Hannibal

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Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.

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