágico de su tierra. En mi recuerdo todo era como de troncharse de risa en la platea: el bandido Fendetestas decía “me caso en Soria” cuando saltaba al camino a dar el palo, y el pocero cojo se acostaba con la chica por la que bebía los vientos, y el alma en pena de Fiz de Cotovelo se topaba con la Santa Campaña para encontrar el recto camino de los muertos. Había un tonto fetén al que unos aristócratas desalmados vendían la fachada del Obradoiro, y un par de burguesas que en aquel entorno rural encontraban mil miedos para dar chilliditos de marujas. Una comedia amable, de Rafael Azcona disfrazado de sentimental, en ese bosque espeso de nieblas que allí llaman fraga sin ruborizarse -porque aquí, en las tierras no gallegas, dices de un bosque que es una fraga y parece que estás invocando el fantasma arbóreo de don Manuel, que quizá también anda errando camino de San Andrés de Teixido, o del palacio de la Moncloa, en frustrada peregrinación.



    Pero hoy, treinta y dos años después de aquel primer visionado -que son los mismos años que el Madrid estuvo sin ganar la Copa de Europa y parecieron una verdadera eternidad- he visto El bosque animado y se me ha caído el alma a los suelos, y la sonrisa al fregadero. No sé si es cosa de Azcona o de Wenceslao, del guionista o del novelista, pero la película es de una tristeza muy gris, espesa, de día de lluvia inconsolable. Lo que yo recordaba como una comedia es en realidad una tragedia sobre la fatalidad del destino, sobre la pobreza que no conoce remedio. Sobre la soledad que se enquista como una maldición. Parece todo muy gallego por la envoltura y por el paisaje, como muy arcaico o inevitable, pero en realidad son males que se reproducen en cualquier ecosistema de los seres humanos. Pocos sueños se cumplen, y pocos pobres escapan de la rueda. Muy pocas soledades encuentran la verdadera compañía de una comprensión. El bosque animado, sí, de la vida desanimada.

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The Devil and Father Amorth

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Al principio de esta farsa titulada The Devil and Father Amorth, William Friedkin, que aparece con el rostro tan recauchutado que él mismo parece poseído por el demonio Pazuzu, cuenta que él sí cree en las posesiones del Maligno, y que con esa inquietante certeza rodó El exorcista en escenarios de Washington D.C. donde poco antes se había celebrado un exorcismo muy famoso entre los aficionados al folklore. 

    Friedkin, en esta parida que nos ocupa, pasea por los escenarios capitalinos donde se rodó la película contando anécdotas del rodaje; y yo, que ya no creo en estas cosas risibles de Belcebú, pero que vi El exorcista por primera vez a los catorce y católicos años, cuando todavía me las creía, aún siento escalofríos al ver la escalera por la que se despeñaba el padre Karras. Y casi sin querer, en la discoteca interior del tarareo, brotan de nuevo las notas traviesas del Tubular Bells de los cojones…

    Ahí termina lo único decente del “documental”: la nostalgia de aquella obra maestra que perturbó nuestra adolescencia. Porque lo que viene después es difícil de calificar. Friedkin y Pazuzu se plantan en la mismísima Roma para grabar un exorcismo in situ, uno “de verdad”, que nos remueva la conciencia a los hombres de poca fe, que vivimos en la Babia de nuestro ateísmo, en la inopia de nuestro cinismo, y todavía no comprendemos que en el mundo se libra una batalla milenaria entre el Bien y el Mal. En fin…

    La poseída en cuestión es una tal Antonia, arquitecta de profesión, que tan pronto está tan campante, hablando a la cámara con italiana naturalidad, como de repente se pone enfurruñada y empieza a dar gritos que le dejan la garganta hecha un estropajo. Antonia, por supuesto, no se quiebra las cervicales en un giro de cuello, ni se mete crucifijos por la vagina. La tontuna de Antonia es como de risa, como de actriz espantosa de folletín, pero consigue que en Roma se desate el miedo, la especulación, la vivencia del Mal, y alguien llama al padre Amorth -que al parecer es el número uno en su oficio- para que expulse al demonio que convierte a la pobre Antonia en un guiñapo de la cristiandad. El exorcismo es más bien absurdo, ridículo, con señoras haciendo de público que entre rezo y rezo comentan la jugada y se toman un café con pastas, como si estuvieran en el programa de Ana Rosa, y Máxim Huerta comentara en paralelo el “hecho cultural”. 

    Una ridiculez. Una prueba del Señor, quizá.


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Patrick Melrose

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Yo soy de los que opina (y la edad, y las lecturas, y la esclerosis del pensamiento, me van haciendo cada vez más contumaz) que son los genes los que marcan nuestro carácter. Ellos son los pequeños Umpa-Lumpas que dirigen nuestro destino, como dijo Heráclito de Éfeso, que fue un sabio muy respetable que nada sabía de los guisantes cruzados de Mendel, ni de los enanos trabajando en fábricas de chocolate.

    Las experiencias de la vida sólo ponen una capa de barniz al armazón de acero inoxidable: los pelos así o asá, tal música en el iPod, o en la radio del coche, el tatuaje en el brazo o en el culo, ciertos manierismos a la hora de hablar o de caminar por la calle… Los genes nos zarandean de aquí para allá hasta encontrar los amores o los trabajos, pero el barco siempre es el mismo, inmutable en su estructura desde el astillero que lo construyó hasta el desguace que lo despiezará. A veces la experiencia nos rasga una vela, o nos abre una vía de agua, o nos hace encallar en una playa para tomar decisiones importantes. Pero no suelen ser males que alteren el rumbo que venía inscrito en el código genético.

    A veces, sin embargo, como excepciones a la regla, existen congéneres como Patrick Melrose que sufren traumas que alteran las cartas de navegación. Hay ciertos abusos -y que un padre te viole sistemáticamente en la niñez es uno de ellos- que son capaces de trastocar el funcionamiento prescrito de las proteínas, y conforman un ser humano distinto del que venía descrito en el manual. Patrick Melrose había venido al mundo para pegarse la vida padre de los ricachones, porque sus antepasados poseían los genes de la avaricia, y de la ausencia de escrúpulos, y fueron forjando la fortuna familiar explotando a los indios de las colonias o a los obreros del Lancashire. A Patrick Melrose le esperaba una vida regalada, sin estrés, de estancias en Londres durante el invierno y de casas en el sur de Francia en el verano. La dolce vita, o la sweet life. Pero los mismos genes que juntaron los millones de libras también construyeron un padre colérico y dominante, abusador y deleznable, que hizo de Patrick Melrose un hombre escindido, tan presto a celebrar la vida como a suicidarse, a buscar el amor como a entregarse a todas las drogas. 

Patrick Melrose es un barco a la deriva, con dos rutas contrapuestas que le hacen girar en círculos sobre el mar, como nos enseñaban en la física del Bachillerato.



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Veep. Temporada 6

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Basta con abrir el periódico cada mañana para comprender que en política, para llegar a lo más alto del escalafón, no se precisa tener, precisamente, una inteligencia preclara. Es más: la inteligencia suele ser un estorbo, un defecto básico que corta las alas de los políticos novatos que piensan que esto es cuestión de cultura, o de agudeza. De servir al pueblo con bonhomía. Qué equivocados están... Para encabezar las listas electorales hay que presentar otros argumentos, y otros poderes: la ausencia de escrúpulos, o la belleza física, o el desparpajo semántico. La jeta de un psicópata, en ocasiones. Tener el conocimiento exacto de los engranajes del partido. Y, por supuesto,  dar el pego en cualquier contexto periodístico, un vestidor repleto de disfraces ideológicos por el que suspiraría el mismísimo Mortadelo.

    Para poner la inteligencia y el análisis ya están los ejércitos de asesores, que destripan los sondeos electorales y conocen la última hora del lugar donde se da el mitin, o se inaugura un pabellón, para que el populacho se sienta concernido y jalee las propuestas con ruidosos aplausos, y carteles de "Fulano, te queremos", o "Mengana, qué guapa eres". ¿Pero qué sucede cuando los asesores tampoco están a la altura, y sus estupideces se suman a la estupidez del mandamás, y se hace más evidente todavía que esto de la democracia sólo es una tomadura de pelo, un sainete que protagonizan cuatro caraduras con corbata ? Pues que tenemos el pan nuestro de cada día, si ponemos el telediario al mediodía, o que nos partimos el culo de risa -pero una risa muy cínica- si nos reencontramos con la ex vicepresidenta de los Estados Unidos, Selina Meyers, en la sexta entrega de sus cómicas desventuras.

    Despojada de la presidencia y curada de su depresión, nuestra veep se afana por limpiar el buen nombre de su mandato fundando bibliotecas, liberando al pueblo tibetano, prestando atención a los colectivos marginales que jamás entraron en su Despacho Oval. El problema de Selina Meyers -que es tan vivaracha como boba, tan activa como metepatas- es que vive rodeada de unos asesores que lejos de salvarla el culo la meten en nuevos laberintos que ahondan su impostura. Selina Meyers es tan parecida a la mayoría de nuestros políticos nacionales -tan corta, tan falsa, tan mezquina- que sigo sin entender por qué hay gente que ve la serie y se la toma como una comedia, como una exageración sin asideros con la realidad. Veep es un reality show muy crudo sobre los políticos que nos dan por el culo cada día. Porno muy duro del acto democrático.

    El mismo Timothy Simons -que es el actor que interpreta al insufrible Jonah Ryan- ha dicho hace muy poco. “Hubiera sido mejor que ciertas ocurrencias que los guionistas aventuraron se hubieran quedado en el plató”. Donald Trump y sus cortesanos están consiguiendo que la realidad, de nuevo, poco a poco, vaya superando a la ficción...






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El candidato

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Si dejamos volar la imaginación y hacemos un poco de política-ficción, Gary Hart, que según cuentan en El candidato era un tipo simpático y guapetón, con ciertas lecturas y chisposo ante la prensa, habría ganado las elecciones a George Bush padre en 1988, que era un carcamal de siniestro pasado como director de la CIA. Vicepresidente de Reagan en los tiempos de la avaricia, y de la gomina en el pelo de Gordon Gekko. 

Sin estas influencias acumuladas durante cuatro años de mandato, el Anticristo con cara de merluzo que Bárbara Bush trajo al mundo nunca hubiera pasado de ser gobernador de Texas, o senador de Tegucigalpa. Y Condoleezza, y Rumsfeld, y Cheney, y todos esos halcones de la guerra con sangre en la dentadura, jamás hubieran anidado en los tejados de la Casa Blanca, prestos a abatirse sobre cualquiera que quisiera joderles el negocio. 

Con la victoria electoral de Gary Hart en 1988, la historia de lo que llevamos de siglo XXI habría sido muy distinta -no digo que pacífica, ni de colorines- pero al menos las Torres Gemelas seguirían en pie para seguir saliendo en las películas, y nosotros, los españoles, nos hubiéramos ahorrado la vergüenza nacional de ver a Ánsar con los dos pies sobre la mesa de centro, fardando en mexicano. Pero Gary Hart, ay, ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas, que se le arrimaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta: de telefonistas, de pegacarteles, de lo que hiciera falta...  Y Gary no estaba hecho precisamente de piedra, sino más bien de una carne muy débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart le pillaba con las manos en la masa, y la polla en el mazapán. 

    Quizá, quién sabe, Gary no se acostó realmente con Donna Rice, la chica excesivamente guapa que al decir de ambos sólo le cogía el teléfono, y le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado, y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido diez o quince puntos en las encuestas al saberse que se tiraba a una tía tan buena, aunque fuera en asunto extramarital. Aquí lo que se lleva no es el puritanismo, ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano, porque si no, para empezar, no se dedicarían a la política- sino la envidia cochina, y la palmada en la espalda en la barra del bar: “Jo, macho, qué suerte tienes, cómo te lo has montado…”




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Mientras el cuerpo aguante

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Si aquel soldado republicano hubiese re-fusilado a Rafael Sánchez Mazas cuando le detuvo en el bosque, Chicho Sánchez Ferlosio no habría venido a este mundo un año y pico después, y Fernando Trueba, cuarenta y dos años más tarde, no habría rodado este documental sobre sus ocurrencias y sus disidencias, sus canciones y su desdentamiento precoz. Pero aquel soldado sin nombre al que Javier Cercas hizo famoso decidió no disparar, quizá conmovido por su víctima, quizá harto de la guerra. O tal vez, simplemente, porque se había quedado sin balas y prefirió disimular su incompetencia, o su cutrez de soldado derrotado, con un gesto simbólico de humanidad. Da un poco igual… 

    El caso es que Chicho, que había sido bautizado con el fascistorro nombre de José Antonio Julio Onésimo, y que estaba llamado a escribir sonoros poemas sobre la unidad de España y las virtudes del Generalísimo, nos salió rana roja en lugar de príncipe azul, y armado con una guitarra prefirió croar canciones satíricas sobre la falta de libertad y las penurias del amor. Ferlosio se hizo cantautor protesta, y maoísta-leninista, y tocador de huevos oficial, y llegada la Transición se convirtió en el guía espiritual de los trovadores de la noche madrileña: el Sabina, y el Krahe, y el Alberto Pérez aquel que también salía en el disco de La Mandrágora, tipos que también hacían risa y cachondeo de los tiempos imperiales, y de lo mal visto que estaba lo del follar, aunque ellos -presumo- se jartaban de practicarlo.

    En Mientras el cuerpo aguante, Ferlosio desgrana sus ocurrencias en la terraza de un casoplón de Sóller, en Mallorca, porque el trotskismo-anarquismo se lleva mucho mejor si puedes vivir en un retiro de lujo, con vistas a la montaña, cerca del mar, en un entorno exclusivo donde tus vecinos son alemanes educados que se hicieron de oro invirtiendo en la bolsa de Frankfurt. Hay una disonancia permanente entre lo que Chicho dice y el decorado donde lo dice. Esa casa, ahora mismo, en el mercado inmobiliario, yo no podría pagarla en siete vidas. Le escuchas, pero no te lo crees del todo; le sigues, pero no terminas de rendirte. Chicho Ferlosio es un burgués metiéndose con la burguesía; un rentista riéndose del capitalismo; un bon vivant hablando de las penurias del franquismo; un heredero de la riqueza, cantando a los desheredados.




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El silencio de otros

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- “Franco… ha muerto” -dijo Arias Navarro en la tele, blanquinegro y cariacontecido, en lo que quizá fue el primer meme cachondeable de nuestra democracia. Y pongo la palabra en cursiva porque Franco estará muerto, sí, y dentro de poco, al parecer, enterrado en otro lugar -que habrá que verlo de todos modos: quién tiene huevos de hacer el unboxing definitivo bajo una lluvia de brazos alzados como lanzas en la rendición de Breda.

    Pero el franquismo, su legado histórico, para satisfacción de los nostálgicos y decepción de los críticos, sobrevive con muy pocos achaques. Ahora hay rojos en el Parlamento, y maricones que celebran su mariconez, y catalanes que tocan los cojones con la Senyera y los segadores. Pero lo demás, lo esencial, que son las estructuras económicas, los privilegios de la Iglesia y las prebendas de quienes ganaron la guerra, permanecen sin tocar en el sanctasanctórum de las leyes. Atado y bien atado...

    Los tipos que ganaron la Guerra Civil se han ido muriendo poco a poco, de causas naturales en su mayoría; pero sus hijos, y sus nietos siguen ahí, ocupando las cátedras, las judicaturas, las subsecretarías, las poltronas en los consejos de administración. Las carteras ministeriales, incluso, cuando la mitad del censo electoral se queda en casa y el voto de las monjitas, y de sus ancianitos, y de los católicos que salen de misa y nunca se olvidan de cumplir su deber democrático, inclina la balanza. El Ejército Rojo sigue cautivo y desarmado desde aquel infausto 1 de abril de 1939, y lo único que nos queda, a sus soldados honorarios, es seguir protestando y poco más. Haciendo documentales como El silencio de otros, o dando la castaña en estos blogs provincianos que nadie lee. Es nuestro deber, democrático, sí... 

    Lo que me parece una gilipollez es esa manía de exhortar a los vencedores a pedir perdón. Y en el documental lo hacen varias veces… ¿Perdón de qué? ¿Por no sacar a los fusilados de las cunetas? ¿Por haber robado niños en las casas de maternidad? ¿Por haber torturado a presos políticos en los sótanos de la DGS? Esa gente ganó una guerra que consideran justa y necesaria. Incluso Santa, cruzados de Jesucristo y la hostia en verso... Se morirán defendiendo su legado. Ganaríamos mucho tiempo, y mucha salud, dejándolos en paz y apretando las clavijas a los que sí consideramos como nuestros: esos políticos de izquierda -ay, que me muero de la risa- que cuando llegan al poder se olvidan de meter mano en todo esto, sólo la puntita del dedo, a ver si el agua sigue quemando y es mejor silbar con disimulo. Haciendo como que se hace sin hacer nada en realidad…






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La leyenda del tiempo

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Existe en las tierras del Norte un prejuicio -casi diría que un racismo- contra los andaluces que salen en la tele o en las películas. Es un desdén étnico -pero solo catódico, creo- que los tacha de medio moros y medio gitanos. Un desdén cultural que los pone de analfabetos y zarabetos. Los andaluces, se dice, no quieren trabajar, hablan mal por pura desidia y siempre llegan tarde a los sitios porque viven sin reloj. Son unos exageraos, unos pedigüeños, unos medievales que montan cirios de mucha risa  alrededor de los Cristos procesionados y las Vírgenes en romería. Pintorescos y lejanos, los sureños nos parecen muy poco representativos de “lo español” cuando, curiosamente, los extranjeros los toman como quintaesencia del españolismo.


    Yo he mamado ese distanciamiento desde niño, y supongo que me ha quedado un poso, un virus, por mucho que yo ahora presuma de ecuménico y de hombre de mundo . Comienza La leyenda del tiempo y durante varios minutos el virus corretea por la sangre, enfriándome el ánimo. Me pregunto qué hago yo allí a las tantas de la noche, muerto de sueño, en la Isla de León, que aunque se llama igual que mi terruño está tan lejos de mis peripecias de norteño, como si fuera la Isla del Fin del Mundo. Vengo arrastrado por esta "iñakilacuestamanía" que ahora está en todos los foros de la cultura, en las radios, en las revistas de cine, como una pesadez insoslayable de críticos rendidos, de actores que se postulan, de actrices guapísimas que le envían guiños para salir en sus próximas películas, o lo que sean.

    Estoy del revés, al otro lado del mapa, más por curiosidad que por interés, más por deber que por espectador hambriento de nuevas narrativas. Una pose, un paripé, una gilipollez supina de cinéfilo chorra. Al principio del docudrama -o del dramadocu- me siento ajeno a lo que me cuentan, incapaz de pillar la mitad de las palabras que se dicen, con ese acento tan cerrado de los gaditanos, y más, encima, de los gaditanos del sur. Tardo mucho tiempo, quizá demasiado, en comprender que el legado de Camarón de la Isla o la idiosincrasia de los sanfernandinos sólo son el paisaje de una cuestión más universal, que trasciende los andalucismos y los japonesismos de las fascinadas: el talento. El niño cantaor lo posee, pero no quiere demostrarlo, y la japonesa carece de él, pero tiene el descaro de atreverse. La eterna cuestión. El talento como ese tesoro oculto, caprichoso, siempre genético, que los dioses vierten a cuentagotas en las placentas de las parturientas. El talento como una bendición, o como una maldición, según sepa uno gestionarlo. El destino cruel de quien lo tuvo y no lo aprovechó; la broma sangrante de quien no lo tiene y va por ahí dando el pego, engañando a los tontos.




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Canino


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Yo le digo, caballero,
que los niños ya quieren jugar...

… cantaba Carlos Santana en Let the children play. Y si con ese ritmo sandunguero, y esa manera de acariciar la guitarra, no se refería al despertar sexual de los adolescentes, la insinuación e ben trovata y me viene de perlas para la ocasión. 

Incluso fuera del mundo y de la civilización, los chavales aprenden a distinguir una zona erógena de la que no lo es, y le sacan buen provecho en resignada soledad, o en gozosa compañía. En El Lago Azul, Brooke Shields y su amiguito naufragaban en la isla desierta y a los pocos años, llegada la pubertad, ya estaban dándose candela entre los cocoteros, y entre las olas del mar, guiados por el instinto. A mi perrito Eddie, que sabe bien lo que hace cuando corretea por el mundo, jamás he tenido que ponerle un vídeo de perros chingando como los que pone David Broncano en La Resistencia. Lo que natura ya da de por sí, Salamanca no tiene que prestarlo.



    Yorgos Lanthimos, sin embargo, en su experimento fílmico titulado Canino, viene a decir que si criamos a tres hermanos aislados del mundo y de la tele, en un chalet con piscina del Peloponeso, y les dejamos experimentar por su cuenta los resortes eróticos del cuerpo, sólo el hermano varón sentirá algo parecido al deseo sexual cuando le salgan pelos en los testículos, mientras que ellas, sus dos hermanas, virginales de obra y de palabra, vivirán en la inopia de la fuente placentera que guardan entre las piernas. Una conclusión cuestionable, inverosímil, que en estos tiempos modernos ya sólo pueden defender los carpetovetónicos de la moral y las costumbres. Los que creen que la sexualidad de las mujeres es el unicornio de la fisiología. Gentes que allá en Grecia, ante la falta de vestigios históricos de los carpetanos y los vetones, que solo aquí prosperaron, habrá que llamar, por ejemplo, doricojónicocorintios.




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Juego de Tronos. Temporada 7

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Decía un personaje de Michel Houellebecq que el envejecimiento no es una cuesta abajo progresiva, tendida como una carretera que desciende el puerto de montaña. La decadencia del cuerpo se produce a saltos, por escalones, de tal modo que una noche te sientes todavía joven, vigoroso, y a la mañana siguiente, tres horas de mal sueño han sumado de sopetón cinco años a tu rostro: surcos que ya formarán parte perenne del paisaje, canas bien arraigadas, baldíos donde ya nunca crecerá la hierba… Como si una cuadrilla del ayuntamiento hubiera hecho labores nocturnas y se hubiera retirado sigilosamente antes de despertarte. Lo que ayer todavía era una juventud sostenible y madura, de pronto se ha convertido en la edad verdadera, en la fotografía no manipulada de tu realidad. La gente lo achacará a que andas de resaca, o de depresión, o muy mal follado por los garitos, una mala racha que tarde o temprano habrás de remontar. Pero se trata, simplemente, de la edad, la que ya te tocaba cumplir pero habías esquivado con mucha suerte en los últimos cumpleaños, todavía instalado en un tiempo de vida engañoso y horizontal.


    Yo mismo, para corroborar tal teoría, cumplí siete años de golpe en mi último aniversario, y casi me parto los morros al bajar el escalón.  Lo del cuerpo me da un poco igual, porque siempre he tenido una relación muy distante con él, como si no me perteneciera, una pura carcasa que desempeña las funciones básicas del sobrevivir y el humilde gozar. Pero los agujeros de la memoria me dejan mustio, preocupado, viejo de verdad. Ha llegado el tiempo de olvidar las cosas que uno convoca, y de recordar las que llegan sin avisar. Se me ha jubilado la eficiente secretaria que organizaba todo eso, y ahora entra cualquiera por la puerta de mi despacho, y son muchos los que desatienden mis llamadas. Anuncian el estreno de la última temporada de Juego de Tronos y tengo que ver otra vez los siete episodios de la penúltima tacada, porque ya no sé ni dónde estoy, ni por dónde anda ningún personaje. Lo que hace un año era interés mayúsculo y atención reconcentrada, se ha quedada en nada, en cuatro jirones de personajes desdibujados, y de dragones que surcaban el aire. 




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