La muerte de Stalin

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Lo mismo en Veep que en La muerte de Stalin -que son dos ficciones inquietantes sobre lo que sucede entre bambalinas cuando desaparecen las luces y los taquígrafos- Armando Iannucci hace comedia despojando a sus personajes de cualquier solemnidad. Y con ese truco tan simple, y tan efectivo, le sale un humor de alta categoría, inconfundible, de un color que oscila entre el negro y el amarillo, bilioso, bituminoso, con mucho ácido y mucha mala hostia.

    Iannucci es el niño deslenguado que se atreve a decir que el emperador - o la vicepresidenta, o el jefe de la nomenklatura- también se desnuda cuando nadie lo ve, y se tira pedos, y suelta maldiciones, y se le ve la minga dominga cuando entra al servicio. Iannucci, en sus series, o en sus películas, quita la monda del cargo para enseñarnos la pulpa del hombre, o de la mujer, y le salen unas criaturas espontáneas, débiles, trapaceras. Despojadas de pompa y de circunstancia. Tan humanos o tan simiescos como usted o como yo, soltando sus tacos, sus chiquilladas, sus meteduras de pata. Sus chistes malos y sus ocurrencias idiotas. Igual de listos o de estúpidos, de eficaces o de chapuceros. Tan interesados como cualquier otro en llenar la panza, en follar, en escaquearse del trabajo cuando se levanta la sesión en el Parlamento, o termina la reunión extraordinaria del Politburó.

    La gente que dirige nuestros destinos no pertenece a otra raza, ni a otra especie, a no ser que nos creamos la tontería supina de los reptilianos. Simplemente progresan porque tienen menos escrúpulos, o un ego que no les cabe en los pulmones. Son muy poco solemnes cuando nadie los mira. Ellos también maldicen, cagan, le desean desgracias y pesares al prójimo. La solemnidad es una farsa que los poderosos, como los curas, o como los fantoches, representan ante la gente cuando hay que inaugurar una carretera o asomarse a un balcón para dar la bendición o anunciar la revolución. Pero luego, cuando vuelven a la intimidad de sus gabinetes, o de sus salones, me los imagino más bien como los retrata Iannucci, tan parecidos a las personas de la calle que cualquier semejanza con personas verdaderas, vivas o muertas, no es pura coincidencia.




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Joy Division

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No es la primera vez que oigo hablar del mítico concierto de los Sex Pistols en Manchester, en 1976. Un puñado de iniciados acudieron a la cita llevados por la curiosidad, y también por las ganas de gamberrear un poco, a ver si volaban botellas y escupitajos como anunciaba la publicidad. Pero luego salieron de allí iluminados, investidos de una labor de apostolado, como los discípulos de Jesús tras la Última Cena. Pensando que si estos londinenses cutrísimos, que rasguean los instrumentos en vez de tocarlos, y berrean en lugar de cantar, son capaces de producir semejantes emociones, qué no harán ellos, que saben un poco más de melodías y de composiciones. Aunque no mucho más… Algo así como aquellos madrileños que asistieron a los primeros conciertos de Kaka de Luxe y regresaron a sus garajes de ensayo, y a sus locales de reunión, estimulados por el ejemplo de aquellos pioneros de la Movida que tenían más voluntad que talento. Más desparpajo que otra cosa.


    El punk de los Sex Pistols  puso a los chicos de Joy Division -y a muchos más- en el recto camino de los tiempos, aunque ellos prefirieran transitar otras carreteras. El famoso concierto resuena como un aldabonazo, brilla como una revelación. Llegarán a compararlo con un monolito de Stanley Kubrick rematado en una cresta de colores. La enseñanza de los Sex Pistols no es musical, sino programática: hay que gritar. Con exabruptos, o con poemas, eso a gusto de cada cual. Cantar al inconformismo y a la rebeldía, y la puta que los parió a todos, como se ha hecho siempre, desde que el mundo es mundo y el rock es rock. Porque el tiempo feliz que vino tras la II Guerra Mundial se está terminando. Margaret Thatcher está a punto de iniciar una contrarrevolución que se verá refrendada en las urnas ( a veces la democracia tiene algo de suicidio colectivo, de locura compartida). Con este invento rescatado de la Antigua Grecia, los poderosos ya no tienen que desenfundar sables ni pasear tanques por las calles: sólo meter miedo para que la gente se traicione a sí misma en la papeleta. Del suicidio de la clase obrera vino la mugre de Manchester, el desencanto y la mala hostia. La explosión musical. El talento desbordado y fructífero. Y al final del camino, como cerrando el círculo, el suicidio del poeta.





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Buscando a Eric

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Quizá yo también necesite un futbolista imaginario que camine a mi lado para escuchar mis congojas y revitalizar mi ego malparado: "yo lo valgo, soy la hostia, me lo merezco -como Michel metiendo su hat-trick contra Corea del Sur-" y autoengaños así que restauren mi paz y mi equilibrio. Yo también necesito un futbolista que me inspire, que me susurre pequeños trucos. Un muerto, o un holograma viviente, en mi locura definitiva. Ninguno va a venir en carne y hueso a hacerme el coaching pudiendo estar con su señora espectacular en las Maldivas, o de cancaneo en Miami, o en Ibiza, que es donde seguramente estaba Eric Cantona mientras su cuerpo astral salvaba el orgullo y quizás la vida de este pobre cartero retratado por Ken Loach.

    Busco en mis recuerdos a un futbolista carismático, legendario en mis adentros, que me sirva de holograma, pero descubro que en realidad nunca he admirado a ninguno más allá de sus proezas con el balón, o de sus respuestas sabias ingeniosas –rara avis- a las preguntas idiotas de los periodistas. Yo, como todo hijo de vecino, coleccionaba cromos, láminas, revistas del asunto, pero nunca tuve el póster de un futbolista adornando mi habitación. O no uno, al menos, como ése gigantesco de la película, a tamaño natural, de Eric Cantona con la casaca del United y las solapas negras subidas, en la habitación del cartero ya casi cincuentón.

    He tenido alineaciones del Real Madrid, muchas, de cuando las cinco ligas consecutivas, o de las primeras Copas de Europa de esta nueva remesa triunfal. Me va más lo coral, la labor en equipo. Sí tuve -ahora lo recuerdo- una pequeña lámina de Emilio Butragueño celebrando con gesto modesto, con la mano apenas levantada, uno de sus cuatro goles a Dinamarca en el Mundíal del 86, en Querétaro, en el estadio de La Corregidora, un pequeño homenaje al 7 del Madrid y una tocadura de cojones dedicada a mi padre, que bramaba antiespañolismos y antimadridismos muy de la lucha antifranquista cada vez que el Buitre sobrevolaba con éxito el área de los vikingos. 

    Pienso en él, en Emilio Butragueño, como posible terapeuta de mis desgracias, como posible guía de mis laberintos, pero no termino de creérmelo del todo. Yo necesito un Eric Cantona exigente, bravío, que me dé golpes en el pecho y sopapos en la cara, si fuera menester. Y yo no veo a don Emilio en tal tesitura. Yo necesitaba a un Fernando Redondo, a un Uli Stielike, a un José Antonio Camacho, tipos rudos que dieron y recibieron patadas a troche y moche. Especialistas del cuerpo a cuerpo, bragados en la  vida. A un Juan Gómez Juanito, que quedaría de puta madre en mi película, de fantasma consejero, con el gracejo andaluz y la mala follá, y las mil anécdotas que contar. Qué pena que se nos fue, en aquella puta madrugada. Illa, illa, illa…





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El cartero (y Pablo Neruda)

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Con cuarenta años en el pasaporte, Mario, el pescador que en sus ratos libres hace de cartero a ver si liga algo más vestido de gorra y uniforme, está a punto de conformarse con la primera lugareña que acepte su exiguo patrimonio: una barquichuela para pescar y la covacha encalada que aún comparte con su padre. Mario es un soñador, un simplón, un analfabeto al que se le está pasando el arroz de la reproducción y los orgasmos vigorosos. Un buen tipo en verdad, un hombre atento y responsable, pero indetectable al radar de las mujeres, que rastrean otras zonas del cielo más cercanas a la belleza. Otras opciones genéticas en la oferta menguada del islote napolitano.

    Mario, como Dante, vive enamorado de Beatrice, la tabernera, la mujer más bella del villorrio, una morenaza volcánica que luce un cuerpo de mareo y una mirada de derretirse. Beatrice lleva años espantando moscones autóctonos y moscones foráneos que bajan de los ferrys. En parte porque los insectos no la interesan, tan zafios, tan sudorosos casi siempre, en esa isla sin agua corriente que abastecen los barcos cisterna. Y en parte, también, porque su madre, la dueña del negocio, la vigila atentamente, sabedora de que esa entrepierna es el anzuelo irresistible para pescar un marido de postín, un yerno de los que poder presumir en la misa del domingo.

    Cuando termina sus faenas pesqueras y sus trasiegos postales, Mario ronda la taberna, cruza miradas infructuosas con su amada... Pero Beatrice no le hace caso, y la madame le sirve los vinos dando un golpetazo de advertencia sobre la barra: vete de aquí, zarrapastroso. Así que no hay nada que hacer. Sólo esperar que otro afortunado se lleve el premio gordo de la Lotería. Pero el señor gordo de la Lotería, el poeta inmortal, le va a caer del Cielo a él. Pablo Neruda, el vate del amor, el tipo que saca un lapicero y las vuelve locas con un par de metáforas y un puñado de rimas asonantes, se ha establecido a pocos kilómetros del pueblo, peñas arriba. Y Mario tiene que llevarle el correo todos los días: los obsequios de los que le quieren y los requiebros de las que le aman. Mira que había sitios en Europa, en Italia, donde Pablo Neruda podía hacer estación en el vía crucis de su exilio, pero ha ido a caer justo en el pueblo de Mario Ruoppolo, que está cerca de Nápoles, a un brazo de mar, pero a mil jodidas millas del progreso y del mundo de los literatos.

    A mil jodidas millas metafóricas estaba también Mario de Beatrice, tan insignificante el uno, tan hermosa la otra, pero ninguna distancia es insalvable para la poesía mágica de don Pablo, que le prestará algunos versos a Mario para que vaya seduciéndola a la espera de que llegue la poesía propia: el rumor del mar, y el vértigo de los acantilados.  






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Tierra de Dios

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Cuando se trata de una película de amor entre homosexuales, los críticos siempre celebran que se explicite lo que antes sólo se intuía o se mostraba desde lejos. Y en eso, la verdad, hay que reconocer que ya casi da lo mismo leer la prensa de izquierdas que la de derechas. Existe un consenso -muy poco anabotellesco, por cierto- en que el amor heterosexual vaya cediendo cuota de pantalla para mostrar otras realidades que nos acompañan desde que el monolito de Pumares descendió sobre la Tierra. Que viva el amor, y abajo las fronteras, y que se alborocen los reprimidos...

    Pero una película de hombres que se aman o de mujeres que se desean no siempre está a la altura de sus intenciones. Los críticos, sin embargo, tan preocupados en dárselas de ecuménicos, o de molones, a veces parecen obviar este detalle. Se ponen tan comprensivos con el hecho diferencial que confunden la gallardía con la pericia, la intrepidez con el talento. O eso, o tienen miedo de meter la pata y de ser malinterpretados por los Vigilantes de la Red. Saben que siempre hay desnortados, y desnortadas, que se toman una crítica del continente por un ataque al contenido.  Un adjetivo contrario a la película por un insulto al orgullo malherido del colectivo.


    Tierra de Dios, por ejemplo, por mucho adjetivo que le regalen en las columnas, es una película muy aburrida. Extendida hasta el bostezo. Valiente, sí, y explícita, también, pero gélida como el paisaje que retrata. Y además ya estaba hecha de antes: es Brokeback Mountain a la británica, rodada en los apriscos neblinosos de Yorkshire. Con un pastor vernáculo y otro rumano que venía a ganarse el pan. Hace unas pocas semanas, en otro rincón del Reino Unido, en Weekend, otra pareja de homosexuales protagonizaba una película conmovedora, de las que dan vueltas en la cabeza durante varias horas, después de terminar. Hoy, en los apriscos, me he quedado dormido un par de veces mientras Johnny y Gheorghe cruzaban las miradas y traducían bien los sobreentendidos.




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Fantástico Sr. Fox

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El fantástico señor Fox es el zorro más listo del bosque. Pero la sufridora, la que tiene que aguantar sus tonterías, sus meteduras de pata, es la señora Fox, también muy fantástica a su modo. En el fondo, deshuesada y cubierta de pelos, Fantástico Sr. Fox es la versión animada de las andanzas de Hank Moody en Californication, sólo que no sexuales, sino del latrocinio en los gallineros, con otra esposa que comprendió demasiado tarde que la gente no cambia, y mucho menos los machos con inquietudes.



    Cuando la señora Fox se casó con él, Mr. Fox era un animal irresistible, la pieza más codiciada para todas las zorras del bosque. Y  también para los zorrones. El tipo que se colaba en todos los gallineros y salía indemne de los escopetazos. El mejor proveedor de carne para formar una futura familia. Y guapo, el jodío, muy alto, con mucho porte, con una labia de las que erizan el vello y secuestran la atención. Un zorro de los que se agachan para recoger una flor y luego te la regalan mientas te pellizcan el culo. Un encanto. El mejor partido de los contornos. Un novio para presumir, y un marido para fardar. Pero con el paso de los años, un dolor de cabeza permanente. Porque el zorro alfa -como el macho alfa de los humanos- nunca abandona su posición privilegiada en el abecedario. Puede contenerse, disimular durante algún tiempo, darse un barniz de contención doméstica. Pero en su naturaleza está siempre el dar la nota. Hacer de vez en cuando una demostración de valentía, de chulería, para seguir marcando el territorio. Para alimentar el ego que no les cabe dentro de la piel.

    Mr. Fox lleva años guardando las formas, fingiendo ser un padre ejemplar y un marido intachable. Y ya está un poco cansado del papel. Se mira al espejo y no se reconoce. En cierto modo, se avergüenza de sí mismo. Así que una noche, mientras su señora duerme, vuelve a las andadas de robar en los gallineros, y de zascandilear entre los humanos, a sentir de nuevo el subidón de la adrenalina, y el orgullo del puto amo…



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La librería

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Si yo quisiera abrir una librería en esta pedanía remota del ayuntamiento provinciano, los vecinos pensarían, simplemente, que me he vuelto tarumba. La última boutade del maestro que hace veinte años llegó de la capital. Me mirarían raro, pero me dejarían hacer. En el fondo no son mala gente: sólo extraños para uno. Y uno para todos.  

El primer día se asomarían por curiosidad, sin poner los pies dentro del local, como si el suelo fuera a darles una descarga eléctrica. Como haría yo, sin ir más lejos, si alguien montara un sex-shop junto a la panadería de la señora Tomasa. Mi vecinos, por la librería, asomarían la boina, o la punta de la cachava, y me saludarían cortésmente antes de salir pitando a sus asuntos del regadío, o de la poda de los árboles. Quién coño iba a comprar un libro en un pueblo en el que nadie lee. En el que además no es necesario leer porque aquí triunfa la sabiduría ancestral del huerto cultivado, del árbol frutal, de las viñas que producen su uva con la regularidad de los siglos. Y buenos chalets que se gastan, y unos todoterrenos de la hostia, y unas motos del copón para los hijos, estos supuestos iletrados. Y buenos pisos para las hijas en la capital, y buenos ahorros para irse de mariscada quince días a Galicia cada verano. El dinero cae de los árboles por estos pagos y todo el mundo se siente satisfecho con la vida. No hace falta leer ningún libro para sentirse realizado. Para qué demonios los perifollos de los poetas, o los circunloquios de los filósofos.  El último libro expuesto al público que se vio por estos lares fue la guía telefónica, de gran utilidad en aquellos tiempos de teléfonos sin agenda y sin internet.




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Un dios salvaje

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Lo dice un personaje de la película, y yo firmo al pie de su declaración: todos somos unos hijos de puta con muy mal genio. Es verdad que él lo dice después de pegarse dos lingotazos de buen whisky, uno de  malta, por cierto, añejado 18 años, un lujo que no está al alcance de cualquiera porque esto va de cuatro burgueses que discuten sobre qué hijo pegó primero al hijo de los otros y viceversa. Ya se sabe que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad, y a falta de una máquina del tiempo que nos devuelva a la niñez, nos agarrarnos al alcohol -unos a diario, otros más de vez en cuando- para confesar obviedades que en estado sobrio preferimos disimular.


    Sí, todos somos unos hijos de puta con mal genio, y sólo tienen que encontrarnos el resorte para que la mala hostia salga de la caja impulsada por un muelle. Cada uno tiene su punto débil, susceptible, a veces en el talón de Aquiles y a veces en un lunar de la espalda. Lo tocas y se viene abajo el disfraz de la cortesía, para quedarnos desnudos con nuestros exabruptos de simio cabreado. Bienaventurados los mansos, dijo Jesús en aquel sermón de la montaña que los Monty Python no lograban escuchar con claridad. Bienaventurados porque heredarán la tierra, decía él, pero supongo que se refería al ideal de concordia que reinará sobre el mundo cuando la transición del mono al hombre se haya completado. Dentro de mucho tiempo, presumo, al paso que va la burra evolutiva…

    Hasta entonces, seguimos en guardia, sonrientes pero tensos, educados pero recelosos, porque un dios salvaje habita dentro de nosotros. Uno que menos mal que suele estar bastante dormido, o despistado con el fútbol, hasta que le tocan los cojones con algún asunto muy particular. Entonces nos sucede lo mismo que a estos dos matrimonios de la película: que pierden la compostura, que se aflojan la corbata, que se sueltan la blusa, que desenrollan la lengua y dejan que el sol salga por Antequera. O por Nueva York. 

    Y nuestros hijos, ay, son el resorte casi universal. El que nos hace saltar a la mínima, si los acusan de algo, o si los extraños les ponen en cuestión. Es un reflejo biológico que tiene muy mala rienda, por muy racionales que nos pongamos.




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Amigos y vecinos

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Nadie como uno mismo para proporcionarse un buen orgasmo: la presión justa, la cadencia exacta, el último toque decisivo... Lo confirma un personaje de Amigos y vecinos, que se lamenta de sus polvos conyugales, tan tristes y tan rutinarios; y se lo he escuchado, también, a varios amigos y amigas en las tertulias del café. Ningún placer como el que uno mismo se regala. Son muchos años de intimidad, de conocimiento, desde la lejana y clandestina adolescencia, y la armonía con el sexo propio es casi de dúo de natación sincronizada, de pianista y violinista interpretando una sonata de Mozart.

    Y sin embargo, si nos dan a escoger, y en tal empeño arruinamos nuestras vidas, preferimos el orgasmo que nos proporciona un compañero de cama, aunque sea menos explosivo y menos coordinado. Hablamos maravillas de la masturbación, pero todos la tenemos por un premio de consolación. Por una práctica de adolescentes sin estrenar o de adultos fracasados. La travesía del desierto. La purria de lo sexual. Sólo los ermitaños, los autistas, los muy raros del pelotón, prefieren solazarse a solas pudiendo solazarse en compañía. 


    Los personajes de Amigos y vecinos son dos parejas disfuncionales en la cama que terminan, en buena lógica, disfuncionándose fuera de ella. Jerry habla demasiado mientras folla, y desconcentra a Terri, su mujer, que aprovecha la cháchara para soñar el sexo con otra mujer. En la otra punta de la ciudad, Mary se muestra inapetente, adormilada, y Barry, su marido, que antes tenía unas erecciones de caballo, ahora contempla la mustiedad de su miembro incorporado al cabecero. Cuatro malfollados que buscarán la satisfacción en otro lecho, en otra compañía, aun a riesgo de ser sorprendidos, insultados, abandonados, porque digan lo que digan, nadie se resigna a las glorias incuestionables pero tristonas de la masturbación. Aquí no vale aquello de más vale estar solo que mal acompañado. Que se lo digan al personaje de Juan Luis Galiardo en Familia.



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Tres de la Cruz Roja

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Por el año del Señor de 1961 -que hacía el número 22 en el calendario de la Victoria- el gobierno de los militares encargó una película para hacer publicidad de la Cruz Roja Española, que era un cuerpo de voluntarios que ahorraba mucho dinero a las arcas del Estado. Como los chavales que hacían la mili, o como los rojos que penaban en la cárcel. Lo que pasa es que a la mili te llevaban a punta de bayoneta, y a la cárcel con cuatro hostias soltadas tras la manifestación, pero para ingresar en la Cruz Roja tenían que seducirte o liarte de mala manera. El placer gratuito de servir a la Patria y de socorrer a los compatriotas quizá era suficiente para los campeones de la españolía, pero poca cosa, pura retórica, para el común de los mortales, más apegados a los placeres concretos de los sentidos. Y para los mocetones de la época, como para los mocetones de ahora, que en eso no influye vivir bajo el nacionalcatolicismo o bajo el parlamentarismo, los dos reclamos infalibles, irrenunciables, las flautas mágicas del flautista de Hamelín, eran el sexo y el fútbol.

    Para empezar de manera suave, los guionistas empiezan hablando del fútbol, del glorioso Real Madrid de las cinco Copas de Europa, aunque el equipo esté iniciando su decadencia por culpa de los barrigones que asomaban bajo las camisetas de Puskas y de Di Stéfano. "Apúntate a la Cruz Roja, chaval", sobre todo si vives en Madrid, que así podrás entrar gratis al Santiago Bernabéu y ver los partidos aunque sea a ras de césped, y condicionado a las necesidades del servicio. Menos da una piedra, y la retransmisión sin imágenes de la radio. Así que allá van, los tres de la Cruz Roja, Pepe, Jacinto y Manolo, que tienen nombres como muy del desarrollismo, como muy de españolitos bajitos y morenos, a servir a la Patria y dar la última gota de su sangre si fuera menester, como diría el salgento Arensivia de Historias de la Puta Mili. Pero la trama del fútbol sólo dura media hora, y no da para más. Un simple mcguffin para despistar. Lo que de verdad va a enganchar a los futuros voluntrios que ven la película, lo que les va a llevar directamente del cine de Chamberí a las oficinas de admisión, es saber que si te pones el uniforme de la Cruz Roja, y fardas con gracia sobre tus proezas sanitarias, unas tías de muy bien ver, verdadera jamonas en una España que soñaba con comer jamones, se van a pirrar por tus huesos y van a hacerte picardías cuando pases por la vicaría y te derrumbes loco de deseo en la cama matrimonial. Antes no.




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El club

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Estos curas que la Iglesia ha confinado donde Jesucristo perdió el mechero lo único que desean es que los dejen en paz: los jerarcas, y los periodistas, y la grey, y la madre que los parió. 

    Allí, en el culo chileno del mundo, donde ningún apóstol hubiese llegado a no ser por un milagro del Señor, siempre hace frío, y baja la niebla, y es como si la alegría de vivir se hubiese evaporado. El paisaje tras la ventana es como el paisaje interior: desolado y hostil. Los curas que abusaron de menores, que aplaudieron a Pinochet, que regalaron bebés a los pudientes, no acaban de entender muy bien qué hacen allí. Ellos trabajaban para el Bien y la Verdad, como les enseñaron en el seminario y en los cursillos de reciclaje. Quizá cometieron el error de interpretar, de improvisar, de darle un toque personal a su labor evangelizadora, pero nada más. Insuflaron amor a los niños, y pusieron su granito de arena en la pelea anticomunista. Quizá se acostaron con algún hombre, sí, pero siempre entregándose con el alma además de con el cuerpo. Ninguna concupiscencia. Nada que merezca este exilio en las Chimbambas. Este ostracismo. Como si fueran leprosos del ministerio sacerdotal.

    Los sacerdotes de El Club ya sólo quieren que transcurran los días, a ver si la promesa de la Salvación Eterna era finalmente verdad, o sólo era un cuento de los curas.  Su copita de vino, sus buenos alimentos, su refugiarse en el trabajo y en la oración. Contemplar los atardeceres sobre las aguas para tratar de encontrar, en la paleta de muchos colores, el rastro del Dios benevolente que un día les llamó. Ese Dios al que ellos no terminaron de comprender, o que quizá no terminó de comprenderles. Un malentendido, en todo caso. 

    Y en ésas están, confundidos y cabreados, hasta que la culpa se instala debajo de sus ventanas, a voz en grito: que si mi culo, y que si vuestro semen, que yo no olvido, curitas, y además sé dónde vivís. Y la culpa, y el remordimiento, y el mal sueño que agria el carácter y provoca las úlceras, se instala como una nube negra en el salón donde los curas, o los reclusos, que ya ni se sabe, comparten comidas y silencios.




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Downsizing

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Los escandinavos nos han mostrado lo mejor de los tiempos modernos: el bienestar, la socialdemocracia, la mujer liberada de su yugo... El fin de la familia tradicional. Las suecas en bikini bronceándose en las playas. La rubia de ABBA y los goles de Zlatan. 

No es casual, por tanto, que en la ficción de Downsizing ellos sean los primeros en tomar la medida más eficaz para salvar al planeta: miniaturizarnos. Mientras inventamos las naves que nos lleven a Marte para dejarlo todo como un lodazal, ellos piensan que lo mejor es ir pasando desapercibidos. Como el increíble hombre menguante de aquella otra película, el que luchaba contra la araña armado de una aguja. La solución está en hacernos tan pequeños que una galleta María nos dure una semana completa. Que un vaso de agua nos baste para ducharnos. Que la mierda de todo un año quepa en una sola bolsa de basura. Sin operaciones, sin rayos catódicos, con una simple inyección que provoca un leve dolor de cabeza. Tecnología nórdica a su alcance.


  En las películas, los escandinavos así reducidos forman comunas New Age en los fiordos de sus geografías, y con una sola maceta de marihuana tienen para ir flipados el resto de la película. Hay algo de Vickie el Vikingo en esas casas de madera a orillas del mar. Pero los americanos, cuando saben del invento, prefieren sacar las calculadoras del bolsillo y buscar un beneficio empresarial. Ellos son así. Si los suecos se hacen pequeños para vivir en La Comarca de los Hobbits, los americanos lo hacen para instalarse en un campo de golf con mansiones a su alrededor. Como jubilarse en Florida, pero antes de tiempo, y sin tener que cotizar. 

    Pero claro: en toda utopía humana siempre hay alguien que limpia la mierda, que repasa el retrete, que maneja el mocho de la lejía. Y el ciclo de los ricos y de los pobres vuelve a empezar. Algunos se miniaturizaron con la esperanza de vivir como pachás y se encontraron sirviendo a los mismos tipos que servían en Grandelandia. Los americanos son incorregibles. Y me temo que el ser humano también. Un ejemplar reducido de El Capital ya empieza a venderse en las librerías clandestinas de Pequeciudad...



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Fuera de juego

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Decía Bill Shankly –o dicen que dijo- que el fútbol no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. Quizá exageraba, el viejo Shank, pero no demasiado. El fútbol nos impregna, nos define, nos atraviesa de la cabeza a los pies, como un rayo vallecano, o de otro sito. 

    Es como preguntarle a un cristiano por Jesucristo: lo irracional se apodera del mando a distancia. La fe, la tribu, la creencia en algo superior... El Cielo, o el Club, de nuestros amores. Da un poco lo mismo. Es la misma trampa del sentimiento. Esa metáfora tan socorrida del dios Balón no es ninguna tontería: los futboleros también tenemos nuestro bautismo en el estadio, nuestra comunión con el equipo, nuestra confirmación en la fe verdadera. Nuestro matrimonio para siempre. Es más fácil apostatar de Dios que apostatar del juego divino: la vida sin Dios tiene una explicación, como enseñaban los viejos griegos o Hawking el astrónomo, pero la vida sin fútbol todavía no la ha comprendido nadie. Aunque disimulen, esos ateos.

    Los futboleros somos convecinos, conciudadanos,  pero vivimos instalados en otro rollo. El fútbol se rige por otro calendario que no es ni chino ni gregoriano. Zaragozano, si acaso, para los del Real Zaragoza. Nosotros no empezamos el año en enero, sino en agosto, y no lo terminamos en diciembre, sino en mayo -o en junio si hay Mundial o Eurocopa. Y así vivimos, descabalados respecto a los demás, que hablan de años y de estaciones como ciudadanos productivos mientras  nosotros nos regimos por las pretemporadas, por los parones de la Champions, por el tiempo destinado a los fichajes, ajenos a los ciclos de la naturaleza y a las fiestas de los curas. 

Somos tan diferentes, y vamos tan a nuestra bola, que el matrimonio con alguien que no esté en el ajo, que no sienta los mismos colores, ya se considera legalmente mixto en algunos países muy avanzados: los nórdicos creo, o los holandeses, como si se casaran dos personas de religiones distintas, o de países distantes. Hay choques doctrinales o culturales menos insalvables que éste del futbolero con la no futbolera, o viceversa. No le queda nada al pobre Paul, y a la pobre Sarah, por mucho que se amen... 

El ménage à trois con el Arsenal va a ser de campeonato.





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Familia

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Todas las familias se han vuelto, en cierto modo, de alquiler. Como ésta que Juan Luis Galiardo contrata en la película. En las teocracias de nuestra niñez la gente se casaba para siempre y la familia era la Familia, la famiglia, como si viviéramos en Sicilia. Y para preservar esta unidad indisoluble durante décadas y décadas, los cónyuges se iban de amantes, de putas, de butaneros, de secretarias... La infidelidad era necesaria para mantener la fidelidad jurada ante el altar o ante los dioses. La válvula de escape, en socorrida metáfora. 

Ahora, sin embargo, traída de  Escandinavia y de los países anglosajones, la monogamia sucesiva se ha impuesto en nuestras costumbres, y ya nadie se atreve a jurar amor eterno a su pareja. Y si lo jura, lo hace añadiendo un asterisco al final, o cruzando dos dedos tras la espalda. Porque el mercado se ha vuelto libre, desregulado, y ya no hay moralistas que condenen desde el púlpito. Cualquiera puede ser sustituido en cualquier momento; o ejercer de sustituidor. En el mercado siempre nos espera -o eso creemos- alguien más guapo, más divertido, más conveniente… Con mejores prestaciones en lo sexual. O simplemente distinto, alejado de la rutina. Es el liberalismo económico trasladado al mercado sexual, que escribía Houellebecq en sus novelas.


    En un abrir y cerrar de ojos -hablando en términos evolutivos- los hogares para toda la vida han dejado de existir. O casi. Sólo resisten en algunos nichos ecológicos del conservadurismo, o del amor muy verdadero. Son las familias compradas, con hipoteca vitalicia, que subsisten con la bandera de su orgullo colgada en el balcón: dos corazones entrelazados sobre un fondo verde esperanza. La pesadilla de los daltónicos. Son las parejas ideales que en realidad muchos contemplamos con envidia. Porque todo esto de la monogamia sucesiva está muy bien, y es tentador, y abre ciertas posibilidades sexuales, pero a partir de una cierta edad todo son arrugas y pedos, manías y canas, disfunciones y halitosis. Y ya nadie está por la labor de aguantar a nadie en semejantes decadencias. Tentados por el sueño del amor renovado donde sólo triunfan los primeros de cada promoción –que son los mismos que antes triunfaban en las discotecas juveniles- todos acabamos más solos que la una. Como Juan Luis Galiardo en la película.





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Wind River

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Wind River es como Fargo, pero sin sentido del humor. En Wyoming, como en Minnesota, también hay mucha nieve en invierno, y en la monotonía del paisaje, medio sepultados por la nieve, y medio comidos por los coyotes, también aparecen cadáveres involuntarios que necesitan ser explicados. Pero el rollo de Taylor Sheridan no tiene nada que ver con los hermanos Coen, que a todo lo criminal le sacaban una ironía, una gota de vitriolo. Los personajes de Sheridan, por lo general, que yo recuerde, desde Sicario a Wind River pasando por Comanchería, nunca se ríen. Ni hacen reír. Todo es profundo y trascendente en sus parlamentos. No hay estúpidos que valgan, en este universo particular de los asesinatos. Hay malvados, vengadores, tipos retorcidos... Agentes de policía muy profesionales y concienzudos. Hay, incluso, en Wind River, un cazador de alimañas que hubiera encajado de puta madre en el universo melancólico de Doctor en Alaska. Pero estúpidos, repito, no hay ninguno. Y eso le quita cualquier posibilidad a la commmedia. Y le resta, también, algo de verosimilitud a las tramas, como si uno leyera una novela de diálogos afectados y quizá demasiado inteligentes.



   La vida no es ansí, que dirían los barojianos. La estupidez, la banalidad, la racionalidad alicorta, está presente en el noventa por ciento de nuestras decisiones, de nuestras parrafadas, y eso lo saben muy bien los hermanos Coen, que no es que subestimen al género humano, como dicen algunos, sino que lo retratan tal cual. Puro costumbrismo. Trabajo de calle. Taylor Sheridan, en cambio, prefiere enaltecer a sus congéneres, dotarles del don de la filosofía, de la reflexión, de la palabra adecuada en el momento cojonudo. Del lenguaje metafórico, incluso, cuando la metáfora, en la vida real, está reservada sólo para los poetas y para los pedantes. Y para algunos políticos refloridos, que recurren a ella cuando tratan de despistar al personal.


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